18: Final ineludible

18

FINAL INELUDIBLE

EL VIENTO AUSTRAL había golpeado las fachadas rosadas de los monumentos de Toulouse y sus calles se plagaron de matojos y arenisca. Dicen los lugareños del Alto Garona que el austral no sólo es el viento del diablo, también el de la locura. No sólo deseca las tierras y arranca la vegetación, sino que además trastorna a los humanos. Eso debió pensar Mimy Romaguera cuando abrió la puerta de su hogar y descubrió a Cristino introduciendo ropa en una mochila.

—¿Qué haces? —preguntó atónita.

Cristino se dirigió hacia ella en silencio y la abrazó con fuerza. Mimy correspondió con un abrazo; le había parecido que los ojos de su esposo, el chef de maquis, estaban húmedos.

—¿Qué te ocurre, Cris?

—Acaban de darme la noticia: han fusilado a Vitini y al resto de los Cazadores de la Ciudad.

La mujer volvió a abrazarle. Casi nueve años de camaradería desde el inicio de la guerra en España le hacían sospechar el dolor que albergaba el corazón de su marido por su amigo y compañero. Al minuto, él se separó para dirigirse hacia la mochila.

—¿No estarás pensando…?

—No hay otro camino.

—Tiene que haberlo, Cris —dijo Mimy, y lagrimeó.

—Alguien tiene que ir a Madrid para organizar de nuevo la resistencia armada contra Franco.

—¿Por qué tú?

Mimy gimió. Cristino volvió a acercarse y, con suavidad, le acarició la mejilla.

—Cris, hay decenas de jefes guerrilleros que pueden encargarse… —suplicó ella con un sollozo.

—Es posible, pero se lo debo a Vitini.

A SETECIENTOS KILÓMETROS DE TOULOUSE, en París, en la Gare de Montparnasse, el mismo lugar en el que el general Von Choltitz había firmado la rendición ante las tropas de Leclerc y los maquis parisinos de Rol-Tanguy un año antes, tres mujeres esperaban la llegada del expreso que venía desde Estrasburgo con destino a Hendaya. La neblina flotaba entre los pies de docenas de pasajeros y familiares que los acompañaban en los andenes. Los tejados de la estación aún presentaban agujeros de los bombardeos. Sus fachadas, negruzcas de hollín y aceite, supuraban humedad. Era la misma o parecida a la de los ojos que, enrojecidos, albergaban las lágrimas de días y noches de sollozos de tu madre, Sophie y Ana.

—¿Lo has pensado bien? —preguntó tu madre.

—Sí —respondió rotunda Ana, al tiempo que depositaba la maleta en el suelo. Después, añadió—: Muerto Fran, no tiene sentido que siga en Francia.

—Pero… —balbuceó tu madre—, ¿ir a España…?

—No hay más solución. Hay que derrumbar el régimen desde dentro. Todo lo demás ha fracasado.

—No te entiendo —intervino Sophie—. Tienes un medio de vida en París; en cambio, allí igual te espera la cárcel o la muerte.

Ana sonrió y posó su mano sobre el vientre de Sophie.

—Esta criatura cuando nazca ha de ver la democracia en la patria de su padre.

—Pero sigo sin entenderlo —dijo Sophie, bajando la mirada—. La guerra había terminado y ya había vengado a su hermana. ¿Qué necesidad tenía de emprender la ruta hacia España?

—La misma que me impulsa a mí —matizó Ana, acariciando los cabellos de Sophie.

—Lo que más me extraña es que nadie tenga noticias sobre su paradero —añadió Sophie.

—Es lo que nos dijo el teniente Granell. Al gobierno francés no le interesa difundir que le han robado material militar y…

Los altavoces que anunciaban la llegada del tren procedente de Estrasburgo ahogaron su voz. Ana se despidió de ambas con dos besos y les aconsejó:

—No esperéis a que el tren salga. Los andenes se llenarán y tardaréis más en abandonar la estación.

Un pitido largo anunció la entrada del expreso.

—Da igual —dijo tu madre, oteando la locomotora que se adivinaba al final de la vía.

Ana la abrazó con fuerza.

—Espero que pronto tengas noticias de Antonio —le deseó.

—No soy optimista —señaló tu madre, ladeando la cabeza—. La carta que me entregó el soldado argelino estaba fechada hace meses y los muertos en el frente oriental se cuentan por millones.

—Verás cómo está vivo —animó Ana.

A continuación asió la maleta y, guiñándole un ojo, añadió:

—Alguna de nosotras ha de tener suerte en la vida.

De los vagones, descendieron los pasajeros; soldados, en su mayoría, que por la efusividad con que abrazaban a sus familiares o novias, bendecían a los cielos por una guerra terminada y haber sobrevivido. La desazón embargó aún más a las tres mujeres. Ana colocó el pie en el peldaño y, antes de entrar en el vagón, prometió:

—Os escribiré.

Luego traspasó la puerta y recorrió el pasillo, buscando su compartimento. Desde el andén la vieron depositar la maleta en el reposabultos y dirigirse a la ventana. Bajó el cristal y se quedó asomada esperando a que el tren emprendiera la marcha para decirles adiós. De repente, sus ojos se abrieron mucho, como si hubiese visto un fantasma, y, señalando algún punto en el andén, gritó:

—¡Marta, mira!

Tu madre dirigió la vista hacia donde le indicaba Ana: un soldado del Ejército Rojo, con el petate al hombro y la Orden de Lenin en su pechera, se abría paso entre la muchedumbre. De repente, se quitó la voluminosa ushanka de la cabeza, arrojó el petate al suelo y emprendió una carrera hacia tu madre. Y ella vociferó:

—¡Antonio!

EL GENERAL KOERING, jefe de las Fuerzas Francesas del Interior y Gobernador de París, recorrió casi sin aire el pasillo del edificio que albergaba al gobierno provisional de Francia. Se dirigió hasta el despacho del presidente y, sin prestar atención a las palabras del capitán que ejercía de secretario y evitaba las visitas no autorizadas, entró sin llamar.

—Excelencia…

El general no pudo continuar hablando, ya que Charles de Gaulle se levantó de su asiento, abandonó los documentos que estaba revisando, le clavó la mirada y le espetó:

—Espero que lo que me tenga que decir sea importante, general.

Koenig se cuadró delante de la mesa del despacho, sosteniendo el quepis con el brazo flexionado sobre el abdomen, alzó la vista a la esquina de la pared con el techo y, con voz firme, anunció:

—Señor, después de siete días, hemos dado alcance y detenido a los integrantes de La Nueve que habían robado material del Ejército y se dirigían a España con la intención de cruzar sus líneas.

—¿Dónde ha sido eso?

—Cerca de Châteauroux, señor.

—¿Cómo ocurrieron los hechos?

—Fuerzas de la 1.ª División Blindada con miembros de la Gendarmería les cerraron el camino. Saltaron sobre ellos antes de que pudieran hacer Camerone. Los soldados depusieron su actitud y entregaron las armas sin ofrecer resistencia.

—¿Dónde están ahora?

—Camino de la prisión militar de Burdeos.

De Gaulle se dirigió al ventanal, encendió un cigarro y dejó que su mirada se perdiera ante el Arco del Triunfo. Luego contempló los Campos Elíseos, donde había desfilado después de liberar París, escoltado por aquellos hombres que ahora habían sido detenidos y eran reclusos de la nación a la que habían defendido. Sabía cómo se sentían: traicionados por Francia.

—¿Quién los capitaneaba?

—El adjudant-chef Bète, seudónimo de Nicolás Ardura.

Nicolás… ¿de qué le sonaba ese nombre? Español. Otro soldado rojo, seguro. Uno más. No. Se golpeó la frente con la mano. «Nicolás Ardura. II División Blindada de la Francia Libre», la leyenda en aquel sobre que le entregó el general Vladimir Serguéi acudió al presente desde el cajón donde su memoria lo había confinado.

—¿Qué ha dicho el Ministro de Guerra?

—Que se fusile al adjudant-chef y se le abra un Consejo de Guerra al resto.

El presidente del gobierno provisional regresó preocupado al sillón. Recordó que él también se había sentido traicionado por su patria cuando el mariscal Pétain firmó el armisticio y, ante su oposición con la creación de la Francia Libre, lo habían condenado a muerte.

De pronto, el secretario abrió la puerta y exclamó:

—Excelencia, acaba de llegar un teletipo desde Indochina.

—¿De Indochina? —repitió extrañado De Gaulle, poniéndose de nuevo en pie.

—Sí, Excelencia.

—Entréguemelo.

De Gaulle leyó detenidamente el teletipo, y alzó la cabeza con expresión seria.

—¿Malas noticias? —preguntó Koenig.

—Al contrario. Léalo usted mismo.

El general lo recogió y su mirada se fijó en la firma: «General Leclerc, jefe de las Fuerzas Francesas en Indochina». Y comenzó a leer el texto en voz alta:

—… por ello te solicito, querido Presidente, que esos hombres me sean enviados a mis unidades en Vietnam, donde los recibiré como se merecen, como héroes de Francia y de España…

—¿Entiende, general?

—No, señor Presidente.

—Pues es muy fácil. Antes, todo lo que no era de nadie pertenecía a la Legión Extranjera. Ahora, todo lo que no pertenezca a nadie es de Leclerc.

—Eso significa que…

—Eso significa que debe usted ordenar la libertad del adjudant-chef Bête y sus hombres. Les da uniformes nuevos, les da de comer y que descansen. Mañana los equipa con armamento y los sube en un avión rumbo a Saigón, para que se sumen a las fuerzas de Leclerc.

El gesto de extrañeza de Koenig no pasó inadvertido para De Gaulle, pero no dijo nada, ante lo que el otro apenas balbuceó:

—Pero el Ministro ordenó que…

—General, ¿no le ha enseñado nada esta guerra?

—No entiendo…

—Haga lo que le dije.

—¿Y qué le diremos al Ministro?

De Gaulle regresó al ventanal, su vista no se movió del Arco del Triunfo, pero su mente se instaló en Notre Dame, unos meses atrás.

Sin voltearse, sentenció:

—Dígale que Leclerc no obedece órdenes estúpidas.