17: La espera se acorta

17

LA ESPERA SE ACORTA

NOVIEMBRE HABÍA LLEGADO a vuestras posiciones con la noticia de que Montgomery había resquebrajado la línea de ataque del Afrika Korps, consiguiendo la apertura de dos corredores. Si eso se confirmaba, la retirada o derrota de Rommel en El Alamein era un hecho.

Desconocías cómo luchaban las fuerzas nazis y fascistas en el desierto y hasta dónde era verdadero el mito del Zorro del Desierto. Pero la capacidad de combate adquirida por la Fuerza L, conseguida en los meses precedentes, os hacía sospechar de vuestra imbatibilidad. No sólo por el resultado de los extenuantes entrenamientos, sino por la rabia en las filas españolas al conocer que el general Gastone Gambara, el aliado de Franco en la toma de Alicante, se encontraba codo a codo con las fuerzas del Eje en el norte de África.

Las interminables horas enterrados en las hoyas esperando a los blindados se habían convertido en algo habitual y ya no suponían una tortura para ninguno de los soldados, pero en las últimas semanas se había avanzado un paso más en el abordaje a los carros de combate: salíais de las fosas saltando sobre los monstruos metálicos como alimañas y, taponando los puntos de mira, arrojabais botellas de gasolina en las torretas o inutilizabais sus cadenas para inmovilizarlos. Al escaso centenar de republicanos españoles se sumaba la instrucción especial que Campos añadía: «Au couteau et à la grenade». Así denominaban los franceses aquella insólita forma de entrenamiento del adjudant-chef cuando os veían asaltar las trincheras con el puñal en la boca precedidos del estallido de granadas.

Aquel nuevo tipo de adiestramiento con el cuchillo te resultaba desconcertante, cuando una bala a un kilómetro podía inutilizar al enemigo. Pero ya no maldecías los entrenamientos del adjudant-chef, tal vez estaba en lo cierto y en el cuerpo a cuerpo con los nazis la hoja de acero os vendría mejor que el plomo y la pólvora.

Cada día le dabas más la razón a Fábregas sobre que si os fusionabais con la naturaleza, con el desierto, podríais derrotar a las máquinas. Y es que no sólo habíais conseguido una camaradería y exultante decisión entre todos que os permitía adivinar vuestro siguiente movimiento como si fuerais un solo hombre, sino que también se unía la potencia que os había transmitido el desierto.

Habíais desterrado cualquier atisbo de odio hacia los grandes arenales y la añoranza por las tierras pobladas.

Raramente aparecieron momentos de locura o de nostalgia entre los soldados. Grandes vasos de espeso y viscoso té sustituyeron al alcohol. Surgieron rasgos nuevos en vuestras personalidades, como si el desierto os comunicara una impresión de esplendor y grandiosidad, y el valor real de cada uno sólo radicaba en vosotros mismos, en la propia vida y en el cumplimiento del deber. Comenzasteis a amar el desierto con un espíritu original, fuerte e individualista. Las largas jornadas sobre la arena y las piedras transcurrían sin ser derrotados por el cansancio.

—El adjudant-chef ha conseguido convertirnos en tuaregs —comentaste al sargento jefe una de aquellas frías noches de invierno alrededor de la fogata.

—En guerreros guanches.

—Usted siempre corrigiéndome.

—No es eso, Bête, es que Campos no puede transmitirnos lo que desconoce: el espíritu imohag. Pero sí la sangre de los menceyes guanches que circula por sus venas.

—¿Menceyes?

—Caudillos —respondió, y, ajustando las cuerdas de la guitarra, añadió—: Recuerda que Campos es canario y, sin que se lo proponga, sabe trasladarnos la capacidad guanche para desterrar el miedo…

El miedo: el único enemigo verdadero que podía llevaros a la desesperación o a la locura y de ahí a la estupidez y a la muerte. Siempre recordaste aquellas charlas alrededor de la fogata, en las que lo divino y lo humano circulaban por vuestras bocas y mentes, envueltas en las canciones de Fábregas, que alineaban vuestro espíritu y os hacían olvidar aquel horno desolador en el que hervía la sangre y cuyo frío os la helaba por la noche. Sin quererlo, os convertisteis en hijos del viento, en parte del paisaje, como las piedras o las palmeras, y aprendisteis a vivir en los grandes espacios sin límites en los que no existen los héroes de carne, pero sí los hombres que se mueven como fantasmas e imitan al demonio Saitan, que tanto amedrentaba a los bereberes al saltar sobre el enemigo.

En ocasiones salías a la tierra vacía a cazar. «La supervivencia en el desierto casi siempre depende de nuestra puntería», dijo en cierta ocasión el sargento jefe. Pudiste comprobarlo: unos cartuchos en el bolsillo y un rifle de precisión alargan la vida de un ser humano perdido en los erg.

Los días posteriores confirmaron la derrota del Afrika Korps por parte del VIII Ejército británico y sus aliados. Se decía que Rommel se replegaba hacia Túnez incendiando depósitos de gasolina que le habían suministrado desde Berlín demasiado tarde, para que los Aliados no los aprovecharan. La loca retirada no pararía hasta las posiciones del país vecino, donde los aprovisionamientos desde Italia podían desembarcar con mayor facilidad.

Así, llegó el ocho de noviembre con su alba pastosa. Recordarás que apenas el toque de corneta os sacó del camastro, miraste el cielo y contaste las estrellas; era la mejor forma de deducir qué lapso quedaba antes de que el sol invadiera las sombras. «Una noche sin luna», pensaste. Hasta el ulular del viento aminoró ante los miles de granos en suspensión. Pero aquel amanecer os traía buenas noticias. Incluso los camaleones ocultos tras las piedras oyeron esas palabras:

—Los norteamericanos han desembarcado en Marruecos y en Argelia.

La entrada en combate contra los nazis, el avance hacia el norte de África, el posible asalto a Europa, la llegada a Estrasburgo… y también Törni. Todo se acercaba.

Sólo os quedaba Leclerc.