18
LA OPERACIÓN TORCH
AQUEL NOVIEMBRE DE 1942, la luna nueva hizo su aparición en la recién inaugurada noche del ocho: el momento ideal para el desembarco angloamericano en el norte de África. Todo había sido calculado al milímetro por el general Eisenhower en la base de Gibraltar: el desembarco de los seiscientos buques de guerra, que contaban con la complicidad de altos mandos del régimen de Vichy en Argelia y se desplegarían en tres puntos. Si todo iba según lo previsto, los soldados franceses se sumarían a los Aliados para emprender la ruta contra Rommel y los italianos formando una pinza en Túnez. Pero si algo salía mal, la Francia de Pétain podría abandonar su estatus de independencia y sumarse a las fuerzas del Eje.
El general Patton entró en las aguas de Marruecos al alba del ocho de noviembre con su crucero pesado USS Augustal. La Fuerza del Oeste a su mando tomó Safí, Casablanca y Puerto Lyautey. El excéntrico general del revólver de las cachas de nácar —madreperla, como solía precisar él— no encontró oposición. Hasta la población civil salió a las calles de Casablanca para vitorearle.
Un minuto más tarde que Patton, el vicealmirante Burrough dividió la Fuerza del Este en dos incursiones por los flancos de Argel para rodear la ciudad y sólo en ese momento la asaltó de frente por el puerto. La Resistencia argelina se unió y tomaron por las armas los principales edificios del poder político y militar, utilizando la noche para neutralizar la artillería costera y arrestar a los líderes vichystas que se resistieron. Pero no encontraron al general Henri Giraud dirigiendo la revuelta para ocupar el poder en Argelia, cuando les había asegurado que acudiría en un submarino norteamericano.
Los comunicados de radio al puesto de mando en Gibraltar hacían presagiar que toda la Operación Torch se desarrollaba sin incidentes y como se había pactado entre el Servicio de Inteligencia inglés, la Resistencia argelina y altos mandos opositores al régimen de Vichy. Pero quedaba Orán. El general británico Troubridge, al mando de la Fuerza Centro, aún no había emitido comunicado sobre el asalto a la ciudad.
AL AMANECER DE AQUEL ESPERADO ocho de noviembre, las maniobras del desembarco en Orán eran observadas con prismáticos desde la cumbre del monte Santa Cruz por el teniente Amado Granell. Llevaba allí toda la noche, cubierto con una chilaba sin que nadie le molestase. Pero los primeros rayos de sol trajeron decenas de ancianos y mujeres que se atropellaban hasta la capilla del montículo, elevada sobre el acantilado como una bella cautiva encerrada en su torre a la espera de su príncipe.
Por las playas del golfo Arzew, el teniente adivinó el desembarco de las tropas, casi cuarenta kilómetros al este de la ciudad. Al oeste, media hora más tarde, las playas de Les Andalouses y Marsa Bon Zedjhan dejaban ver los buques de guerra, los acorazados y a los soldados tomando sus arenas.
—Todo va según lo previsto —dijo Granell sin apartar los ojos de los binoculares.
—¿Quieres más té? —preguntó Marta, tu madre, sentada a su lado.
—¿Todavía queda?
—Sí, preparé bastante. No sé por qué tuve la impresión de que la espera sería larga.
—Gracias por acompañarme, Marta.
—No debes dármelas. Yo soy la que te está agradecida. Además, estabas en lo cierto: al subir los dos al cerro no hemos levantado sospechas.
Granell se impacientó; las tropas que habían desembarcado eran insuficientes para ocupar Orán. Debía de haber más en algún lugar, pero no se veía ningún movimiento. Encendió un Gitanes sin prestar atención a la taza de té que Marta le extendía.
—¿Ocurre algo? —preguntó ella extrañada.
—No lo sé, deberían saltar paracaidistas por el sur y no se ve ni un triste avión.
—Allí han lanzado una bengala —advirtió Marta.
El teniente dirigió sus prismáticos al lugar señalado y exclamó:
—¡Oh, no! ¡Qué desastre!
Más bengalas iluminaron el acceso a la dársena del puerto, potentes focos barrieron las aguas de su frente. Un batallón norteamericano había quedado al descubierto y trece baterías atacaron desde la costa. Los soldados cayeron sin disparar un solo tiro. Tres destructores y dos submarinos franceses se dirigieron veloces al encuentro de los buques británicos y norteamericanos. Abrieron fuego. El desembarco había de ser abortado.
—¡Maldita sea! —exclamó Granell, impotente—. Alguien no entendió nuestro comunicado.
Se distinguía fuego en la cubierta de las embarcaciones aliadas. Los cuatro destructores habían recibido cargas, si no emprendían la huida pronto naufragarían con todos los soldados en su interior.
—Mira, Amado. En el cielo.
Granell dirigió los prismáticos hacia el sur: eran los paracaidistas del coronel Waters.
—Algo los ha retrasado. No van a llegar a tiempo. No van a llegar.
El teniente se puso en pie, girando deprisa su cabeza a uno y otro lado, desde el puerto a la zona de aterrizaje de los paracaidistas. Un destructor aliado comenzó a hundirse; las barcas de salvamentos cubrían las aguas, pero eran ametralladas desde las baterías de costa.
—Marta, vete a casa. He de ir en busca del coronel Waters e indicarle la ruta más rápida hacia el interior de Orán. Deben tomar el cuartel general de Boissau para que cese esta carnicería.
—Ten cuidado.
Marta quedó en el alto del Santa Cruz contemplando la carrera del teniente en dirección a los paracaidistas ingleses. Una vez más, se le llenaron los ojos de lágrimas. Al emprender el descenso hacia su casa, murmuró:
—Parece que estamos malditos. Nada nos sale bien.