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LA 2.ª DIVISIÓN BLINDADA
LOS DÍAS POSTERIORES fueron de júbilo desde Casablanca a Trípoli, pasando por Orán y Argel. Españoles de las Compañías de Trabajo o de los campos de refugiados y presos políticos franceses, como expulsados del infierno y arrojados al estercolero de la guerra, llegaban a riadas y se iban enrolando en las fuerzas de la Francia Combatiente, ya fuese en la 1.ª División Ligera o en la 2.ª División Blindada.
La Columna Leclerc había sido desmantelada. A todos los soldados senegaleses y cameruneses, que habían recorrido los desiertos y las selvas de África con el Patrón, desde Gabon a Libia, se les prohibió sumarse a las nuevas divisiones que entrarían en Europa. Las razones del Alto Mando aliado se resumían en dos sospechas: las extremas condiciones del invierno europeo podrían matarles y, además, se les consideraba poco aptos para aprender el manejo de los sofisticados Sherman o Half-Track. Pero Fábregas tenía otra opinión:
—No quieren ver negros liberando Europa.
Fuera como fuese, el caso es que la antigua Fuerza L, aún sumando su mayor unidad, el Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad, había quedado reducida a algo más de un millar de soldados blancos: franceses, griegos, algunos desertores alemanes e italianos y los republicanos españoles. Un número a todas luces insuficiente para formar una división blindada que aspirara a casi veinte mil hombres perfectamente entrenados.
Curiosamente, el desbloqueo de aquella situación llegó el día de la entrega de distinciones por la batalla de Túnez. Sobre la tarima, los generales franceses que ostentaban la copresidencia de Francia: Charles De Gaulle y Henri Giraud. Detrás, los generales Koenig, Larminat y Leclerc, héroes de la guerra en África. En la explanada, formabais las unidades de la Francia Combatiente causantes de la derrota del Afrika Korps.
Se entregaron las medallas a las unidades y soldados distinguidos en la campaña y los españoles recibisteis una agradable noticia:
—… y se concede la Cruz de Guerra con Palmas al comandante Miguel Buiza.
Las palabras del general Larminat llegaron a todos los rincones de las compañías españolas y estallasteis de alegría. Buiza no sólo había sido ascendido al rango de jefe de batallón de la Legión Extranjera, el mayor empleo conseguido por uno de los vuestros; además, recibía la Cruz de Guerra, la tan ansiada distinción de cualquier combatiente francés.
A partir de ese momento, todo cambió. El exalmirante Buiza se convirtió en vuestro jefe y sus órdenes fueron muy claras:
—Añadan las compañías españolas del Corp Franc d’Afrique a la 2.ª División Blindada. El resto que se distribuya por igual entre todos los batallones franceses. Nuestro lema ha de ser: «De unidad cambiarás, pero con republicanos españoles siempre te encontrarás».
Ante aquella orden la locura había comenzado y deseabais convertiros en el cielo de todas las aves. Los soldados permutaban a otras brigadas, regimientos, batallones, secciones o escuadras por afinidades personales, políticas o familiares. Recuerdas con cariño a los hermanos Pujol, el cabo Fermín y el sargento Constantino; los dos se sumaron a vuestra unidad para permanecer juntos en la guerra de Europa. Uno venía del Corp Franc d’Afrique y el otro de la 13.ª, y se unieron a la División del Patrón.
La 9.ª Compañía del Corp Franc d’Afrique, L’Ètrangere, se sumó casi al completo, excepto por sus muertos. Les precedía el canto del Himno de Riego. Al frente, los tenientes Granell y Bamba —tan ilustrado como Fábregas, ya que la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos había hecho milagros—, después, las secciones de los souslieutenants Elías, un pied noir, y Montoya, antiguo suboficial de los carabineros de Negrín.
—El comandante Joseph Puzt se viene con nosotros y Buiza se une a la 1.ª División Ligera en la que han incluido a la 13.ª —te informó Granell.
En aquellas semanas todo era jolgorio entre las filas españolas, aunque los yanquis os hubiesen obligado a rasuraros las largas barbas y a quitaros las antiguas y deshilachadas ropas para sustituirlas por el uniforme de las tropas norteamericanas. Esa era la nueva imagen que debíais transmitir, os dijeron.
Recordarás a Fábregas, que sin barba parecía un crío, con su guitarra, ante una hoguera que había perdido brío. Cuando una brisa empezó a remover las hojas de las ramas del olivar, estalló su voz:
… españoles del olvido.
Por nosotros, en el sur de Europa,
crecen llantos, mueren lirios…
Los nuevos se fueron incorporando alrededor y atizaron las brasas para prolongar el fuego. Regresaron las peticiones de letras de canciones ya demasiado manoseadas y surgió algo nuevo: los bailes. El sargento Martín Bernal, un aragonés al que llamaban Larita II, antiguo novillero al que Franco truncó su carrera sin evitar que conquistase la gloria en esa guerra, se situó en torno de la lumbre y comenzó a dar pases de pecho con una imaginaria muleta. Los gritos de «ole, olé» se sucedieron, mezclados con los acordes de Fábregas.
No recuerdas a qué hora se terminó aquella noche. Lo que sí está marcado en tu memoria fue lo ocurrido al amanecer. Después del toque de diana españolizado de Tuguta, saltaste de inmediato del camastro, pero el sargento jefe Fábregas y los sargentos Martín y Constantino Pujol ya se encontraban en pie junto al adjudant-chef Miguel Campos. Aquello te extrañó:
—¿Qué ocurre, mi sargento jefe? —preguntaste a Fábregas.
—Si te das prisas, también admitimos algún cabo primero entre nosotros.
Te uniste a ellos sin saber dónde iban. Te daba igual, con ellos hubieses sido capaz de meterte en el infierno, propinarle una paliza a Satán, rescatar a todos los que tuviese esclavizados en sus calderas y regresar a vuestras fogatas nocturnas a entonar A las barricadas.
Al salir del barracón, visteis al comandante Joseph Puzt, al que habían ascendido a teniente coronel, que os esperaba al volante de un Bedford. Ascendisteis todos a la caja del camión. Te extrañó la gran cantidad de paquetes. Destapaste uno y pudiste comprobar que contenían uniformes norteamericanos con la Cruz de Lorena cosida en el hombro. De repente el vehículo arrancó y, por la dirección que tomaba, os dirigíais hacia las posiciones del II Ejército norteamericano.
Contabilizaste dieciséis mandos y diez soldados en aquel camión. Tal vez la mayoría conocía vuestra misión, pero tú eras el último incorporado y no te atreviste a abrir la boca, esperando que alguien te lo explicara.
—Conviene que el general Patton vea diferentes graduaciones —oíste que Puzt le decía a Campos, al deteneros ante el cuartel general norteamericano.
El adjudant-chef llamó a Fábregas con una seña. Al resto, os dijo:
—Bajen y esperen órdenes.
El teniente coronel, acompañado de Campos y Fábregas, se dirigió hacia la puerta del Alto Mando. El sargento volteó su cabeza y te gritó:
—Bête, únete a nosotros.
Un soldado con subfusil en bandolera custodiaba la puerta. Se cuadró ante el teniente coronel y un sargento mayor yanqui, con el pecho lleno de medallas, os recibió.
—Usted hace de traductor —ordenó Puzt a Fábregas.
El suboficial norteamericano os guio por un largo pasillo hasta una puerta acristalada en la que se leía: «George Smith Patton». Os indicó que esperarais y él se introdujo en el despacho. Al minuto, regresó e indicó algo para ti ininteligible.
—Dice que podemos pasar —tradujo Fábregas.
Entrasteis con el teniente coronel en cabeza y os colocasteis en posición de firmes mientras Puzt saludaba al general. Este se puso de pie con un puro en la mano. Era tan alto como Puzt, pero te llamaron más la atención las cachas de nácar de su revólver. Patton se sentó sobre su mesa de despacho frente a vosotros, encendió el habano y dijo algo que fue traducido de inmediato por Fábregas:
—Pregunta cuántos camiones necesitamos.
—Dígale que veintiséis —respondió Puzt—, uno para cada uno.
Dicho esto, el teniente coronel se acercó a la ventana y señaló a los españoles que esperaban delante del Bedford. Patton asintió, y le ordenó algo al sargento mayor. A continuación añadió unas palabras.
—Ha preguntado cuánto tiempo tardaremos en reclutar esos mil españoles —dijo Fábregas.
«¿Qué está pasando aquí?», te preguntaste. «Nosotros pertenecemos a la Francia Libre, no a las fuerzas yanquis».
—Dígale que en una semana los tiene aquí listos para la instrucción básica.
Patton asintió y os tendió la mano. Quedaste perplejo, pero te limitaste a seguirles por el pasillo tras el sargento mayor.
Al llegar de nuevo a la explanada, el suboficial yanqui gritó diversas órdenes, y varios camiones Chevrolet fueron colocándose en fila. A continuación le tendió una carpeta a Puzt, que firmó una de las hojas. Debía de ser una especie de albarán.
—Usted diríjase a Orán —ordenó el teniente coronel a Campos—. Yo haré lo mismo en Argel.
Te quedaste junto a Fábregas esperando órdenes como un perro lazarillo. Seguías sin entender qué estaba ocurriendo. Puzt distribuyó doce mandos españoles entre los primeros Chevrolet. En cuanto les dio las instrucciones, salieron en caravana de las posiciones del II Ejército norteamericano.
En tanto al resto de camiones que iban llegando, Campos asignaba a uno de los vuestros de conductor y le ordenaba que aguardase a completar el convoy.
Cuando quedaron junto a ti, preguntaste a los sargentos Fábregas y Constantino Pujol:
—¿Se puede saber qué cojones ocurre?
Como siempre, Fábregas te explicó la cuestión sin sacarse el Gitanes de la boca:
—Pues que nos vamos a Argelia a reclutar españoles enrolados en la Legión de Giraud. Si esperamos que lleguen, a lo mejor no lo hacen hasta Navidad.
—Pero me ha parecido entender que, después de reclutarlos, se unirán a los yanquis en vez de a la 2.ª División.
Las miradas de complicidad entre los sargentos te sacaron de quicio y más su irónica sonrisa.
—Eso es lo que le hicimos creer a Patton para que nos dejase los vehículos —dijo Fábregas.
—¡En marcha! —gritó el adjudant-chef.
—Pero… —balbuceaste, mientras corrías hacia tu Chevrolet—. ¿Qué pasará cuando el general Patton se dé cuenta del engaño?
—Que ordenará fusilarnos.