20
CONTRA ROMMEL
SONÓ EL TOQUE DE DIANA españolizado de Tuguta y todos los soldados saltaron de sus camastros, menos tú. En realidad no habías dormido en toda la noche; unos extraños ruidos te habían desvelado. Las colillas llenaban la lata de conservas, pues los cigarros habían acompañado constantemente tu vigilia. Habías escuchado al viento silbar entre las torres de vigilancia y las tiendas fabricadas con piel de camello; los bereberes que las habían levantado, sentados ahora entorno a un pozo, parecían conformar una estampa bíblica. Era como si el ulular del viento te susurrase en el oído la única misión de tu vida. Por eso no apartaste, en cada minuto nocturno, la vista de la ficha de Törni.
Miraste el calendario: 16 de diciembre de 1942. No dabas crédito a tu cálculo: desde el asesinato de Lucía y tu ingreso en las filas de la Francia Libre habían transcurrido veinte meses. Ocho de ellos sin Leclerc. Y habías entrado en combate nada más que en dos ocasiones, en la toma de Koufra y en el asalto al fuerte Al Qatrum. El resto se había limitado a instrucción y más instrucción bajo las órdenes genéricas del coronel Ingold y las particulares de Campos.
En ese lapso no sólo había cambiado el escenario geoestratégico del norte de África, sino también vuestro temperamento. De dominar todo el Magreb, el Afrika Korps se hallaba reducido a sus trincheras en Túnez recibiendo sin cesar refuerzos vía Italia. El ataque contra los nazis se ejecutaba de forma contundente; no se les podía permitir que reforzasen sus líneas y contraatacaran. Los ingleses por el este y los norteamericanos por el oeste formaban una pinza indestructible. Quedaba darle la puntilla por el sur.
Si ese era el nuevo teatro de la guerra, vosotros también os habíais transformado. En la Fuerza L no había categorías sociales ni ambiciones personales ni os medíais por el dinero. Erais un contingente militar multirracial en el que se os evaluaba por vuestra contribución al conjunto. Habíais adquirido los elementos básicos para la supervivencia en aquella mancha blanca en los mapas: la tensa calma, la sangre fría, el dominio interior y la insensibilidad al calor. Vuestro aspecto exterior también reflejaba vuestra adaptación al lugar: piel apergaminada, dientes blancos, rostros secos, músculos y venas prominentes. Si a ello le uníamos vuestras pobladas barbas bajo cabezas rapadas —algunas con costras— en realidad os asemejabais más a cadáveres que a seres vivos.
Formabais, antes de dirigiros a los barracones en los que se os serviría la leche de cabra o camella con un mendrugo de pan, tostado en un hueco de la arena rodeada de brasas, y té viscoso en abundancia. A veces había un poco de ron para los europeos, pero jamás vino. Entonces comprendiste la causa de aquel ruido que te había impedido conciliar el sueño: nuevos soldados llegados de Camerún traían cañones del 75, con una fuerte dotación de morteros.
Al finalizar el desayuno, no os dejaron dirigiros como siempre a vuestros cobertizos a recoger los rifles y correajes para la instrucción diaria. Debíais formar de nuevo.
—Mi sargento, ¿qué ocurre?
—Tranquilo, Bête. Me parece que los dioses del desierto han escuchado tus súplicas.
En ese instante no advertiste a qué se refería Fábregas, pero al cabo de unos minutos todo se reveló: Leclerc había regresado.
—Soldados de la Francia Libre… —exclamó, subido en una tarima, y comenzó a explicaros la situación de la guerra en el norte de África. Seguía llevando el uniforme de las fuerzas coloniales, aquellas deshilachadas ropas con las que había partido nueve meses atrás.
Después de un rato, os trasladó la orden del alto mando aliado:
—… avanzar a toda prisa hacia Túnez. La Fuerza L es la elegida para cortar el paso al Afrika Korps por el sur. —Se escucharon murmullos entre la tropa, y, como si adivinase el motivo de vuestra inquietud, Leclerc os leyó el telegrama que De Gaulle le había enviado el 3 de diciembre—: «Respondo al gobierno británico que su operación será ejecutada bajo mando exclusivamente francés, partiendo de territorio francés y con fuerzas francesas».
Ahí fue cuando comprendiste la razón del carisma de Philippe Leclerc entre la tropa: a los soldados os gusta ver a vuestros generales en el frente.
Aquel mismo día, el general dividió la Fuerza L en seis unidades tácticas motorizadas que serían la punta de lanza de la expedición. El grueso, el Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad, se prepararía y avanzaría detrás consolidando las posiciones conquistadas por cada una de los grupos tácticos. A ti se te ordenó desmantelar la escuadra de tiradores de élite y asignar uno por unidad. Obedeciste, pero te aseguraste de quedar con la que iba a acoger al resto de republicanos españoles.
A la primera unidad, al mando del teniente coronel Dio, aquel brusco bretón de Vannes que ni la metralla había derrotado en Koufra, Leclerc la equipó con cincuenta y cinco vehículos, cañones de 113, ametralladoras antiaéreas y un destino: El Vigh-el-Kebir.
La segunda estaba compuesta por el Grupo Nómada de Tibesti a las órdenes del capitán Sarrazac, a quien se le encomendó reconquistar Al Qatrum y Tedjeré.
Al Grupo Geoffroy, bajo la responsabilidad del teniente coronel Delange, se le confió la tarea más difícil: el asalto a Oum-el-Araneb, la fortaleza de los temibles askaris. Tal vez alguien sospechó que aquellos mercenarios libios a las órdenes del fascismo serían vuestro mejor bautismo de fuego, porque se os incluyó en esta tercera unidad.
Los soldados de Dio partieron a primera hora de la noche hacia la fortificación de El Vigh-el-Kebir. Os dijeron que por el camino se les habían unido una patrulla británica y tres aviones Lyssander, ineficaces frente a un posible ataque de cualquier escuadrilla de Stuka, pero tranquilizadoras para los soldados. Al parecer, el fuerte apenas ofreció resistencia ante los primeros obuses de los 115. La bandera blanca se izó a las pocas horas del cerco. Sabían que no podían resistir sin apoyo aéreo y prefirieron la rendición. No hubo prisioneros; simplemente los desarmaron y los dejaron a su suerte en el desierto. La orden era continuar el avance sin cargas humanas.
Vuestro objetivo era Oum-el-Araneb. Sabíais que no iba a resultaros tan fácil conseguir su capitulación como en El-Vigh-el-Kebir. Un campo de minas lo protegía, además de la defensa de los feroces askaris que se movían en su hábitat: el desierto. Pero no les temíais; sabías que es propiedad del desierto todo lo que él quiere, y si amaba y era amado por los askaris, vosotros también erais hijos del viento.
—«Un viento sur que lleva… —recitaba Fábregas, recordándoos a Lorea— colmillos, girasoles, alfabetos… y una pila de Volta con avispas ahogadas».
La marcha se hacía de noche y a temperatura glacial para evitar la localización enemiga. Avanzabais sin cesar por los corredores de las dunas, los fedjs, y ascendíais los oghourds, aquellos macizos poderosos y picudos, con la intención de sorprender a los italianos.
Si de día se detectaba el vuelo de algún avión italiano, abandonabais el eje de las pistas y os camuflabais entre las dunas, inmóviles. Dos veces ametrallaron y bombardearon vuestro convoy, pero las antiaéreas colocadas encima de los camiones provocaron su retirada.
Os aseguraron que los ingleses habían relegado la brújula imantada como elemento guía, pues la gran cantidad de minerales en aquel terreno la volvía prácticamente inútil, y la habían sustituido por el compás solar. Pero para vosotros, al moveros de noche, era aún más ineficaz. Sólo las estrellas y la dirección del viento os servían en aquella gran mancha de tinta negra.
Celebrasteis la Navidad y el Año Nuevo de 1943 avanzando hacia la fortificación. El amanecer del día 2 de enero llegó precedido por el viento y su ulular se convirtió en un manto ácido una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición más allá del palmeral que rodeaba las murallas de Oum-el-Araneb.
Cuando estaban a punto de dar la orden de ir tomando posiciones, miraste el firmamento para contar las estrellas que os quedaban hasta que el sol lo borrara todo. El cielo siempre te trasmitió paz, tal como vuestras hogueras nocturnas te aclaraban los recuerdos.
—Que nadie se meta en el palmeral hasta que sea rastreado.
La orden corrió entre susurros. Los askaris podían estar camuflados entre las palmeras, por lo que fuisteis rodeando la fortificación. De repente el camión de cabeza fue ametrallado y sobre él explotó una granada. Desconcierto: nadie sabía de dónde provenía el fuego.
—Allí —gritó el adjudant-chef, señalando el suelo.
Aquello resultaba increíble. Las posiciones de los centinelas askaris no estaban ubicadas en torretas de vigilancia: se habían enterrado, como vosotros lo hacíais para colocar las cargas en los blindados, y saltaron en cuanto os aproximasteis.
Toda la potencia de fuego de la unidad se dirigió hacia el lugar indicado por Campos. Seis centinelas fueron abatidos; por vuestra parte, cinco soldados habían recibido la metralla, y, de ellos, tres resultaron muertos. Pero lo peor fue que el factor sorpresa había sido eliminado y una escuadrilla de aviones italianos apareció en el horizonte.
—¡Al palmeral!
La orden de Delange se cumplió sin dilación. Los aviones os sobrevolaron sin localizaros, pero os dejaron una extraña sensación: como si no fuerais vosotros el objetivo, como si en realidad hubiesen pasado rumbo a otro destino. Vuestra sospecha se confirmó cuando no regresaron.
Mediante gestos, los jefes de pelotón ordenaron que cada escuadra revisase cúpula a cúpula cada palmera, así como la cara oculta de sus troncos. Ibas a emprender la revisión de las asignadas a tu equipo, cuando Campos te llamó:
—Bête, usted venga conmigo.
Te llevó hasta el linde con el arenal. Se tumbó, enfocando hacia el frente de la fortificación unos prismáticos de seis aumentos. Hizo un ademán para que te tumbases a su lado y dirigieses el Mosin en la misma dirección.
—Las piedras, cabo.
No entendiste qué quiso señalar con esas palabras, pero aún así apuntaste la boca del fusil hacia una roca del tamaño de una cabeza que parecía plantada de forma artificial en medio de la arena. Había otra a unos diez metros. Y otra… «Demasiado regulares», te dijiste. Nada más salir el sol, en unos minutos, todas darían sombra a… Habías comprendido. Cada piedra protegía la cabeza de un centinela enterrado e impedía que la luz del alba acuchillase sus retinas, lo único que quedaría sin tapar.
Sospechabas —ya que se habían camuflado tan bien que se podía mear a tres metros de ellos sin percatarse de su presencia— que el cuerpo de los askaris estaría dirigido hacia el norte, desde el que eran esperables los ataques. Apuntaste a unos quince centímetros de la primera piedra en dirección contraria a la fachada del fuerte. Si no te equivocabas, la bala iría directa al pecho.
—Procure no fallar —recomendó Campos.
Seis piedras. La primera, a doscientos metros; la última, a cuatrocientos. «¡Maldita sea!», te exasperaste: los disparos de vuestra gente a la cúpula de las palmeras impedían que te concentrases. De repente el tronar de las piezas propias y el reventar de los proyectiles contrarios casi te ensordeció. No serías capaz de centrarte en el objetivo.
—Recuerde lo que le he enseñado estos meses y abstráigase del mundo.
Las palabras de Campos te fusionaron de nuevo con la tierra vacía. El vigor del desierto llegó a ti y comenzaste a moverte como un camaleón buscando el mejor lugar desde el que efectuar los disparos. Ya no escuchabas el estruendo de los obuses, sólo tus latidos. Fijaste el punto de impacto.
Expulsaste el aire.
Tus latidos.
Todo regresó.
Toc, disparo, toc, disparo, toc…
—Perfecto, cabo.
Sólo cuando oíste esas palabras volviste a mirar a cada uno de los seis puntos a los que habías disparado. En cinco comenzó a manar sangre. Desde el sexto agujero se irguió un soldado que sangraba a la altura de una costilla. La bala había acertado en su pecho, pero no era mortal. Se arrastraba apretándose la herida con la mano. Campos impidió que siguiese sufriendo con una ráfaga de ametralladora.
—Quédese aquí y busque más piedras, cabo.
Las piezas de vuestra artillería machacaban el interior del fuerte, desde donde respondían con fuego de mortero. Apenas lograban acertar un disparo, pues las palmeras formaban una barrera infranqueable a los ojos humanos.
El sitio se prolongó. La luna y el sol se sucedieron varias veces sin que amainasen los ataques. Lo más peligro eran las noches; había que incrementar la vigilancia, por las salidas inopinadas de escuadras o parejas de askaris que efectuaban eficaces golpes de mano en vuestra posición.
Sorprendentemente, al cuarto día de asedio, la bandera blanca se izó en Oum-el-Araneb. «¿Qué habrá pasado?», te preguntaste. Estabas convencido de que el cerco habría fracasado si la aviación hubiese llegado en su apoyo.
El capitán Lamberto Gerani entregó la posición, y con ella dos centenares de prisioneros, cañones del 77, morteros pesados del 81 y ligeros de 45, una docena de ametralladoras, municiones y víveres para varios meses.
—Si cada fuerte que conquistemos se encuentra tan bien equipado, llegaremos a Túnez mejor armados y alimentados que cuando salimos y todo gracias a los fascistas —bromeó Fábregas con su Gitanes en la boca y su subfusil en bandolera.
Una sección de askaris emprendió la huida por la parte trasera del fuerte. Se os ordenó no disparar contra ellos.
Al día siguiente os enterasteis de la razón por la que Gerani se había rendido. Al parecer, se encontró un documento emitido por el alto mando alemán el mes anterior. En él se aseguraba que un ataque francés sobre el fuerte era imposible, ya que si no se los tragaba el desierto, lo harían los Stuka. Nada de eso había ocurrido y se sintieron traicionados.
—A Rommel lo deben tener muy ocupado en el norte para que no haya podido enviar a la Luftwaffe —se comentaba entre los soldados.
Conquistado Oum-el-Araneb, el teniente coronel dejó una compañía combinada de soldados senegaleses y cameruneses para asegurarlo y los demás emprendisteis camino para uniros al resto de la Fuerza L.
Tres días después, las fortalezas de Murzuk, Homm, Brack y Sebba cayeron en vuestras manos. El sur de Libia, el Fezzan, pertenecía a la Francia Libre y lo habíais conquistado en veinticuatro días.
A continuación, Leclerc nombró administrador de la zona a vuestro teniente coronel, Delange, asegurándose así la posibilidad de continuar el combate con sus soldados en la ruta hacia Túnez.
—Si avanzamos muy deprisa corremos el riesgo de ir de cabeza al matadero y si nos retrasamos llegaremos después de la batalla, lo cual resultaría ridículo. Tengámoslo muy en cuenta, señores.
Así habló Leclerc a sus jefes y oficiales el primer día que salisteis rumbo al norte. Luego gritó a los soldados:
—Cumplamos el juramento de Koufra.
La Fuerza L se puso en marcha. El general iba en cabeza de pie en su jeep, directo al combate. «Así ha de ser, os dijisteis. El jefe y el soldado, en el desierto, han de tener una relación directa».
—Ahí va el Patrón —dijo Campos al ver a Leclerc emprender camino en su vehículo.
Fue la primera vez que le llamaba «Patrón», pero desde ese momento, en las filas españolas no se usó otro nombre para el general.
Detrás de él, los obreros de una particular empresa dedicada a reconquistar la libertad.
Rommel y el Afrika Korps sólo se encontraban a doscientos kilómetros e ibais a su encuentro.
LAS PISTAS DE TRIPOLITANIA vieron pasar a la aguerrida y motivada «Columna Leclerc». Fábregas estaba en lo cierto al asegurar que el general aspiraba a que vuestra estancia en la Faya, los meses anteriores, se pareciera lo más posible a un campamento de verano. «Camaradería. Camaradería incuestionable», era la norma básica de comportamiento. Vuestro avance incluso iba acompañado de cánticos, sin importaros si corríais o no a la muerte.
Nadie ocupaba aquel territorio. Ni tuaregs ni caravanas de beduinos os encontrasteis; sólo arenales, calor infernal o el viento gélido nocturno. Pero no hubo gestos ni palabras de queja: caminabais decididos, y a través de vuestras heridas rezumaba el orgullo. Además, no teníais derecho a lamentaros, pues los cameruneses recién incorporados os narraron su epopeya y la de Leclerc desde Brazaville hasta Libia, los meses precedentes. Cargamentos de armas, municiones, víveres y combustible llegaban a los puertos de Gabón y se trasladaban hasta Fort Lamy. Tres mil kilómetros en precarias barcazas por el río Chan y el Congo hasta Bangui, bajo lluvias torrenciales, para continuar por rutas sólo aptas para camellos. Aquella travesía se convirtió en una gesta merced al ingenio y la tenacidad de aquellos hombres, y todo para que la Fuerza L contase con la logística adecuada, como decían los franceses —aunque vosotros preferíais llamarlo abastecimiento—.
El diez de enero aterrizó en la pista un Douglas que conducía a Ghat. Os traía gasolina y la orden de evacuar a los heridos. Sin ellos y sin prisioneros vuestro avance sería más rápido.
Antes del asalto a Ghat, enlazasteis con los ingleses. Uno de sus batallones blindados se os unió. Era la primera vez que veíais los Sherman de Montgomery. Mirabais asombrados aquellos monstruos mecanizados como si fueran demonios de las batallas. Ni en la Guerra Civil ni en el ejército francés habíais dispuesto de máquinas con ese poder de fuego.
El avance de la Fuerza L apoyada por el batallón de carros ingleses era imparable hasta de noche, pues los ingleses aportaron unos enormes focos para iluminar las nubes. «La luna de Montgomery», la llamaban. Ghat, Mizda y Gariam cayeron bajo vuestro dominio casi sin ofrecer resistencia. En todas ellas se repitió lo ocurrido en Oum-el-Araneb, al comprobar que no recibirían apoyo aéreo y sintiéndose traicionados, prefirieron la rendición antes que una resistencia numantina que tarde o temprano los llevaría a la muerte. En Mizda, cuando los sorprendisteis surgiendo de la Hamada roja, directamente, el general Maneniere huyó con sus soldados al norte dejando en la ciudad veinte mil libros de aceite pesado y cuatro mil de gasolina, así como a sus heridos y muertos. Ni os detuvisteis; Gariam os esperaba.
A finales de enero toda Libia pertenecía a las fuerzas aliadas. Montgomery, al frente del VIII Ejército, había entrado en Trípoli el día veinticinco; vosotros, veinticuatro horas después. Al Afrika Korps sólo le habían quedado las trincheras de Túnez.
—CÁMBIESE EL UNIFORME por uno digno de su rango —le dijo Montgomery a Leclerc señalando la deshilachada y sucia vestimenta de los coloniales.
—No —respondió rotundo vuestro Patrón—. Hasta que a mis hombres no se les provea de ropa decente, yo vestiré como ellos.
Esa fue la conversación que mantuvieron los dos generales, según se rumoreaba entre la tropa. Además, añadían que el teniente general inglés, con su pipa en la mano, había arrimado el rostro a la ventana del palacete que les servía de cuartel general y contemplado a los soldados de la Fuerza L. Probablemente fuese vuestro aspecto sucio, con barbas de meses, cabezas rapadas, el Gitanes en los labios, camisas pegadas al cuerpo por el sudor o hechas jirones lo que había provocado aquel comentario que corrió de boca en boca:
—Usted dice que son excelentes soldados, pero a mí me parecen animales salvajes.
Así como el británico os juzgaba por vuestro aspecto, su boina negra de tanquista te hizo pensar de inmediato que, tal como Leclerc, también ese general abandonaba los entorchados y se colocaba al frente de sus tropas, hasta el punto de que le llamaran por el familiar apodo de Monty. Tal vez ahí se encontraba la clave para comprender las derrotas italianas: sus generales se escondían en refugios mientras sus hombres morían. «¿De qué tipo será el mariscal Rommel?», te preguntaste.
De inmediato, sin esperar a la casualidad, comenzaste a buscar entre los asentamientos del VIII Ejército a los soldados de la 1.ª División de la Francia Libre. En ella se encuadraba la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, los héroes de Bir-Hakeim, y posiblemente tu hermano. «Si está vivo —te dijiste— seguro que sigue enrolado con ellos».
Llegaste al atardecer a las afueras de Trípoli, donde se asentaban los campamentos ingleses: una ciudad dentro de otra, con cientos de barracones y tiendas que albergaban un cuarto de millón de soldados, perfectamente equipados y vestidos, con piezas de artillería pesada y Sherman por doquier.
No resultó difícil localizar a los soldados del quepis blanco; destacaban del resto porque en el nacimiento de su hombro lucían una inscripción bordada en oro sobre fondo azul en la que se leía «Bir-Hakeim» y era la admiración de todos. Ante ella, el resto de militares se cuadraba y saludaba con más respeto que si estuviese frente al mismísimo rey Ricardo Corazón de León.
—¿Conocéis al sargento Francisco Ardura? —preguntaste en francés y español a dos que exhibían orgullosos su distintivo.
—¿Sargento? —repitió extrañado uno de ellos.
—Me dijeron que era sargento de la 13.ª. Creo que su apodo es Toro. —Sonrieron y te señalaron una tienda al pie de un estandarte.
—Si te refieres al teniente Toro Ardura…
Corriste hacia la tienda antes de que acabasen de hablar. En la puerta, ondeando en un mástil de cinco metros de altura, su grímpola: la Cruz de Lorena tras las siete llamas emitidas desde el número 13 sobre las letras «DBLE».
La impaciencia por ver a tu hermano después de un lustro te incitó a cometer una insensatez, y entraste sin anunciar tu presencia. Tres pares de ojos se clavaron en ti, al mismo tiempo que sendos cañones de pistola.
Un corpulento capitán, en un francés extraño, te espetó:
—Cabo, ¿usted no pide permiso?
Te quedaste petrificado mirando sus galones.
—Es que… —balbuceaste.
—Un momento, capitán —dijo alguien entre las sombras provocadas por el quinqué.
La figura a contraluz se acercó. Sus dos divisas blancas, su corpulencia, su cuello y aquella voz…
—¿Fran? —preguntaste con incertidumbre.
—¡Cabrón de hermanito! —exclamó, apoyando sus zarpas en tus hombros—. Si eres cabo primero y… —Sus ojos se clavaron en tu distintivo de tirador selecto con arma larga—. Un francotirador de la «Columna Leclerc».
Os abrazasteis.
De repente te apartó y se quedó mirándote con extrañeza para añadir:
—Cómo has cambiado. Ya no eres el pequeño Nico. —Sonrió—. ¿Os obliga Leclerc a dejaros barba y afeitaros la cabeza?
—No, pero es el distintivo de los soldados que venimos del Tchad.
Hubo un instante de respetuoso silencio, que rompió el capitán:
—Todos admiramos su gesta. Han salido desde Gabón y están en Trípoli. Miles de kilómetros por los desiertos.
—La suya no fue menor, mi capitán —interrumpió tu hermano—. Desde Varsovia hasta aquí.
«Así que ese es el motivo de su acento extranjero», pensaste.
—Sin embargo, yo les admiro a todos ustedes —dijiste, señalando el distintivo de Bir-Hakeim.
—Es la especialidad de la 13.ª: el Camerone —respondió tu hermano.
Los demás sonrieron, aunque tú no comprendiste la broma.
—Ustedes han de hablar de sus cosas —dijo el capitán acercándose a la lona que servía de puerta—. Es mejor que les dejemos solos. —Hizo un gesto al otro oficial que había permanecido en silencio.
—Bueno, hermanito —prosiguió Fran cuando quedasteis solos—. Ya veo que estás hecho un hombre y un buen soldado. ¿Sabes algo de nuestra madre y de Lucía?
Bajaste la mirada y balbuceaste:
—Madre está en Orán.
—¿En un campo de refugiados?
—No. En un barrio de familias españolas. El teniente Granell, otro exiliado, le consiguió una vivienda.
—Estupendo. Cómo me alegro. ¿Conseguisteis saber algo más de nuestro padre?
Negaste con la cabeza. A continuación, sacó un paquete de Gitanes y te ofreció un cigarro. Aceptaste. Después de la primera calada prosiguió:
—En cuanto expulsemos al Afrika Korps de Túnez, podremos entrar en Argelia y volvemos a ver a madre y a Lucía. Tengo unas ganas enormes de abrazarlas.
A duras penas conseguiste pronunciar aquellas palabras:
—Lucía no está con ella.
—¿No? —alzó la voz desconcertado—: ¿Aún se halla en un campo de refugiados? —Ante tu silencio, te puso la mano en la nuca y añadió—: ¿Quedó en España?
Negaste de nuevo con la cabeza y rompiste a llorar.