1: El Stanbrook, 1939

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EL STANBROOK, 1939

LA BATALLA DEL EBRO se había perdido y, cuatro meses más tarde, la tramontana fascista entraba en Madrid. Los regueros de sangre bañaron cunetas, las acequias se cubrieron de cadáveres decapitados por la Caballería Mora y las barricadas se desmoronaron.

Huisteis de la capital en camiones o a través de los montes o páramos al único punto en el que podíais salvar la vida: Alicante. Las bombas barrían la ciudad, los rumores congelaron alientos y la proximidad de los falangistas y de los fascistas italianos, al mando del general Gambara, convirtieron el suicido en una opción de vida.

El Winnipeg había partido, al igual que el Stangate, el Manonga, el Ronwing y el Africa Trade. Sólo quedaban en puerto el Maritme y el Stanbrook y las miles de almas que anhelabais embarcar.

Carabineros franceses custodiaban la evacuación en el viejo carguero propiedad de la «France Navigation». No sé, tal vez subió un millar, pero el resto os quedasteis en puerto cuando el capitán Andrew Dickson hizo una seña a sus hombres armados. Estos, apuntando con sus fusiles a la multitud, cerraron la escalinata.

—Capitán Dickson, soy el mayor Amado Granell, del Batallón Hierro. Le ruego que deje subir a los heridos, a las mujeres y a los niños. El carguero aún puede transportar otras mil personas.

Un hombre alto, delgado, con una capa de color caqui sobre sus hombros y un gorro isabelino que lucía una estrella de cinco puntas y un galón amarillo, era el portador del grito de súplica desde el muelle.

Andrew Dickson le miró desde cubierta. Pareció dudar un momento, pero de inmediato ordenó a sus hombres que recogieran la escalinata. De nuevo, los sueños y la esperanza eran asesinados. El Stanbrook dejaba de ser una posibilidad de salvación.

De pronto cinco hombres armados con naranjeros y vestidos de milicianos se abrieron paso entre la muchedumbre disparando al aire. Llegaron hasta los soldados y se ubicaron entre ellos y vosotros. Apuntaron sus armas hacia los custodios del carguero y el más alto, que llevaba pañuelo rojinegro al cuello, gritó:

—Dejen subir al resto o este barco no zarpa.

Se hizo el silencio. Las miradas se dirigieron interrogativas hacia el capitán. Unos segundos de incertidumbre, y, desde cubierta, Andrew Dickson asintió. Los carabineros bajaron los fusiles, apartaron la cuerda de la pasarela y comenzamos a agruparos en fila para preparar el ascenso de los dos mil que aún quedabais en el puerto.

Tu madre, tu hermana y tú, sin empujones ni histerias entre el gentío, comenzasteis a abordar el carguero. Al pasar a su lado, te fijaste en el rostro del hombre que había detenido la salida del barco: mandíbula cuadrada, mirada limpia, ojos negros bajo uniforme de miliciano y brazalete con la bandera republicana. Nadie le conocía, pero cientos de seres se lo agradecisteis. Otra silueta de aquel quinteto se te quedó grabada: enjuto, algo zarrapastroso, portaba un arete dorado en el lóbulo izquierdo. Era la primera vez que veías a un hombre con un pendiente: siempre habías creído que eso pertenecía en exclusividad al mito de los corsarios.

Cuando no quedó nadie en el puerto, los cinco milicianos ascendieron a cubierta. El capitán dio la orden de partir: soltaron la maroma del muelle y desenterraron las anclas. Tres pitidos anunciaron la salida. Eran las veintitrés horas del 28 de marzo de 1939 y, con una ciudad sitiada por el Corpo Truppe Volontaire, el Stanbrook salió de Alicante rumbo a Orán con miles de refugiados.

El capitán ordenó por los altavoces que nadie fumara y que al llegar a Orán permanecierais en cubierta para no provocar la curiosidad de las autoridades francesas. Arriaron la bandera inglesa e izaron la gala: las tierras de la Francia africana os esperaban.

Un solo baño en el carguero. Hubo que organizarse entregando papeletas con turnos a los posibles usuarios; el número mil significaba que no usaríais el aseo hasta dos días más tarde. Entre el hambre y la podredumbre, los piojos, el tifus y la locura encontraron el campo abonado durante la travesía.

Tu hermana sudaba, temblando; su rostro empalidecía y sus dieciséis años evolucionaban hacia la vejez cada día que permanecíais en el mar. Se mantenía tumbada sobre tu madre, que le pasaba un trapo húmedo sobre la frente y la exhortaba a resistir. Hasta la obligaba a comer, estrujando gajos de naranja en sus labios. A veces se dormía y parecía muerta. «No deberíamos haber salido de Madrid», pensaste entonces. Tal vez la hubiesen ingresado en un hospital fascista y tendría más posibilidades de salvarse, aunque tu madre y tú os pudrierais en una prisión.

El silencio y los besos sin lágrimas eran vuestra única posesión, lo único que queda tras las llamas, el humo y los cadáveres de las guerras.

El 1 de abril, en las costas de Orán, escuchasteis en la radio el último parte de guerra de los franquistas:

«En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1 de abril de 1939. Año de la victoria».

Las palabras del locutor, a través de la radio del carguero, leyendo el texto elaborado por Franco, te machacaron la cabeza.

«¿Qué pecado habíamos cometido?», te preguntaste apoyado en la barandilla, mirando el manso mar, cuya quietud no alteraba el cálido viento que rozaba tu rostro. Las sospechas de que la vida se alejaba de tu hermana te demolían.

A ti te habían llamado a filas —la Quinta del Biberón os bautizaron— para ir a defender las trincheras del Ebro contra el avance franquista. La batalla se perdió y regresaste a Madrid, en tu caso, casi sin disparar un cartucho. Tu padre había muerto o desaparecido en las casamatas del Alto de los Leones; tu hermano mayor, Fran, había sido destinado con su unidad a Barcelona y no sabíais nada de él. Ante esto, tu madre no lo dudó:

—Nico, Lucía, la única forma de sobrevivir es huir hacia Alicante —sentenció.

Los camiones militares evacuaron Madrid. A duras penas pudisteis encontrar hueco en uno. Una maleta con poca ropa y comida: ni Antonio Machado sospecharía cuán ligero era vuestro equipaje al convertiros en hijos de la mar. Luego, la carretera a Valencia soportó la caravana que pedía refugio ante la muerte o la cárcel.

Sumergido en tus pensamientos y alejado del rostro pálido y sudoroso de tu hermana, ascendiste hasta la torre para contemplar la cubierta. Los cuerpos de miles de refugiados se esparcían por doquier.

En una esquina, aislados de la multitud, se encontraban los milicianos que posiblemente os habían salvado la vida. Te intrigaban aquellos cinco hombres que habían abierto las compuertas del carguero para vosotros. Ni en tus más remotas ensoñaciones hubieses pensado que, años más tarde, tu destino se volvería a cruzar con el suyo uniéndoos para siempre. Pero en aquel momento les veías caminar entre la gente y, cuando comprobaban que un hombre o un joven había embarcado sin familia, se acercaban y hablaban con él, como si pretendieran convencerle de algo. El caso es que el último amanecer, antes de atracar en el puerto de Ravin Blanc, los cinco milicianos y una docena de seguidores armados desaparecieron en un bote en medio de la bruma, como si fueran a la captura del Holandés Errante.

Las autoridades francesas mantuvieron el Stanbrook en cuarentena a orillas de Orán, en el «muelle de los indeseables», sin comida ni bebida. Sobrevivisteis gracias a la Cruz Roja y a la ayuda de residentes españoles y franceses.

Cuarenta días más tarde, os permitieron atracar. Os iban filiando a todos. En ese momento pensaste que a lo mejor los milicianos habían huido para evitar la identificación ante las autoridades francesas.

Los gendarmes separaron los hombres y las mujeres, aunque fueran matrimonios. A vosotros os condujeron al campo de refugiados de Morand, en Boghari. Tu hermana y tu madre quedaron en la prisión civil de Orán. No sabías si las volverías a ver, pero sólo deseabas que curaran a tu hermana. Ni siquiera os dieron la posibilidad de despediros con un abrazo.

Casi dos mil hombres fuisteis internados en Morand, donde los gendarmes os ofrecieron uniros a la Legión Extranjera. Esas eran las opciones del Gabinete de Daladier: Legión, campos de internamiento o regreso a España.

Aquel mayor del Batallón Hierro que había gritado desde el muelle al capitán del carguero se abrió paso entre todos, se quitó de sus hombreras la estrella roja de cinco puntas, guardó en su bolso el gorro isabelino y se presentó ante los gendarmes para alistarse en la Legión Extranjera.

—Amado Granell, del Ejército de la II República española.

Detrás de él, otro militar, velludo y trabado, gritó alto su nombre y rango:

—Sargento Federico Moreno.

Les siguieron otros. Tú no. «Jamás besaré una bandera distinta de la mía», te dijiste entonces.

Al resto os entregaron una chilaba y un uniforme de la I Guerra Mundial, una estera para dormir y una manta. Os alojaron en marabouts, aquellas tiendas de lona en mitad el desierto que os asemejaba a un campamento de gitanos nómadas. Erais vigilados por goumiers, los militares naturales de Atlas, por mohaznis, el cuerpo represivo marroquí, o por los propios gendarmes.

En medio de aquel paisaje lunar, las altas temperaturas diurnas y el siroco, aquello no era un campo de internamiento sino de castigo, al que se unían los piojos, los mosquitos y las serpientes venenosas. Ni un árbol, sólo arena. Un lugar entre el infierno y la locura. Pero de la nada surgía un poco de todo: elevabais barracones, duchas, retretes y hasta escuelas. Una fiebre por aprender se había apoderado de vosotros. Comenzaron a aparecer maestros y discípulos, y la intendencia: tizas, mesas, libros…

Así, entre el café de la mañana, las lentejas al mediodía y la sopa de la cena fueron formando las Compañías de Trabajadores Extranjeros. A ti te alistaron en la 8.ª. Os pagaban un franco al día y os llevaban a levantar fortificaciones, casamatas antitanques, blocaos, trincheras, túneles; a veces reforzabais a los asignados en la construcción del tramo ferroviario que uniría Bou Arfa con Colomb-Béchard, el Transahariano. Todos los días se desmoronaba alguno por el cansancio, la desnutrición, la deshidratación o el asco de la derrota.

Cinco meses más tarde, en septiembre de 1939, os llegó la noticia de que Francia e Inglaterra habían declarado la guerra a los nazis. En ese momento, varios solicitasteis uniros a las tropas francesas.

—Francia no necesita soldados de un ejército derrotado —respondió el capitán de la Gendarmería que mandaba la 8.ª.

VUESTRA EXISTENCIA SE HABÍA CONVERTIDO en una negación: erais refugiados políticos integrados en batallones de trabajo militarizados a los que aplicaban castigos ejemplares. Los más temibles eran el pozo, un hoyo en el que os enterraban hasta la barbilla; el ataúd, una tienda en la que sólo cabíais tumbados soportando el calor; y la noria, que os obligaba a dar vueltas atados a un caballo cargando con un saco de veinticinco kilos. Los cuerpos de los más débiles o viejos se derrumbaban bajo el sol; el agua que os daban resultaba insuficiente para prevenir la deshidratación.

Así transcurrieron los meses siguientes, en los que recibíais las informaciones con terror: el nazismo alemán y el fascismo italiano se apoderaban de Europa.

Algún día del mayo de 1940 os sobrecogió la noticia: los Panzer habían atravesado la Línea Maginot y Francia sucumbía al avance alemán. De confirmarse esos datos, os preguntabais si el campo de internamiento de Monrad pertenecería a la Francia de Daladier que os había acogido o pasaría a ser una propiedad de la Alemania de Hitler.

Lo que sí comenzasteis a sospechar era que, transcurrido un año desde el final de la Guerra Civil española, para vosotros se había reanudado la misma batalla. Y el puerto de Dunkerque y las cumbres heladas de Noruega se convirtieron en la espoleta que indicó al mundo dónde comenzaba el nuevo frente contra el fascismo.