20: Veinte años después

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VEINTE AÑOS DESPUÉS

ERAN LAS SEIS Y TREINTA MINUTOS; en Vietnam, amanecía. El sol tiñó el Valle de la Drang de un verde que se azulaba en la base del macizo de Chu Pong. Sólo restaban en los cielos algunos cirros despistados y la luna, que te alertaba de que decrecía y, sin su luz, las noches anunciarían ataques enemigos. Tus soldados se ocultaban en las copas de los miles de árboles y en las decenas de ciénagas diseminadas en los kilómetros interminables del manglar. Erais invisibles. Otra vez el hombre y la naturaleza contra el hombre y la máquina. Ni pestañeabais esperando el enfrentamiento. Vuestros Kalashnikov y ametralladoras PPS rebosaban cartuchos para aniquilar a cualquiera que se adentrase en la espesura. Y podíais esperar largo tiempo, sin prisas, pues los kilos de arroz distribuidos entre vuestros ropajes os permitirían alimentaros durante semanas.

Distinguías a las divisiones yanquis desplegándose en la llanura y estableciendo fortificaciones. Eran lentos, como elefantes torpes. La leyenda de que quien controlase el valle controlaba Vietnam también había llegado a sus oídos. Se creían invencibles con sus nuevas armas de guerra: los helicópteros y los bombardeos de saturación. ¡Qué ilusos! Esos castigos eternos con bombas desde el cielo, que descargaban la mitad de sus arsenales en treinta segundos, ya los habíais sufrido en Guernica. Y aunque los helicópteros habían sustituido en las selvas a los carros de combate, tenían una debilidad: se les oía volar antes de ser vistos, como los Stuka, y hasta una piedra destrozaba su rotor.

Otra vez la guerra había cambiado. Las largas líneas de trincheras y búnkeres de la Gran Guerra, sustituidas por los rápidos movimientos de blindados desde Normandía a Berlín, habían dejado paso a la táctica de evitar los combates directos, a las tensas y largas esperas que culminaban en segundos de acción: la evaporización del enemigo. Eran las batallas perpetuas de los tiempos muertos, rotos por brevísimos y encarnizados combates: lo que te había enseñado Campos. Nada nuevo en el crisol sangriento de las muertes sin sentido.

Llevabas veintinueve años en los campos de batalla y dos décadas en las junglas del Vietnam. Aislado y desterrado del mundo, confinado en el último forúnculo de la Tierra. Tu patria, desde entonces, eran las pequeñas aldeas de juncos, los arrozales inacabables, las inhóspitas marismas, las vegas de los ríos y los manglares de los estuarios. Habías sido castigado y expatriado en Indochina. Defender el colonialismo francés se convirtió en tu penitencia. Pero llegó la batalla de Diên Bien Phu, el último Camerone de la Legión Extranjera, y la locomotora de la Historia se rio a carcajadas de los grandes estrategas y de los principios que dicen presidir el arte de la guerra. Hombres y mujeres con los ojos rasgados, famélicos, descalzos, sin más armas que piedras y fusiles prestados, diezmaron a un ejército moderno. Otra vez, donde sobraba corazón, nada pudieron bombas. Aquello fue más sangriento que Normandía o Bir-Hakeim y los miles de cadáveres se repatriaron y los Campos Elíseos se plagaron de lágrimas. A veces, en tu soledad, pensabas que te hubiese gustado regresar a París, aunque fuera en un ataúd de pino. Pero era mejor así; Sophie no podía sufrir más. Posiblemente te hubiese olvidado. Mejor, pensaste. ¿Quién eras tú para atreverte a soñar con ella?

Diên Bien Phu no sólo partió Vietnam por el paralelo 17, entre el norte y el sur, también borró de la faz de la tierra a la mitad de los mil cien republicanos españoles que arribasteis a aquellas latitudes con Leclerc. Ya ni amigos os quedaban. Entonces, desertasteis, y el Vietcong os acogió. Otra bandera, otros compañeros, la misma causa: la libertad de los pueblos.

Era el 14 de noviembre de 1965 y te encontrabas dispuesto para otra batalla. El general norteamericano oteaba el horizonte con sus prismáticos. A ti no te podía distinguir. Te camuflabas en medio de la selva; los densos ramajes eran tu casa. Aterrizaban aviones CH-47 Chinnook y helicópteros UH-1 Hueg. Los yanquis recibían refuerzos y se reagrupaban. El enfrentamiento era inminente. Comprobaste el cierre del Kalashnikov, te tiznaste el rostro, anudaste un trozo de tela alrededor de tu frente para que absorbiese el sudor y te colocaste de nuevo en el bíceps, sin saber por qué, el desgastado brazalete con la bandera de la II República que te había regalado el teniente Granell hacía ya un millón de años. De nuevo la larga espera, la misma que en los grandes erg del desierto, pero en esa ocasión en los impenetrables manglares.

El fuego de la artillería norteamericana lo anunció: los tambores del cuerpo a cuerpo retumbarían de inmediato. De nuevo, las marismas ensangrentadas. Miraste el rostro de tus soldados: sus ojos, como los del tigre, brillaban. Los de los norteamericanos languidecían mientras mascaban chicle: ojos de oveja, pensaste.

Casi treinta años en guerra te habían enseñado que la mirada marca la divisoria entre la victoria y la derrota. Se podían perder miles de batallas; al final, siempre triunfaba quien miraba sin la piedad de los cielos ni la indulgencia de los dioses.

El cariz de la guerra había cambiado: ya no se trataba de un ejército contra otro, sino de un pueblo contra el invasor. Hasta las mujeres militaban en vuestras filas. Y vosotros, el ejército de ratas, erais apenas un puñado.

Todo estaba preparado para repeler al usurpador. Si por fin alcanzabais la victoria, ordenarías que las cabezas de los yanquis jalonasen la senda del Mekong para que el mundo supiese que nadie debe volver a jugar con el destino de los pueblos. Al Valle de la Drang, te habías jurado que a partir de ese momento, se le conocería como el Valle de los Muertos.

Se oyeron los helicópteros. «¿Cuándo colgarás el traje de luces?», preguntó Larita II en tu cabeza. «Nunca», respondiste. El llanto de la guitarra anunció la imposibilidad de callarla. Fábregas tocaba por encima de los cirros, las nubes de pluma. «Cuando el ánimo desfallezca, recuerden Koufra…», te decía Leclerc desde el Más Allá.

Miraste por última vez la foto oscura con el rostro claro de Sophie. Con un nudo en la garganta la guardaste en el bolso de la guerrera y, de inmediato, ordenaste a tus comandantes:

—Dejen que se confíen y que se adentren en la selva, así ni su artillería ni su aviación bombardearán. En cuanto se encuentren a menos de veinte metros, abran fuego. Vamos a emborracharnos con su sangre.

—A la orden, coronel Bête —respondieron al unísono.

Napalm.

Tus latidos.