20: Aeropuerto de Da Nang, hoy

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AEROPUERTO DE DA NANG, HOY

LA VOZ DEL COMANDANTE de la aeronave obliga a olvidarme de todos los republicanos españoles que combatieron a Hitler y regresar al presente:

«Sobrevolamos Da Nang. En media hora desplegaremos el tren de aterrizaje. Les rogamos que sigan las indicaciones de seguridad de nuestro personal de vuelo y les damos las gracias por elegirnos…».

Me abrocho el cinturón y cierro el dossier que llevo repasando desde que despegamos del aeropuerto Charles de Gaulle, hace ya quince horas. Acaricio distraídamente su portada. «Nicolás Ardura, alias Bête; Madrid (1921—¿?)», se lee en ella. Inclino la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Mi mente regresa al lugar que no corre el tiempo: el pasado.

Años investigando tu vida y rastreando en tu búsqueda hasta el último confín del universo. Te conozco incluso mejor que a mí mismo, y dentro de media hora te tendré de nuevo frente a frente después de sesenta y seis años. Desde aquella madrugada de noviembre de 1944 en la que el «Santander» derribó las alambradas y entrasteis como caballeros andantes en Natzweiler-Struthof, liberándonos.

Comprenderás que aquel niño maduró deprisa y ya es un anciano, pero se había jurado no morir sin encontrarte y rendirte el último tributo. Y aquí estoy de nuevo, con el apellido cambiado —dejé atrás el anterior, el de la diáspora, junto a los rencores o los deseos de venganza—, pero con el mismo nombre con el que me conociste: Eli. Y el mismo número de antiguo prisionero de campo tatuado en mi piel.

Ah, te has dado cuenta: no viajo solo. Me acompaña mi mujer, tu hija, querido Bête. Nunca lo supiste, pero Sophie estaba embarazada cuando os embarcaron hacia Indochina. A la niña la llamaron Lucía, en honor a tu hermana. Y, como puedes ver, tiene los mismos ojos de su madre y hasta su voz cantarina. Tu hija y yo llevamos décadas buscándote, hasta encontrarte en este barrio perdido del mundo.

Si me preguntas por ella, por Sophie, te diré que aún vive. La esperanza en tu regreso o en saberte vivo la mantiene con energías. Tal vez estas o aquella van prendidas en aquel vestido verde de seda que pasea en las noches de luna mora y silencio de ultratumba. A veces, un tango zumba en mis oídos cuando la veo vagar y hablar de ti a las mujeres de los otros soldados. Luego, cuando ellas se alejan, les susurra a los pájaros su esperanza y, si estos remontan el vuelo, habla con los árboles. Tarde o temprano se convertirá en cenizas esperando tu retorno. Será «polvo enamorado», que habría dicho Quevedo.

El aterrizaje es perfecto.

Lucía me aprieta con fuerza la mano. El pasaje va descendiendo sobre la pista y se introduce en pequeños autobuses. No nos importa ser los últimos. No tenemos prisa, pero sí algo de miedo, o tal vez sea respeto.

—Señores, por favor —nos insta la azafata.

Recogemos el equipaje y nos dirigimos a la puerta. La luz del sol incide sobre nuestros ojos. La brisa nos da un vergajo en el rostro. Apenas distinguimos el tumulto en el asfalto.

Suena una marcha militar. Una formación de soldados saluda detrás de un féretro cubierto por cuatro banderas: la de la II República española; la francesa coronada por la Cruz de Lorena, la de la Francia Libre; la de la Legión Extranjera; y la del Vietcong. Sobre ellas, todas tus medallas: la de la Libertad, la del Mérito Militar, la Cruz de Guerra con la Estrella de Plata, la de Héroe del Vietnam, la de… Ninguna te importaba, sólo aquellos aretes de tu hermana en la oreja. Ahí están también, sobre las banderas, en una bandeja de plata.

En cierta ocasión, alguien aseguró que si le mostraban un héroe, él sería capaz de dibujarnos su tragedia. Ante nosotros, un héroe y su tragedia, otro peón en el gran ajedrez del mundo.

Años pidiendo la extradición de tus restos sin apoyo de ningún gobierno y recibiendo negativa tras negativa. «¿Cuál es su patria?», preguntaban. El mundo. Por ello, ¿qué tierra poseía el privilegio de reclamarte? Ninguna. Y, sin embargo, ahí están escoltando tu cuerpo: un jefe de la Legión Extranjera, un diplomático español, otro francés y un general vietnamita.

Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras,

(…), tú eres uno de aquellos.

Es extraño, el poeta de las batallas retumba con fuerza en mi cabeza. Suenan trombones, trompetas y el redoble en la panza de tambores. Sólo distingo en la banda militar instrumentos de viento y percusión, ninguno de cuerda. Sin embargo, los acordes de una guitarra acompañan los versos del juglar.

Las patrias te llamaron con todas sus banderas.

Con todas sus banderas…

Tu hija se acerca al general que manda la fuerza. Este la saluda marcialmente y le entrega las cuatro banderas plegadas con las distinciones y los aretes sobre ellas.

En mi cabeza retumban las cuerdas de la guitarra y la voz del trovador, ensordeciendo la marcha militar.

Tú eres uno de aquellos, un alma sin fronteras…

Hoy mismo te llevaremos de regreso al lado de Sophie, reposarás en un sepulcro abierto en mitad de la nada, en el que viven tus viejos fantasmas, bajo el cielo que te vio nacer. Sé que nunca pediste nada para ti, siempre quisiste ser cenizas, sin pretensiones.

Uno de aquellos…

Ante tu féretro asumo que las últimas noticias que me llegaron eran ciertas. Saco el dossier y tacho los interrogantes en la fecha de tu muerte. Anoto: «1975. Saigón. Día de la Liberación.».

Si en mi cabeza la épica de la guitarra acalló el estruendo de la marcha militar, apagando sus estridencias; ahora, un bandoneón apacigua el sonido de las cuerdas. Es un tango el que retumba con un leve susurro de sangre, alzándose por encima de las almas homéricas para recordarnos que salisteis del barrio para volver a él y que ya no caben dudas, que fuisteis valientes, que cumplisteis con vuestro deber más allá de lo requerido al valor y al honor.

Tal vez Carlos Iriarte tenía razón cuando te dijo: «El tango sólo sonará al final de la gesta, cuando los héroes regresen al arrabal». Y la milonga lleva letra de Bertolt Brecht.

La mujer del soldado recibió…

un velo de viuda…

Amanecerá un día…