19: Morir en Paris

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MORIR EN PARÍS

EL RELOJ DE LA TORRE DEL HÔTEL DE VILLE marcaba las tres cuando os llegó un mensaje por radio instando a La Nueve a modificar su posición defensiva. Al parecer, De Gaulle se encontraba en París y se dirigía hasta el Ayuntamiento para saludar a los jefes de la Resistencia. Inmediatamente, formasteis un pasillo con dos hileras de Half-Track, y os situasteis cerrando los huecos entre los vehículos con los subfusiles. La orden era clara: ofrecerle protección al líder francés y al mismo tiempo impedir que la población cerrase o impidiese el paso.

Por fin apareció, y le viste por primera vez. Era alto y delgado, vestía uniforme caqui y su quepis sólo lucía las tres estrellas de general de división. Su nariz corva le daba un toque severo a sus andares inquietos. Avanzó por el corredor que le habíais creado y al pisar el primer escalón de acceso al Ayuntamiento se detuvo un instante. Quizás tuvo la intención de girarse y saludar a la población que le vitoreaba, pero no lo hizo y se perdió en el interior. Seguisteis conteniendo a los entusiasmados parisinos para que no desbordasen el pasillo en la plaza ni asaltasen el Ayuntamiento.

Mantuvisteis la posición casi dos horas, hasta que el general abandonó el edificio acompañado de uno de los jefes de la Resistencia. «Es George Bidault», escuchaste señalar a alguien del público, lo que provocó que te fijases más en él: iba trajeado, con el pelo negro engominado, y le llegaba a De Gaulle a la altura del hombro, pero sus movimientos eran también ágiles. Por la ruta que siguieron, sospechaste que se dirigían hacia la emisora de radio. A vosotros se os ordenó regresar a la formación de erizo y seguir protegiendo el Hôtel de Ville: aún quedaban focos de colaboracionistas de Vichy, sus temibles milicias que hasta habían ayudado a la Falange española, y alemanes sin reducir.

El resto de la tarde fue relajada, sólo interrumpida por algún fogonazo en las afueras de la ciudad y por las visitas de los parisinos y de exiliados españoles que se acercaron a saludaros. Comprobasteis que, excepto el souslieutenant Elías, nadie más en La Nueve tenía parientes en París.

Al crepúsculo, soldados españoles de otras compañías intercambiaron con vosotros anécdotas de la batalla. Hasta allí llegó la tripulación del «Fort Star», del «Belchite», del… y el «Porthos», al mando del Leónidas, que venía de los últimos combates en la Ópera.

—Asaltamos el hotel Meurice a golpe de granada —narraba un tal Gutiérrez a sus paisanos extremeños del «Guadalajara»—. Los SS estaban parapetados detrás de las columnas y…

—Cuéntales lo del reloj —interrumpió su compañero, el aragonés Navarro.

—Eso, eso, lo del reloj —animó un sevillano al que llamaban Paco.

—De acuerdo —dijo Gutiérrez, sonriente—. Resulta que nosotros tres fuimos los primeros en entrar en la sala en la que se encontraba el Estado Mayor alemán con el general Von Choltitz en cabeza. Nos dicen que no se rendirán si no es ante un oficial. Sin dejar de apuntarles, voceo el nombre del teniente Franjoux, que llega acompañado del teniente Karcher. Al ver la escena, llaman al comandante La Hoire. Cuando este aparece, Von Choltitz capitula. El Generaloberst, comenzando a andar, se quita el reloj. Entonces, al pasar junto a mí, me dice: «Gracias por respetar las reglas de la guerra». Me estrecha la mano y me regala el reloj.

Dicho esto, alzó el brazo izquierdo y lo giró, para que todos pudierais contemplar el reloj dorado con incrustaciones de piedras.

Creo que aquella noche, desde el día del desembarco, fue la única en la que conseguisteis dormir de un tirón casi ocho horas.

Otra vez el alba alumbró precedida de los muchachos que repartían los periódicos. En portada, aparecía la firma de la capitulación del general alemán ante Lederc y la visita de De Gaulle al Hôtel de Ville. Y allí estabais de nuevo retratados, ofreciendo la escolta a la entrada del Ayuntamiento.

Al verte fotografiado en una de sus páginas, ofreciendo la escolta a De Gaulle, la arrancaste y la guardaste en el bolsillo de la guerrera.

—Es la 1.ª —gritó una voz en vuestras filas, a la que se unieron más—: Por el muelle, por el muelle.

El «Cap Serrat» abría el cortejo, seguido de «Los Pingüinos», el «Madrid» y el «Guernica». Lo cerraba el Half-Track de mando de la sección, el «Don Quijote II». Sonreiste al ver aquel «II» detrás del nombre. Era vuestra forma de mostrar a los nazis que daba igual cuántos vehículos os destruyesen: otros ocuparían su lugar. No erais inmortales, pero era vuestra forma de indicarles quién era el actual amo de la baraka.

Herido Montoya, había asumido la jefatura de la sección el sargento jefe Moreno, el madrileño al que ya conocías desde el Stanbrook. Había sido tipógrafo y presumía de temple sereno, pero este no le acompañaba esa mañana. Sólo escupía juramentos por no haber podido entrar con vosotros en París.

Fuera como fuese, La Nueve ya se encontraba al completo otra vez y la situación en la ciudad parecía muy clara: el centro, el oeste y el sur se veían liberados de fuerzas alemanas. La larga resistencia de las SS se adivinada al norte y al este. En cuanto el alto mando aliado lo considerase conveniente, os lanzaría de nuevo a primera línea de fuego, poniendo fin al asueto de esas pocas y maravillosas horas que disfrutasteis a las puertas del Hôtel de Ville, rodeados de las muestras de afecto de parisinos y compatriotas.

A eso de la una llegó la orden de movilizaros. Pensasteis que ya os enviaban al combate, pero no. Se iba a proceder al desfile de la Victoria por los Campos Elíseos. Apenas disponíais de media hora para poneros en marcha, pero la aprovechasteis para acicalaros y afeitaros. A continuación, La Nueve se desplazó hacia la plaza de L’Etoile, a los pies del Arco del Triunfo.

Formasteis los primeros. A vuestro lado, el resto de las compañías de la II División. El gentío era enorme, mayor que en la plaza del Ayuntamiento. La algarabía aumentó hasta el delirio cuando los parisinos divisaron al general Leclerc. Poco después, Koenig descendió de un Citroën y más aplausos saludaron al nuevo gobernador de París. Al rato, un automóvil que no pudiste identificar dejó a Charles de Gaulle, que se dirigió a pie hasta el monumento del Soldado Desconocido. Cuando la multitud lo identificó, los vítores, incontenibles, le acompañaron mientras se inclinaba ante el obelisco.

Después, los tres generales, acompañados por los jefes de la Resistencia, pasaron delante de vuestros blindados en una fugaz revista. Vosotros, firmes en las torretas de los Half-Track luciendo los brazaletes con la bandera tricolor de la II República, apenas movíais los párpados.

El desfile iba a comenzar, y De Gaulle había elegido ir andando hasta Notre Dame. Os tocó el honor de abrir el cortejo. Lo encabezaba el teniente Granell, conduciendo un Dodge WC-54 requisado a los jefes alemanes al que le faltaba un foco. A los flancos, los blindados de La Nueve. Los tres generales acompañados de los jefes de la Resistencia caminaban por el pasillo ofrecido.

Hacia la mitad del trayecto, desde el público, desplegaron una enorme bandera de la II República española y los aplausos se incrementaron. Esos iban más por vosotros que por De Gaulle. Muchos de los españoles os mirasteis. Creo que ninguno se libraba de los ojos húmedos y el nudo en la garganta, ni el mismísimo Campos. Aquel segundo pagaba muchas desgracias. «Demasiada cordura para tanto desastre», barruntó Fábregas a tu lado.

Al acercaros a Notre Dame, descendisteis de los vehículos y formasteis un pasillo de escolta hasta la entrada. Te tocó pegado a la puerta. El grave sonido del órgano Cavaille-Coll anunció la llegada de De Gaulle, al que se añadió un cántico, Le Magnificat. Dentro de la Catedral, multitud de fieles esperaban al cortejo. De repente, se produjeron disparos. Se creó el desconcierto entre la multitud, pero los generales siguieron caminando como si el tiroteo no les incumbiera.

Mientras tanto, al llegar a la entrada, uno de los acompañantes de De Gaulle sonrió y, señalando a los fieles del interior tumbados boca abajo, le dijo:

—Se ven más culos que cabezas.

—Es Rol-Tanguy —lo identificó una voz a tu espalda.

Acababas de conocer a otro exbrigadista internacional en el Ebro. Su nombre era una leyenda en París.

Los jefes y generales ya se encontraban dentro, a salvo. Los disparos se repitieron, pero ahora os tocaba actuar a vosotros. En un golpe rápido de vista, revisaste las azoteas.

—Allí —informaste a Campos, señalando el lugar, en el alto de un edificio, en el que, según sospechabas, se habían colocado los snipers.

El pequeño Turuta había visto tu gesto y, desde la torreta de «Los Cosacos», abrió fuego. Carecía de experiencia con la ametralladora pesada, por lo que creó más revuelo que soluciones.

—¡Deje eso! —gritó el capitán, dándole un cachete en la cabeza—. ¡Lo suyo es la corneta!

Campos, Juanito, Fábregas y diez soldados más os lanzasteis abriendo paso entre la multitud hacia el edificio desde el que los nazis habían disparado. Fueron quinientos metros, que recorristeis en menos de dos minutos. «A esta distancia no se puede fallar», te repetías. «No es buen tirador».

Sólo os quedaba por bordear una edificación y os encontraríais delante de la fachada. Era el movimiento más peligroso. Juanito se asomó a la esquina e informó:

—Es un comando.

Ante vosotros, un pelotón de unos diez Waffen-SS se mostró sorprendido por vuestra rápida aparición y abrió fuego sin mucho resultado. Dos granadas, de Reiter y Campos, les respondieron. Los cuerpos de seis alemanes quedaron tendidos en la calzada; el resto se dispersó por las calles plagadas de barricadas. Pero las balas siguieron lloviendo a vuestros pies. Era un sniper, desde una ventana.

—¡Cubridme! —gritaste.

La furia de varias ráfagas de subfusiles lo neutralizó. Saltaste a la calzada y arrastraste el cuerpo de un SS hasta vuestra esquina.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Fábregas, perplejo.

Sin responderle, te limitaste a quitarle la guerrera al cadáver. Te la colocaste por encima del uniforme y exclamaste:

—Desde allá arriba, creerá que soy uno de los suyos que huye.

Bordeaste la posición y corriste hacia el portal. Nadie te disparó y lograste entrar en el portal. Dos Waffen-SS te recibieron: habían descubierto el engaño.

Abrieron fuego. Respondiste. Las armas de los muchachos de la 3.ª sección se sumaron a la tuya y los alemanes se retorcieron bajo la salva de impactos. Ya quedaban dos menos.

En tu camisa, a la altura del ombligo, distinguiste sangre.

—¡Mierda! ¡Mierda! —exclamaste—. ¡Me han alcanzado!

—Llevadlo al hospital —ordenó Juanito—. Del de la ventana me encargo yo.

Y se lanzó escaleras arriba, seguido de cinco soldados.

—Tapona la herida, Bête —te dijo Fábregas—. Ahora llega Campos con un vehículo.

No habías sentido el impacto de la bala; allí te quedaste, en el suelo, apretando la herida con un pañuelo. La mano y el trapo se empapaban de sangre. «No sobreviviré», te repetías. Gitano se quitó su camisa y te la entregó para que sustituyeses el pañuelo.

—Al jeep —ordenó Campos.

Entre Gitano y Fábregas te ayudaron a sentarte en el asiento del copiloto y ej jeep salió embalado y atronando con el claxon por las calles llenas de gente. Al cabo de unos minutos que te parecieron siglos, llegasteis a la puerta de un hospital.

Fábregas y el adjudant-chef te agarraron en volandas y penetrasteis al grito de Campos:

—¡Médico para este soldado!

La cabeza se te iba; motas blancas se balanceaban ante tus ojos. Ya no tenías fuerza para seguir taponando la herida. Habías perdido demasiada sangre.

—Enfermera —gritó Fábregas a una muchacha morena de bata blanca—, atienda a este soldado.

Lo último que recuerdas antes de perder el conocimiento fueron aquellos ojos verdes clavados en los distintivos de la guerrera de la Wehrmacht, que aún llevabas por encima de los hombros, y sus

—Aquí no atendemos a nazis.