1: «Kanguro»

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«KANGURO»

SIETE DÍAS DESPUÉS, el 15 de septiembre, aún sin haberte recuperado del todo, saliste en un camión acompañando a soldados franceses que se incorporaban voluntarios al frente. Veinte días en el Saint-Louis habían alcanzado para que mal sanasen tus cicatrices físicas. Las otras se incrementaron hasta rozar la obsesión.

Ni la presencia diaria de Sophie ni la llegada de tu madre desde Orán consiguieron aplacar tu tozudez por alcanzar Estrasburgo. Sophie y tú os habíamos enamorado, pero eras tú el que se negaba a cualquier tipo de compromiso. ¿Qué futuro podrías soñar y compartir con ella? Ninguno. Tal vez una caja de pino con franqueo a la eternidad. Vuestra relación no pasó de algunos besos y unas pocas caricias detrás de los árboles, tumbados en la hierba del gran jardín y evitando las miradas del resto del hospital.

—Si regreso vivo y aún me quieres, nos comprometemos —le propusiste al despediros.

No respondió. Se limitó a abrazarte con fuerza y a suspirar.

Tu madre había llegado dos noches antes de tu partida, viajando de polizón en un mercante. Aunque ella y Sophie hicieron buena amistad, los ojos de tu madre te indicaban que cualquier decisión se subordinaba a cumplir tu promesa. Luego estaba Ana, que el día de su llegada se quedó interrogándote sobre todo lo referente a Fran.

—Si ha sobrevivido —le dijiste cabizbajo—, seguro que ha desembarcado con el I Ejército Francés en Provenza.

La familia de Sophie se esforzó por que tu madre no se sintiese aislada en medio de la ciudad. Incluso le encontraron un trabajo de asistenta en la casa de un alto directivo de la Michelín, en el 5.º distrito. Al parecer, atender a seis niños y la vivienda se convertiría en su labor diaria. A cambio recibiría la comida, una habitación y algún franco de vez en cuando. Prefería París a Orán; sus dos hijos se encontraban en Francia, y eso era suficiente para ella. Para Ana encontraron trabajo en la fábrica de neumáticos. En tu caso, tener a las tres tan cerca te hubiese facilitado la excusa perfecta para prolongar la convalecencia unas cuantas semanas, pero era impensable. Si Leclerc iba a cumplir el juramento de Koufra, tú también cumplirías el tuyo.

Desde las cajas del convoy de Bedford que os transportaba al frente, veíais desfilar los pueblos —Tourman, Nangis, Sens, Troyes…— así como los efectos de una semana de batalla: amplios pastizales quemados y cubiertos de cadáveres de vacas, pollinos y bueyes; el humo negruzco que no se extinguía en las cimas de los montículos; ovejas desorientadas ante majadas derruidas; esqueletos ardiendo de Panzer, Sherman, Half-Track y jeeps ardiendo en las orillas de los senderos; cráteres humeantes por todos lados; hombres, mujeres y niños removiendo escombros y vigas de casas bombardeadas; peces inmóviles flotando en las aguas tranquilas del Mosa… y cascos sobre cruces jalonando el camino.

El color ocre del otoño comparecía, pero entreverado con el negro de la pólvora y la sangre viscosa. Aquella estampa enmudecía a los jóvenes soldados franceses que viajaban contigo. Casi todos rondaban tu edad, pero ninguno conocía la sarracina en las trincheras. Sus ojos delataban la incertidumbre ante el mañana. Mejor dicho, ante el minuto siguiente. Y su silencio revelaba el miedo y el espanto.

Resulta curioso observar el cambio que la muerte oficia sobre el tiempo. En África, el calendario había llevado un paso parsimonioso, el lapso entre batallas era de meses y erais parte de una tierra que podía reclamar vuestros cuerpos para seguir alimentando las almas de los nómadas. En Occidente, de choque en choque contra los nazis, las agujas del reloj giraban sin brida. Sólo había transcurrido un mes desde que habíais desembarcado en Normandía y ninguna noche se presentó idéntica a la anterior. También vuestra posición ante la muerte se había transformado: ahora la desafiabais.

Tu ensimismamiento se trastocó al atravesar un puente sobre las aguas del Mosa. La culpa no sólo la tuvieron los casi trescientos kilómetros recorridos desde París, un avance infernal de la II División en tan solo quince días, sino el Half-Track que cruzaba las aguas poco profundas del río en sentido contrario al vuestro. El nombre en su frontal también te extrañó: «Kanguro». Era un M-3, idéntico al «Guadalajara», pero su carga no consistía en un pelotón de soldados. Aparentemente, llevaba sólo seis ocupantes y abría el camino a tres ambulancias: se trataba de la escolta a un convoy de heridos evacuados hacia los hospitales. El nombre en el frontal de los Dodge WC-45 te llamó la atención: «Bagatelle», «La Baraka» y «Le Vesinet». Sonreíste. Eran vehículos de la compañía Rochambeau, vuestras enfermeras soldados, las rochambelles, creada a imitación de las spearettes de la Legión Extranjera.

Sin embargo, sospechaste que allí había algo más. El semioruga era mandado por aquel hombre que se había acercado en el Hôtel de Ville a hablar con los muchachos sobre la inminente «Operación Reconquista». Blesa, se llamaba. Además, el blindado portaba los distintivos de vuestro regimiento. Lo más lógico, siendo españoles, era que los hubiesen enrolado con La Nueve. Si era así, no deberían encontrarse en la retaguardia. Vosotros erais la punta de lanza de la División.

—¿De qué compañía sois? —gritaste en español al cruzarte con ellos.

—Del Cuerpo Franco del Canario —respondió uno.

Tu sorpresa fue tal que no pudiste preguntarle más. ¿Habían entregado una compañía de combate al mando de Campos? ¿Había aceptado él? Desechaste de inmediato esas preguntas, pues al otro lado del río os encontraríais con la II División y allí podrías saciar tu curiosidad.

Llegasteis a los arrabales de Châtel-sur-Mosella al atardecer. Los preparativos para el ataque se mascaban en el aire: las idas de los oficiales, las órdenes en voz alta y hasta con gritos, el movimiento de los vehículos, las armas en bandolera, las carreras buscando la unidad…

—A mi izquierda, los recién incorporados; los veteranos que regresan de los hospitales formen a la derecha —gritó en la trasera de vuestro Bedford un capitán francés.

Cuando todos os encontrabais en formación, a los reclutas se los llevó un teniente. Sospechaste que les asignarían un destino. A los convalecientes os condujeron hasta el médico del campamento.

—Última revisión antes del matadero —murmuró alguien, al que no conocías, a tu lado en la fila.

Llegó tu turno. El doctor palpó la herida. Torció la boca, y sus palabras no pudieron ser más desalentadoras:

—Esto está aún muy tierno —dijo, para añadir dirigiéndose al teniente encargado de los destinos—: Unos días en la compañía de suministros.

Aquel galeno opinó que, si te enrolaban en primera línea de fuego, la herida se abriría, sumándose el peligro de infección, lo que te conduciría de nuevo al hospital o, lo peor, a la muerte. Aunque en un primer momento aceptaste de mala gana el destino, jamás te arrepentiste de tus días en la CHR.

LOS MUCHACHOS DE LA NUEVE, inmersos en una feroz cruzada contra la Wehrmacht en Châtel-sur-Mosella, abrían una cabeza de puente sobre el Mosela. Desde la retaguardia, al sur de la otra orilla del río, se oía el estallido de obuses, el bramido de los blindados y el granizar de granadas y balas. Veíais el humo negruzco ascendiendo sobre las coníferas y cubriendo el cielo de sombras; incluso olíais la gasolina y el aceite quemándose y la brisa portando partículas de pólvora. Sentías hervir la sangre por no encontrarte en plena batalla, aunque tu mente danzase de la imagen Sophie a la de Rudolf Törni, de la Bella a la Bestia, de la dulzura a la muerte, de la alegría a las tinieblas.

En la compañía de suministros el trabajo era relajado: contabilizar enseres; almacenar y repartir las municiones; procurar los alimentos, el agua y el combustible. Te consolaba entender que si la CHR no funcionaba convenientemente, nunca conseguiríais la victoria. Esa fue la razón de la derrota de Rommel: los suministros no le llegaron ni a tiempo ni en cantidad suficiente.

Al mando se encontraba el teniente Bamba, un madrileño tan culto como Fábregas, que lucía un cuidado bigote que ensalzaba su elegante porte. Dronne le había retirado el mando de tropa en La Nueve por haberse enfrentado a él, cuando el capitán sospechó de vosotros a raíz de aquella violación en Normandía.

—No me molestó que me trasladara a la compañía de suministros —os decía cuando le preguntabais—. Lo que me dolió es que desconfiase de inmediato de alguno de nosotros.

Allí también habían destinado hasta que cicatrizasen sus heridas al cabo Aguirregoicoa, un vasco amigo de Larita II. Era de modales rudos, pero parecía competir con el teniente en el cuidado de la uniformidad.

—¡Gudaris de mierda! —repetía a todas horas, viniese o no a cuento—. ¡Cómo traicionaron a su pueblo con el Pacto de Santoña!

Habían transcurrido siete años desde la claudicación clandestina de los nacionalistas vascos ante las fuerzas del Corpe Truppe Volontaire italiano, pero aún sentía fresca la herida, como una felonía a su estirpe.

Al amanecer del segundo día, un sargento al que apodaban Cariño por ser natural de ese pueblo coruñés, te hablaba con morriña de su tierra y del Cantábrico:

—Cuando derrotemos al fascismo en Europa, te llevaré a mi pueblo y te enseñaré a recoger percebes. Conozco un sitio en el que te faltan manos para…

No pudo continuar. El «Kanguro» irrumpió en el horizonte seguido por las ambulancias.

—¿A qué sección está asignado ese Half-Track, mi teniente? —preguntaste intrigado.

—A una que acaba de crearse —manifestó Bamba, elusivo.

El semioruga estacionó en vuestras posiciones y no se incorporó a la batalla más allá del río Mosella. Te fijaste mejor en ellos. Además de Blesa y los otros tres que se acercaron a saludaros en el Hôtel de Ville, había otros dos: uno ejercía de conductor y el otro, de tirador de la ametralladora. Y los seis hablaban español.

—¿Dónde le dejo el paquete, mi teniente? —preguntó Blesa.

—Ahí mismo —indicó Bamba, acompañando sus palabras con un gesto del mentón.

El contenido de aquella bolsa de papel te intrigó. Cuando creíste que nadie te miraba, te acercaste y la abriste. Quedaste estupefacto. ¡Eran divisas de oficiales y jefes de la Wehrmacht y de la Waffen-SS!

No tuviste que esperar mucho para que el enigma se desvelase. Aquel atardecer, más de cien soldados alemanes caminaban con los brazos en alto y sus manos apoyadas en la cabeza, escoltados por el «Túnez 43», el «Brunete», el «Santander» y varios soldados de La Nueve a pie con los Sten en bandolera. Reconociste a Gitano, y saliste corriendo a su encuentro.

—Esto ha cambiado mucho desde París —respondió ante tus preguntas, pero no continuó hablando, ya que, desde el blindado, Campos le ordenó con un gesto que acelerase el paso de los prisioneros.

Schnell! Schnell! —gritó Juanito a los alemanes.

Al llegar a la altura del teniente Bamba se les ordenó detenerse. Con un cuaderno de contabilidad en sus manos y gesto altivo, el teniente anotaba algo en su bloc mientras murmuraba:

—Cuatro tenientes, seis sargentos… Nos van a dar poco. ¡Mierda! —exclamó. Después se giró hacia Cariño y le ordenó—: Sargento, tres divisas de coronel.

El gallego abrió la bolsa y extrajo las insignias solicitadas por Bamba y se las acercó en una carrera.

—Este, ese y aquel —indicó el teniente, señalando a tres soldados de pelo canoso y aspecto más avejentado que el resto.

—Os vamos a ascender a coroneles. ¡Mi enhorabuena! —dijo el percebeiro con una sonrisa, mientras les colocaba los distintivos en las solapas y los hombros.

—¡Ahora ya salen las cuentas! —exclamó Bamba.

Presenciaste atónito aquel cambalache. Al cabo de media hora aparecieron tres jeeps de los norteamericanos con un camión cargado de soldados. Un capitán yanqui seguido de dos tenientes se acercó a Bamba. Fábregas saltó del «Santander» y se incorporó al grupo.

A continuación los soldados norteamericanos comenzaron a bajar del camión subfusiles, cajas de municiones, granadas, bazucas y… tres ametralladoras MG-44 recién salidas de fábrica. Los muchachos del «Kanguro» acudieron en su ayuda para cargar el armamento en la trasera del Half-Track. Luego, los yanquis se llevaron a los prisioneros.

No era necesario que te explicasen lo que ocurría: habían aceptado el mercadeo letal propuesto por los yanquis en Écouché. Vosotros no queríais prisioneros, como en el desierto, para avanzar más deprisa. Allí los desarmabais y abandonabais a su suerte en los grandes arenales. En Francia, en cambio, eran un tesoro para los norteamericanos; significaban medallas y permisos largos a Oklahoma, a Texas, a… Así que se canjeaban por armamento y, por lo apreciado, una ametralladora nueva equivalía a un coronel. «¿Cuál será el precio por un Generaloberst?», pensaste en aquel momento. Pero un doble interrogante sustituyó al primero: ¿Qué hacían con ese armamento? ¿Por qué se cargaba en el «Kanguro»?

EN LOS DÍAS SIGUIENTES prosiguió el enfrentamiento con la Wehrmacht a varios kilómetros del Mosela. Sus aguas, junto a los helechos de la ribera, marcaban los límites de la contienda. Pero las suaves colinas, cubiertas de retamas y jaras sin flores, ardían sin remisión extendiendo el fuego y el humo por donde ordenasen los caprichos del viento, provocando la estampida de las comadrejas y hasta de un jabalí que abatisteis a tiros.

En la retaguardia, el sargento Cariño te enseñaba a pillar gobio, tenca o barbo con las manos. Más de una cena se convirtió en un manjar exquisito con cuatro patatas cocidas que acompañaron a los peces. La verdad es que aprovechabais cualquier oportunidad para evitar las latas de frijoles.

Los muchachos del «Kanguro» se adentraban en las zonas batidas y conquistadas a recoger fusiles, granadas y municiones de los alemanes. Las llevaban en sus brazos o al hombro, atravesando el río, hasta el Half-Track, y esperaban a que les avisasen para dirigirse a otra posición. Nunca combatían; su misión era recoger el armamento y, cuando el vehículo estuviese repleto, acercarlo hasta las afueras de París lo más rápidamente posible. Allí se distribuían en varios coches que, siguiendo itinerarios distintos para no ser interceptados, arribarían a las faldas de los Pirineos, donde entregarían la carga a alguna partida del Maquis.

Al atardecer de tu tercer día en la compañía de suministros, sentado sobre una piedra a orillas del Mosela y fumando un cigarro junto al teniente Bamba, esperabas la llegada de los norteamericanos y de vuestros muchachos con más prisioneros. Entonces Bamba se sinceró contigo sobre lo ocurrido en el bosque de Boulogne durante los días de descanso de la II División.

—Se produjo un gran debate en nuestras filas —dijo el teniente, después de dar una calada—. Muchos querían desertar y dirigirse al sur de Francia para unirse al Maquis y penetrar en España…

—¿Turuta desertó?

—Fue uno de los que no acató la decisión adoptada por la mayoría ante la propuesta de Campos.

—¿Formar un Cuerpo Franco?

—No. Defendió que éramos más útiles aquí porque la debilidad del Maquis eran las armas y nosotros nos encontrábamos en mejor posición para proporcionárselas.

—Eso se lo escuché a Blesa en París.

—Además, la idea originaria es ocupar y defender un territorio pequeño en el que se instalase el gobierno provisional de la República e ir avanzando. Entonces, Campos argumentó que esa brecha la podía abrir el Maquis y que, en cuanto liberásemos Francia, nos uniríamos a ellos.

—¿Quién está metido en esto?

—Todos los españoles ayudamos, pero la voz cantante la llevan Campos, Fábregas, Reiter y Bullosa —aseguró, y dio otra calada a la colilla para continuar—: También hay oficiales franceses que nos ayudan: los que estuvieron en las Brigadas Internacionales.

—¿Sabe algo el capitán?

—No lo creo, pero tampoco se lo pensamos decir.

—¿Y si nos descubre?

—Hay gente por encima de él que le obligará a guardar silencio —aseveró, y arrojó la colilla.

—Ah, el teniente coronel Puzt —dijiste pensativo, y diste una calada.

Negó con la cabeza, y añadió:

—Apunta más alto.

El cigarrillo se escurrió entre tus dedos. Estupefacto, exclamaste:

—¿Leclerc?

TE INCORPORASTE A LA AMETRALLADORA del «Santander» justo a tiempo para reemprender la entrada y conquista de Châtel-sur-Mosella. Avanzasteis secundados por un fuerte apoyo artillero que hacía retroceder a la Wehrmacht. Detrás de vosotros, como escoltándoos, los boinas negras del 501.º del Regimiento de Carros de Combate, el RCC.

Por la emisora de la radio escuchabais los mensajes entre los alemanes. El sargento jefe Reiter los traducía, permitiendo que os adelantarais a sus movimientos para preparar la emboscada en la aldea de Vaxoncourt.

En aquel pequeño pueblo los esperabais agazapados y ocultos a cualquier observador. Campos os había ordenado esconderos y camuflar los semiorugas, y el teniente Granell hizo lo mismo con el resto de la compañía en el ala derecha. Larita II, mientras tanto, cruzaba con sus hombres las aguas del Mosela, fusiles en alto y con el agua a la cintura, para reforzar vuestra estratagema.

Por sorpresa, después de que el batallón de la Wehrmacht se había adentrado en el pueblo y cuando ya se encontraba confiado, saltasteis sobre ellos con toda la potencia de vuestras armas. Los dos Panzer MK IV que los apoyaban saltaron por los aires; su tripulación no tuvo tiempo ni de abandonar los blindados. Llovían las granadas, las ráfagas de los subfusiles y el bramido de las bazucas. Hasta se produjeron combates cuerpo a cuerpo a bayoneta calada en las esquinas de las calles.

Una bandera blanca ondeó en un portal.

—¡Alto el fuego! —gritó Campos.

Los alemanes comenzaron a salir de sus refugios sin armas y con los brazos en alto. Juanito les ordenó que formasen en medio de la calle en columna de tres.

—Schnell! Schnell!

Noventa y un prisioneros contasteis, y una docena de Panzer MK IV que ardían en los enormes pastizales.

Desde la torreta de «Los Cosacos», el más sorprendido fue el teniente Granell. Al bordear una callejuela, se topó con doscientos soldados de la Wehrmacht en posición de firmes. Ellos y su coronel, al frente, se rendían sin ofrecer resistencia.

Vaxoncourt había sido tomado y el resto del territorio de Lorena os esperaba para ser conquistado. Pero en aquel momento ocurrió algo curioso, pero muy tenso. Mientras Reiter con sus hombres conducían a vuestros noventa y un prisioneros hasta las posiciones de la compañía de suministros para el intercambio, el teniente Granell, en cambio, emprendió con los suyos el camino hasta un área apartada de la II División.

—Granell —llamó Campos—, con tu coronel y los doscientos soldados armaríamos un batallón en los Pirineos.

El teniente giró su cabeza con calma hacia el adjudant-chef, y le espetó:

—No. Somos soldados de un ejército regular. Además, alguno de nosotros ha de respetar las normas de la guerra.

—¿Normas de la guerra? —exclamó Campos, y soltó una carcajada—. No me hagas reír. Las guerras no tienen reglas: se ganan o se pierden. Entrega a tus prisioneros.

—He dicho que no.

Los dos se miraron fijamente. Si con los ojos se puede hablar, despreciar, amenazar y hasta besar, aquellas miradas eran de desafío. La tensión se incrementó entre vosotros. Algunas armas se alzaron. No podías creer lo que contemplabas: estabais divididos y enfrentados. Aquello te dolía más que a nadie. Tú los querías a los dos, pese a sus diferencias: Granell era la fuerza de la razón; Campos, la razón de la fuerza. Granell creía que cumpliendo las reglas se ganaban las batallas; Campos, que la ausencia de reglas es lo que da la victoria.

De repente apareció Fábregas, que se colocó en medio de los otros dos.

—Esto es una locura —gritó—. ¿Es que no os dais cuenta? Tú —dijo, señalando a Campos—, ¿hasta dónde estás dispuesto a llevar la misión de armar al Maquis? ¿Hasta matar a tus hermanos? —Giró su rostro hacia Granell y expuso—: Y tú, ¿acaso te has olvidado de que los compatriotas están por encima de las normas?

Las armas alzadas bajaron sus cañones. Se hizo un breve silencio, antesala de algo grave, pensaste. Pero fue Granell el que lo rompió:

—Está bien, lleváoslos.

Ascendió a «Los Cosacos» y abandonó el pueblo seguido de los Half-Track de la 1.ª sección. Sentiste aquella retirada como una tregua que la razón ofrecía a la fuerza.

LOS COMBATES SE SUCEDIERON a los largo de la región de Lorena con el monte Hohneck como testigo en el horizonte. Si las poblaciones y comarcas de Nomexy, Mesnil-Filn y Thiébaumesnil iban cayendo en vuestras manos, también era cierto que los alemanes no las entregaron de forma gratuita. En aquellos momentos ya llevabais dos heridos leves y once graves. Entre estos se encontraba el souslieutenant Montoya, que repetía cama en el hospital como en Écouché; lo mismo hizo tu amigo Fermín Pujol, pero esta vez la metralla se encontraba muy cerca del corazón y no pudo ser operado; y el sargento jefe Martín Bernal, Larita II.

—Muchachos, por esta cornada no me cortan la coleta —bromeó mientras lo evacuaban.

En Nomexy incautasteis más de trescientos mil litros de combustible. Se trataba de uno de los mayores depósitos del III Reich, y para una división blindada se convirtió en un tesoro cuya custodia fue encargada a vuestro teniente Bamba. Pero vuestra felicidad se incrementó cuando os inscribieron en el 7.º Ejército norteamericano cuya misión era tomar Estrasburgo. Y os sobraba carburante para atravesar Alsacia entera.

De todo el material destrozado o requisado a los alemanes, lo más curioso era la fecha de fabricación de los Panzer. «Agosto-1944», se leía en la chapa remachada en el bastidor. Habían salido de fábrica el mes anterior. Estaba muy claro que se quedaban sin reservas y a vosotros cada vez se os unían más voluntarios y desembarcaban más fuerzas aliadas. Los días del III Reich estaban contados.

A finales de septiembre la guerra cambió durante casi dos meses. Cesó el avance constante, la guerra de movimientos, y se impuso la estrategia de la guerra de posiciones. Manteníais vuestro enclave, y con patrullas móviles batíais las zonas limítrofes. Se pretendía recuperar fuerzas y consolidar lo ya conquistado. Fue en esa época cuando llamaron a Nancy a varios de los vuestros para que los condecorara el mismo De Gaulle. Al capitán Dronne le impuso la Cruz de la Liberación; a Campos y Fermín Pujol, la Medalla Militar; y al sargento Cariño, la Cruz de Guerra con Palmas. Sentíais como vuestras esas medallas.

El día 30 de septiembre arribasteis a Rambervillers y comenzó una etapa de descanso provocada por un mes de octubre plagado de una intensa lluvia que no os daba tregua. Aquello impidió que siguierais avanzando al mismo ritmo, pues los caminos embarrados enterraban las cadenas de los blindados, a lo que se unía la reducción de la visibilidad. El I Ejército Francés, del general Lattre de Tassigny, ascendiendo sin pausas desde Provenza, contactó con vosotros bajo aquel aguacero. Eso significaba que, excepto por Lorena y Alsacia, Francia era territorio liberado. Y se preparaba el asalto a Estrasburgo.

Las divisiones marroquís de infantería y de montaña fueron las que acamparon más próximas a vosotros; después arribaron las argelinas y las divisiones blindadas. Casi doscientos mil soldados, y en todas las unidades encontrasteis españoles. El deseo del almirante Buiza de que, aunque cambiaras de unidad, siempre te juntaras con exiliados, se estaba cumpliendo. Pero faltaban por llegar los que más te importaban: la Legión Extranjera y Fran. Y por fin se presentaron integrados en la I División de Infantería de la Francia Libre.

Corriste hacia ellos buscando el banderín de la granada con las siete llamas, grímpola de la 13.ª Semibrigada. Era fácil distinguir a sus mil legionarios por el distintivo azul de la heroica defensa de Bir-Hakeim cosido al comienzo del hombro.

—¿Dónde puedo localizar al teniente Toro Ardura? —preguntaste en español y francés.

—Es capitán —respondió un soldado, y señaló una tienda de lona color pardo.

Irrumpiste en el sotechado sin solicitar permiso. Un soldado argelino te recibió con la gumía en la mano. Alzaste las manos, las abriste y balbuceaste:

—Preguntaba por el capitán Toro Ardura. Soy su hermano.

El argelino te repasó con la mirada. Al distinguir el emblema «2.ª DB» cosido en tu hombro, aventuró:

—Ah, usted es el de la foto. —Y enfundó el arma.

—¿Qué foto? —preguntaste extrañado.

—La de la liberación de París —dijo calmo—. Sabe, yo le conseguí a su hermano el periódico en el que le retrataron. Desde entonces no se ha separado de la hoja en la…

—¡Hermanito! —la voz de Fran llegó acompañada de su zarpa sobre tu hombro.

Te giraste, y los tres galones amarillos de capitán de infantería quedaron a la altura de tus ojos. Le abrazaste muy fuerte sin pronunciar palabra y permaneciste en esa posición hasta que tu hermano te apartó:

—¡Eh!, que no me voy a escapar.

Os quedasteis sentados dentro de la tienda repasando los meses que habíais estado separados desde la salida de la Legión rumbo a Sicilia. El soldado argelino intervenía de vez en cuando para mostrar la gran ayuda que prestaba a su jefe de compañía. Fran te habló de sus heridas en la toma del puerto de Marsella y del desfallecimiento del almirante Buiza. También te detalló cómo irrumpió con su compañía en el fuerte Montluc, liberando a los presos y buscando desesperado a Rudolf Törni, ya que los servicios secretos ingleses le habían asegurado que se encontraba allí con su jefe.

—Se habían replegado a Estrasburgo. La pista nos conduce de nuevo al campo de concentración de Natzweiler-Struthof —se lamentó Fran.

—No importa, lo encontraremos —aseguraste, extendiendo la mano al frente con el dorso hacia abajo.

Tu hermano colocó la suya encima, y prometió:

—No se escapará.

El soldado de la chechia y la gumía al cinto añadió su palma a las vuestras y sentenció:

—Mektoub.

Era la primera ver que oías aquella expresión fatalista del está escrito, pero no te molestó. Al contrario, en su boca sonaba como si ningún poder terrenal pudiese impediros alcanzar el objetivo. Pero todo quedó anulado en cuanto le informaste de que vuestra madre y Ana se encontraban en París.

—Tengo que conseguir un permiso —dijo, levantándose de la silla como por efecto de un resorte.

Por tu parte, solicitaste otro para acompañarle, pero tú no eras capitán y temías que te lo denegasen. Mientras esperabas la contestación del teniente coronel Puzt, al ser una época de relativa tranquilidad, a vuestras filas regresaron por las noches los corros alrededor de la hoguera, los cánticos y los acordes de la guitarra. Aquel sosiego te alejó de la furia de las batallas e hizo que se fortaleciesen el recuerdo del Obersturmführer y, algo nuevo, el rostro y las caricias de Sophie. Ahí fue cuando comenzó la ansiedad por ese permiso para escaparte a París.

—¿Te has dado cuenta, Bête? —te dijo Fábregas una de aquellas tranquilas noches—. De los ciento cincuenta y seis españoles de La Nueve que desembarcamos en Normandía, sólo quedamos noventa y tres.

En realidad, esa era la tónica en toda la División. De los tres mil quinientos republicanos españoles que veníais de África, entre heridos y muertos, ya habían sustituido a casi un millar por soldados franceses. Cada día que transcurría, el tinte internacional era sustituido por uno solo: el galo.

Al amanecer del dos de octubre, con la luna llena cubriendo aún el firmamento, visteis salir un nuevo convoy de ambulancias conducidas por vuestras rochambelles escoltadas por el «Kanguro» repleto de armas. Y un jeep en vanguardia. Era Fran con el soldado argelino rumbo a París. A ti no te habían contestado la solicitud, por lo que preferiste refugiarte en el deseo de que ellos y las armas llegasen a buen puerto. Ignorabas cuánto armamento habíais transportado durante el mes de septiembre, pero calculabas la posibilidad de haber abastecido a toda una división de infantería. Fuera como fuese, lo que teníais muy claro, si las noticias eran ciertas, era que aquel sería el último cargamento antes de la invasión de España. Los despedisteis con un saludo militar.

—Suerte, compañeros —les deseasteis.

En ese momento el teniente Granell se acercó y, entregándote un papel, dijo:

—Hijo, si yo fuera tú, daría alcance al «Kanguro». —Le miraste sorprendido, y añadió—: Tienes un permiso de seis días en París.