19: Corp Franc d’Afrique

19

CORP FRANC DAFRIQUE

ARGEL, 12 DE NOVIEMBRE DE 1942. Las fuerzas vichystas habían capitulado en Orán. El almirante Darlan, hombre de Pétain en África y dictador de Argelia, fue capturado por la Resistencia y encerrado en Argel.

El general Eisenhower abandonó su puesto de mando en Gibraltar y se dirigió a la capital argelina para cumplir con el urgente mandato del presidente de los Estados Unidos.

La mañana del día 13, Eisenhower se encontraba en el pasillo de acceso al enorme despacho del depuesto mandatario de Argelia. Junto a él, su amigo el general George Smith Patton fumaba un habano cuyo apestoso olor se le antojó ocasionado por la escasa calidad del tabaco. «Conociendo a George, se lo robaría a un moro», pensó.

—Ike, ¿con quién tienes la reunión? —preguntó Patton, dando una calada al puro.

—Con dos generales franceses: Charles De Gaulle y Henri Giraud…

Al oír el nombre de ese nuevo general, Patton recordó las notas de prensa que anunciaron su evasión de una prisión nazi. Aquello le aportaba credibilidad ante los Aliados, pero su anterior colaboración con Pétain le restaba prestigio ante la Francia Libre.

—Tengo órdenes de Roosevelt de ponerlos de acuerdo para que dirijan políticamente Argelia y Marruecos —prosiguió Eisenhower, apartando el humo con una mano.

—¿Cuál de ellos es la apuesta del Presidente?

Eisenhower se acercó y le susurró al oído:

—Giraud.

—No me jodas —dijo, mordiendo el puro—. Si ese tipo tiene la sensibilidad de una señorita. El memo, enfadado, se quedó dentro del submarino porque el Alto Mando te había dado a ti la dirección de la Operación Torch. Hasta la Resistencia se cansó de esperarle en Argel y asaltó el cuartel de Darían sin su dirección cuando se había comprometido a ponerse al frente. Parece que trabaja para el enemigo.

—Ya lo sé. Pero a Roosevelt no le gusta De Gaulle, lo ve muy cercano a Churchill, y para nuestros intereses en África resulta mejor Giraud. Es más dócil.

—Puta política —exclamó Patton antes de dar otra calada—. A mí me das carros y cien mil soldados y me paseo por Europa sin que me importe lo que digan esos politicastros de mierda.

—No es tan fácil. Hay que evaluar otros aspectos…

—Bobadas. Esta guerra la ganaremos los de Caballería y no en los despachos, y tú lo sabes.

—Tal vez, pero las órdenes del Presidente se cumplen sin rechistar. No se van a cambiar por lo que tú opines.

Patton pensó que era mejor torcer el rumbo de la conversación: su amigo Ike había hecho valer el poder de sus cinco estrellas.

—¿Te han contado lo del coronel Waters al pisar el suelo de Orán?

Eisenhower negó con la cabeza y consultó el reloj. Aún quedaban diez minutos para la presencia de los franceses; podía malgastarlos en las peroratas de aquel bruto.

—¿Qué le ocurrió?

—Verás. Estaba reagrupando su regimiento de paracaidistas, cuando llega un tipo corriendo y se dirige él. Los soldados de Waters le apuntan con sus armas, ya que ignoran quién es. El recién llegado se quita la chilaba para mostrar que no va armado. El capullo era occidental. —Da otra calada y añade—: Era blanco, Ike. Se acerca al coronel y le informa en un francés extraño de lo que está ocurriendo en Orán. Le dice que le siga, que él conoce una ruta segura para llegar al cuartel de mando de Boissau. Es el día de hoy que Waters no sabe ni por qué le creyó. El caso es que le siguen y les lleva por callejuelas hasta la mismísima puerta del cuartel general. Arrestan a Boissau y a su Estado Mayor sin derramar una gota de sangre. Oran ya era nuestra. Waters se dirige al desconocido para agradecérselo, y este le dice: «No me dé las gracias, mi coronel. Simplemente cumplo con mi deber. Soy Amado Granell, mayor de brigada motorizada del Ejército de la II República española».

Eisenhower consultó de nuevo el reloj y ahogó a medias un bostezo, pero Patton, entusiasmado, continuó:

—¿Lo ves? Un republicano y de Caballería, como yo. Somos los mejores.

—No se confunda, general —le interrumpió una voz a su espalda.

Patton giró el rostro y contempló a De Gaulle acompañado de otro general de mostacho enroscado en sus puntas. Ante el gesto de desconcierto del norteamericano, el francés añadió:

—Ser republicano en España no significa lo mismo que en Estados Unidos.

Eisenhower conocía muy bien a Patton, por lo que, antes de que iniciase un enfrentamiento verbal, se adelantó:

—Bienvenidos, señores. —Les tendió la mano y les indicó—: Pasen a la sala. —Cuando los franceses se adentraron, se dirigió a su amigo—: No tardaré mucho. Espérame y nos vamos a inspeccionar nuestras unidades.

George Patton asintió antes de dar otra calada y Eisenhower siguió a los generales franceses hasta la enorme sala de reuniones. Veinte sillones rodeaban una mesa ovalada: los tres que ocuparon distaban cinco puestos entre sí.

Media hora después, el enfrentamiento entre De Gaulle y Henri Giraud era más que evidente:

—Cuando yo era general de ejércitos —argumentaba Giraud—, él era un simple general de brigada. No pienso negociar con él.

Eisenhower tragó saliva y con sosiego expresó:

—Creo, general Giraud, que los acontecimientos actuales deben enseñarnos a dejar atrás el pasado y centrarnos en vencer a Hitler.

—Estoy de acuerdo —asintió De Gaulle—. ¿Cuál es la posición del gobierno de los Estados Unidos?

—El presidente Roosevelt me ha encomendado que usted… —dijo, y miró hacia De Gaulle para proseguir—: Siga capitaneando las fuerzas de la Francia Libre y que Giraud asuma el mando de Argelia y Marruecos.

—No creo que Churchill lo vea con buenos ojos —añadió De Gaulle, haciendo valer a su aliado.

—Es una situación provisional hasta que Roosevelt y Churchill se reúnan con ustedes en Casablanca dentro de unas semanas.

La discusión se prolongó una hora más. Patton, en el pasillo, escuchó más de un golpe sobre la mesa. Pero al final los dos mandos franceses aceptaron la propuesta norteamericana, que sería revisada en la próxima reunión.

Casi a la puerta, antes de despedirse, De Gaulle se volvió hacia Giraud:

—El ejército francés en Argelia y Marruecos se ha caracterizado por ser fiel a Pétain, como usted. Incluso han colaborado con los nazis. ¿Cómo piensa motivarlos para que luchen contra Rommel? —preguntó en tono irónico.

—Crearé un nuevo ejército: «El Cuerpo Franco de África».

—¿Con qué oficiales y suboficiales? —inquirió De Gaulle con una sonrisa.

—Si es necesario, los enrolaré del exilio español —cortó airado el interrogatorio y Giraud abandonó la estancia.

Patton, con un puro a estrenar, y Eisenhower, apoyado en la pared con los brazos cruzados, contemplaron la estampida de los dos franceses.

—¿Qué ha pasado, Ike?

—Se odian. Pero por lo menos he conseguido una tregua hasta que se reúnan con Churchill y Roosevelt.

Patton encendió el habano y sentenció:

—De Gaulle se va a merendar vivo a Giraud.

—¿Por qué dices eso?

—De Gaulle tiene a Leclerc con sus negros del Tchad y a Koenig con los rojos de la Legión Extranjera. Luego está ese, el masón que le organiza el juego en el interior de Francia.

—Jean Moulin.

—Como se llame, me da igual. ¿No lo ves? Son un equipo que vive, come, pelea y caga unido. ¿Qué es Giraud? —preguntó, y sin esperar la respuesta, agregó—: Una individualidad aislada, pura mierda. —Nos tiene a nosotros. Al gobierno de los Estados Unidos.

—Ja, ja. A eso me refiero. —Mordió el puro y sentenció—: Nuestra fidelidad hacia él y cien centavos, igual a un dólar.

CASI UN CENTENAR DE OFICIALES y suboficiales del ejército de la II República española charlaban en una sala. Entre ellos había media docena de griegos y polacos y dos oficiales alemanes que habían desertado de las filas de la Wehrmacht en cuanto Hitler declaró la guerra al mundo. Los habían reunido, supuestamente, para explicarles las tareas en su voluntaria incorporación al recién creado Cuerpo Franco de África.

Alejado de todos, en la puerta, el comandante Joseph Puzt fumaba con tranquilidad un Gauloises, esperando la llegada del oficial norteamericano que les iba a dirigir unas palabras. Un tal comandante Lytton García, le habían dicho. Al parecer, había sido elegido porque aún conservaba no sólo la sangre mexicana, sino también la lengua de sus ancestros; sus destinos en Quebec le habían proporcionado, además, un francés fluido.

Puzt consultó el reloj: las ocho menos un minuto. Si era cierta la puntualidad militar de la que hacían alarde los yanquis, el comandante haría su aparición por el largo pasillo de un momento a otro. No se equivocó. Allí estaba, portando un maletín. Era grueso y alto, pero sus ojos quedaban a la altura de la nuez del comandante francés.

—¿Comandante Lytton?

—Sí —contestó el norteamericano, llevando la punta de sus dedos a la gorra—. Supongo que usted es el comandante Joseph Puzt.

—Así es.

El yanqui lanzó una mirada al interior de la sala y añadió:

—Veo que tengo bastantes alumnos.

—¿Alumnos? —preguntó extrañado Puzt.

—Vamos allá —dijo el otro, y entró.

—Señores —gritó el Joseph Puzt—, ante ustedes el comandante Lytton García del ejército norteamericano.

Se hizo el silencio. Cada uno se dirigió a su silla por orden jerárquico y permaneció de pie junto a ella. En primera fila, el capitán Buiza, acompañado por los tenientes Granell y Bamba y los souslieutenats Elías y Montoya. Detrás de ellos, varias decenas de sargentos jefes, sargentos y cabos.

El comandante, por un pasillo central, se encaminó hacia una tarima. Sobre ella, una mesa y una enorme pizarra. Joseph Puzt permaneció al fondo, apartado del resto, al lado de la puerta.

Lytton se ubicó detrás de la mesa, apoyando su equipaje sobre ella.

—Siéntense —ordenó.

Los militares fueron ocupando sus asientos. El comandante abrió su maletín y extrajo una especie de microscopio. «Es un goniómetro de mortero ligero», susurró un sargento a otro. Ante la expectación general, el oficial yanqui rompió el mutismo:

—Señores, como saben, van a formar parte de los cuadros de mando del recién creado Cuerpo Franco de África —dijo, descendió de la tarima con el goniómetro en la mano y comenzó a caminar por el pasillo—. Soy el oficial en jefe encargado de su formación. No disponemos de mucho tiempo, por lo que espero su máxima atención a mis clases…

«¿Clases?». «¿Formación?». Entre los mandos españoles, las palabras parecían escritas en cada mirada. Se suponía que se encontraban allí para recibir órdenes y la asignación de unidades militares. Todo ello muy alejado de una supuesta formación.

—Esta primera clase versará sobre el goniómetro. Se trata de un aparato que…

Las expresiones de desconcierto dieron paso a las sonrisas y al encogimiento de hombros. Algunos se reclinaron en su silla y estiraron las piernas al frente. Otros se cruzaron de brazos. La mayoría intentó, a duras penas, que no se le escapase una carcajada. Sólo el capitán Buiza sacó una pluma y comenzó a escribir unas anotaciones rápidas en su cuaderno.

Al cabo de diez minutos de explicaciones sobre el funcionamiento y la utilidad militar del medidor de ángulos, el comandante se percató de que, salvo el capitán, el resto estaba distraído o cerraba los ojos intentando echar una cabezada.

—Señores —gritó—, esto es impropio de futuros oficiales del ejército aliado. Deberían imitar a su capitán, que valora la información que está recibiendo…

Al oír su nombre, Buiza alzó su mirada de los papeles y la dirigió hacia sus compañeros. Se encogió de hombros, ante la sonrisa del resto.

—A ver, capitán. Lea a sus hombres las notas que ha tomado.

Miguel Buiza se puso en pie con el cuaderno en la mano, pero no habló.

—Comience a leer —le urgió Lytton.

El capitán carraspeó y, abriendo el cuaderno, leyó:

—«A mi querida esposa: espero que te encuentres bien al recibir esta…».

Las carcajadas resonaron en la sala.

—Esto es inaudito —gritó encolerizado Lytton—. Tendré que dar parte a…

—Comandante, por favor —exclamó desde el fondo de la sala Joseph Puzt—. ¿Podemos hablar un momento? —Y, tras acercarse a la puerta del aula, la abrió.

Lytton García atravesó la salida a grandes zancadas, acompañado de su homónimo. En el pasillo, aún con la puerta cerrada, se oían las risas del interior.

—Usted lo ha visto. Esto es una falta de respeto absoluto hacia un superior jerárquico y…

—Tranquilícese, Lytton. Creo que aquí ha habido una equivocación…

—¿Equivocación? ¿A qué se refiere?

—Esos soldados de ahí dentro no necesitan que se le explique el funcionamiento de ningún goniómetro, ellos ya lo conocen de sobra. Lo que quieren son unidades militares para entrenarlas y lanzarlas contra el Afrika Korps.

—Pero antes han de estar formados…

—Lo están de sobra. Todos somos veteranos de la Guerra Civil española. Unos, como militares profesionales; otros, como milicianos; y algunos, como brigadistas internacionales.

—No lo sabía —respondió desconcertado Lytton.

—Mire, el capitán Buiza fue almirante de la Armada española…

—¿Almirante? —Y se sonrojó. Luego bajó el goniómetro y lo escondió a su espalda.

—El teniente Granell, mayor de una brigada motorizada. El teniente Bamba…

—No siga, Puzt —cortó el norteamericano—. Comprendo que he metido la pata por falta de información, pero esto se arregla ahora mismo.

Abrió la puerta. Los rostros de los mandos militares se volvieron hacia él.

—Señores —les dijo—, mañana se les asignarán sus unidades y destinos para enfrentarse al Afrika Korps. Ahora me van a permitir que les invite a todos a un excelente güisqui que tengo en mi taquilla.