1: Koufra

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KOUFRA

KOUFRA NO ERA MÁS que uno de los siete distritos administrativos en los que se dividía la región sur de Libia, el Fezzan: una tercera parte de la extensión de la nación, con sólo sesenta mil habitantes. Ante esta descripción, nadie apostaría demasiado por su incidencia en una guerra mundial en la que se disputaban canales, estrechos, océanos, rutas comerciales y ciudades de millones de habitantes.

Pero Koufra y su oasis tenían enorme importancia estratégica, y Leclerc lo sabía. Lo principal era su aeródromo, El Buma, y la posición defensiva del fascismo, el fuerte de El Taj. Al valor estratégico se sumaba el símbolo: los italianos habían necesitado tres mil soldados, una sección de blindados, otra de artillería y doscientos aviones de combate, la totalidad de la Columna Miaña, para arrebatárselo a sus primigenios moradores, los indígenas senussis. Y como Leclerc siempre defendió que la suerte no sonríe a los indecisos, se lanzaba al ataque con una unidad de apenas mil hombres. Pero no se trataba de una unidad cualquiera, era el Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad. Una fuerza estructurada a imagen de los Long Rangers Patrol ingleses, como un conjunto de Compañías de Descubierta y Combate. Sólo una quinta parte eran europeos; el resto, senegaleses o cameruneses que conocían bien el desierto. Se movían lentos, pero seguros en un mundo en el que nunca hubo pistas, ni agua, sólo arena y montañas. Se orientaban por las estrellas y la brújula.

A veces les cegaban las tormentas, pero no detenían su marcha sobre una inmensidad de arena de colores cambiantes y grandes dunas. Las antiguas rutas de caravanas de ébano, marfil, oro y piedras preciosas, vieron pasar a una tropa harapienta, multirracial, unida por la esperanza de terminar con el fascismo.

La medida de la crudeza de aquella travesía, propia de titanes, la dio el hecho de que el Bienheim, único avión de combate de Leclerc, se perdió en una de esas tormentas y no sería encontrado hasta dieciocho años después.

Ni el capitán Clayton, que había unido sus veintiséis vehículos y setenta y seis tripulantes de los Longs Rangers Desert, creía en el éxito de aquella misión.

—Los hombres han adelgazado seis kilos, mi coronel. Cuando divisemos Koufra, no serán ni huesos.

—No se preocupe, Clayton —le respondió Leclerc, sujetando su quepis para protegerlo del viento—. Los huesos de la Francia Libre pelean con más rabia.

Barrancos pronunciados, desfiladeros, valles de ríos secos y grandes ergs o mares de dunas contemplaron el paso de las Compañías de Descubierta y Combate. La tierra de los tuaregs, de los tubus, de los reguebat, de los bereberes era de nuevo invadida por seres desharrapados y barbudos que portaban la Cruz de Lorena como grímpola entre el siroco.

Dicen que esa arena soportó el día más caluroso del planeta, un año perdido en el recuerdo de los hombres. Por eso durante la noche, cuando les guiaba la Polar y las temperaturas cercanas a los cincuenta grados no los freían, avanzaban sin pausa.

Ya no había estaciones de agua defendidas por fuerzas militares enemigas. No eran necesarias si lo que se busca es la muerte. La falta de los ocho o diez litros diarios que necesitaba cada soldado los mataría antes que las balas.

Pistas sólo aptas para camellos, montañas infranqueables, arenales, el oeste recortado por los Montes Tibesti con sus tierras volcánicas de color ocre y negro, aquel mundo lunar de rocas desnudas, donde el viento y los astros dibujaban sugerentes filigranas, se presentaban ante ellos, pero no divisaron ningún addax ni oryx blanco de los que antaño patearon esas tierras.

El penúltimo día de febrero, El Taj se presentó ante los soldados de Leclerc: alambres de púas, trincheras, campos minados, ametralladoras ligeras y defensas antiaéreas bajo el mando del coronel Leo les iban a dar la bienvenida.

—Teniente Dronne, ordene que el cañón de 75 milímetros se coloque aquí, a dos kilómetros sin arrimarse al fuerte, y que dispare a una cadencia de veinte detonaciones por…

Un grito del capitán Clayton interrumpió a Leclerc:

—Mi coronel, un contingente militar de seis camiones se acerca a nosotros por el este.

Leclerc dirigió sus prismáticos hacia el punto indicado. Incrédulo ante lo que contemplaba, mantuvo la posición y exclamó:

—Mon Dieu!

—¿Problemas, mi coronel? —preguntó Dronne.

—Al contrario, teniente. Acaban de llegar las soluciones.

ATRÁS QUEDARON LAS NOCHES mirando a la derecha para no perder la Polar, el cruce entre los erg de Ubari y Murzuq vigilados por los míticos montes Akakus, las dunas gigantes que impedían el paso de los Bedford, las plantaciones pedregosas de la Hamada, la escolta solidaria de algún tuareg, el viento y la arena que destrozan motores, los valles de ríos y lagos secos, los poderosos desmoches; los esqueletos desecados de camellos, osamentas que jalonaban los lugares de agonía; la sed y el hambre, el sudor y la sangre…

Empleasteis la noche entera en atravesar la línea divisoria entre los montes Tibesti y el erg de Rabianah. Vuestros cuerpos estaban cansados, pero vuestra determinación era capaz, con un solo quite, de poner boca abajo al III Reich. Se acercaba el amanecer de aquel día inolvidable.

Divisasteis palmerales y miles de datileras que indicaban un oasis, y soldados con el uniforme colonial señalaban que aquello eran las inmediaciones de Koufra. Por fin ibas a conocer a ese coronel Leclerc, del que tanto hablaban Campos y Fábregas.

Vuestro convoy se detuvo a unos dos kilómetros de la primera palmera. Y llegó el grito del adjudant-chef:

—Bajen de los camiones.

Descendiste del Bedford con ayuda de Fábregas y Gitano. Colgaste el Mosin al hombro y, apoyando el extremo de la muleta con precaución, te dirigiste hacia donde estaban Campos y un soldado bajito y delgado con bigote. Te costó mucho llegar. A cada paso, Luis debía jalar de la muleta para desenterrarla de la arena.

Unos metros después comprobaste que aquel soldado junto al adjudant-chef llevaba cinco galones blancos: era un coronel. No. Era Leclerc. Y tenía sus ojos clavados en ti.

—Cabo —te dijo—, vaya hasta aquella tienda y se queda allí tumbado hasta que termine el asalto a El Taj.

—Mi coronel, yo quiero combatir. Para eso me enrolé en la Francia Libre.

No lo supiste entonces, pero en ese instante Leclerc seguramente sintió en su interior lo mismo que De Gaulle cuando el capitán Philippe de Hauteclocque se presentó ante él, seis meses atrás, reclamando su puesto de combate.

El coronel alzó el mentón en un gesto rápido hacia tu rifle, y preguntó:

—¿Cuál es su récord?

—Blanco en movimiento a ochocientos metros.

—¿Y estático?

—Lo desconozco, mi coronel.

—¿Acertaría a un kilómetro?

—No he probado nunca.

—Pues lo va a hacer usted.

Después, con un grito, llamó al teniente Dronne, que, sujetando su quepis, se acercó presuroso.

—Mi coro…

Leclerc no le dejó terminar.

—Dronne, coloque en un jeep al cabo y le busca un asentamiento a algo menos de un kilómetro…

—Con el sol a la espalda —añadí.

—Españoles —barruntó el teniente.

—El cabo tiene razón: el sol, a su espalda —terció Leclerc.

—¿Qué he de hacer, mi coronel?

—Dejar ciego el fuerte.

Leclerc, a continuación, se reunió con sus capitanes. Órdenes cortas y claras debieron de ser, pues no hubo réplica ni demora en ponerse en movimiento.

Un jeep, conducido por un senegalés, se colocó a tu altura. El conductor te hizo una seña de que subieses al asiento de atrás. Gitano te acompañó arrastrando el trípode. Al minuto, se os unió Leclerc al lado del copiloto.

Llegasteis a la cresta de una duna; los rayos del sol amenazaban al desierto con asomar. Leclerc movió la cabeza, indicándote que habíais llegado a la posición. A partir de ahí, disparar era tarea tuya.

—Mate a todos los centinelas de las torres. Hay que dejarlos ciegos —te ordenó.

Te tumbaste con el Mosin apuntando a las torres, Gitano a tu lado ajustaba el trípode y, desde sus prismáticos de diez aumentos, visualizaba el objetivo.

—Centinelas en las dos. Están cansados o medio dormidos, y apoyan su espalda en una columna —dijo Gitano.

—Necesito luz. No puedo confundir al soldado con nada —te lamentaste.

Dos. Localizados. Una ráfaga de viento removió la arena.

—¡Mierda! —gritaste—. Necesito las gafas del desierto. La arena me puede cegar.

—Tome la mías, cabo —dijo Leclerc desde el jeep.

El senegalés te las acercó. Pero también precisabas un rayo de sol que iluminase a tu espalda, y eso ya no lo podía solucionar Leclerc.

—Objetivos a ochocientos noventa metros. Distancia entre ellos: grado y medio —sentenció Gitano.

Ajustaste el trípode y la regleta.

«Más de ochocientos metros», pensabas. Nunca lo habías hecho, pero se encontraban inmóviles y eso era una ventaja. Tenías que desterrar cualquier idea de fracaso. Leclerc te observaba. «Olvida todo. Sólo consistencia y precisión», retumbaban las palabras de Granell en tu cabeza.

Tu respiración.

Tus latidos.

Blancos en el punto de mira.

Fuera aire…

Toc, toc, toc, toc, rayo de sol a tu espalda, toc; esos son troncos; aquellos, hombres; toc, disparaste, toc, giraste el fusil, toc, disparaste, toc…

Mon Dieu! —exclamó Leclerc desde el jeep.

Cuando te volviste, notaste que no apartaba los prismáticos de sus ojos mientras seguía hablando:

—¿Quién le enseñó a disparar así?

—El teniente Amado Granell.

—¿Otro exiliado?

—Sí, mi coronel. Era mayor del Batallón Hierro en España.

—Amado Granell —repitió—. He de decirle a Campos que, en la próxima incursión a Argelia, le invite a unirse a nosotros. Tengo la impresión de que nos será de gran ayuda.

El cañón del 75, situado a dos kilómetros del fuerte, efectuó un disparo.

Directo al centro de la fortificación.

—Su misión es no dejar asomarse a nadie en las torretas —ordenó el coronel antes de desaparecer de vuestro campo de visión.

La batalla de Koufra había comenzado.

El aeródromo de El Buma fue ocupado, casi sin resistencia, por los hombres de las Compañías de Descubierta y Combate. Leclerc ordenó al capitán Clayton que los vehículos de su compañía rodeasen el fuerte a una distancia segura de las ametralladoras ligeras. El cañón del 75 escupía muerte cada cincuenta minutos desde posiciones distintas, y siempre impactaba en el interior del fuerte.

Tú rodabas por la arena, en la cresta de la duna, cambiando la posición para no ser localizado y para tener a la luz del sol siempre de aliada. Gitano extendió sobre vosotros la malla, que os permitía mimetizaros con el desierto. Había que dejar ciego el fuerte, había ordenado Leclerc, y eso es lo que hacías. Cada centinela que ascendía a alguna de las torretas caía sin remisión y sin poder informar de lo que les amenazaba desde el exterior.

Según avanzó el día, el plan de ataque se presentó claro para todos vosotros: disparos regulares del cañón desde diferentes posiciones evitando que desde el interior identificasen la fuerza atacante. El objetivo: que los italianos creyeran que quien realizaba el asedio era un Cuerpo de Ejército.

El jeep de mando, con el senegalés al volante, os acercó la única comida del día: arroz hervido, siete dátiles, una remolacha forrajera y dos cantimploras con agua.

Surgió la noche y el bramido del 75 siguió con su regular sinfonía. Pero el plan de ataque había sufrido una variación: tú apagabas a balazos cualquier foco que se encendiese desde el interior; los vehículos de Clayton, que cercaban el fuerte, encendían sus luces y las apagaban de inmediato, así hasta el amanecer; y los zapadores cameruneses desactivaban minas, abriendo una ruta segura para el asalto final.

Llegó el 1 de marzo, tercer día de asedio. Todo se repitió con la regularidad de la naturaleza: los disparos del cañón, los tuyos a cualquier nuevo vigía, y a esperar la próxima noche, en la que los zapadores habían asegurado que abrirían una ruta para el asalto.

A las nueve de la tarde, una bandera blanca asomó desde el interior de El Taj. El coronel Leo y su batallón de infantería colonial, los askaris, se rendían. Era un hecho que el grueso del ejército italiano, situado en el norte de Libia, no les enviaría refuerzos a tiempo.

Leclerc sonrió.

Desde tu posición contemplaste a Fábregas y al adjudant-chef unirse a los soldados que cargaban contra las alambradas y los posibles campos de minas. Daban miedo al miedo, despreciando su propia integridad, ofreciendo su cuerpo en la pira del sacrificio.

—Cabo —la voz de Leclerc detrás de ti—, suba al jeep.

Colocaste el Mosin al hombro y, ayudado por Gitano y el senegalés, te encaramaste al vehículo de mando. El jeep arrancó.

ANTES DE ENTRAR EN EL FUERTE, que ya habían tomado las fuerzas de la Francia Libre, Leclerc te anunció:

—Queda usted ascendido a cabo primero. Quiero que a partir de este momento prepare una escuadra de tiradores de élite.

Gitano cerró los puños, luego te abrazó, y le oíste suspirar:

—Llegarás a coronel.

Un galón amarillo se iba a añadir a los dos rojos. Además, mandarías una escuadra de francotiradores. Creíste que no podías recibir más alegría aquella tarde, pero hubo algo que lo superó.

De los quinientos ochenta hombres al mando del coronel Leo, sólo se pudieron hacer trescientos treinta y dos prisioneros. El resto había muerto por los impactos del cañón del 75 o las balas de tu Mosin. El armamento italiano pasó a vuestras manos —cientos de fusiles, decenas de ametralladoras y catorce vehículos— y el fuerte que controlaba todo el sur de Cirenaica y amenazaba Sudán se convirtió en vuestro hogar.

Lo que más te sorprendió fue el contraste con los italianos, que iban engominados, perfumados y elegantemente vestidos y equipados.

—La vieja ley de todos los tiempos —sentenció Fábregas, ante el desfile de los fascistas—: El triunfo del dolor sobre la vida fácil.

La noche se cerró sobre vosotros y Leclerc ordenó al teniente Dronne que reuniese a las compañías.

—Tuguta —gritó Dronne—, toque a formar.

Tú también te incorporaste a la formación, detrás de Fábregas y Campos, aunque con muletas. Se izó la bandera con la Cruz de Lorena. Sonó La Marsellesa. Y sin que nadie diera el permiso, a Turuta se le escapó el Himno de Riego.

Leclerc sonrió y, desde lo alto de unas escaleras que daban acceso a la puerta principal del puesto de mando, lanzó unas palabras de enhorabuena y agradecimiento a todos en nombre de la Francia Libre. Y terminó con aquel juramento:

—No nos detendremos hasta que la bandera de la Francia Libre flote también sobre París, Metz y Estrasburgo.

Estrasburgo, había dicho, y tu mente tradujo: «Törni».

Si aquel era el juramento de Leclerc en Koufra, para ti estaba todo muy claro: no te separarías de él hasta obligarle a cumplirlo.