16: Por quién doblan las campanas

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POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS

EL «MORT AUX CONS», seguido de «Los Cosacos», con el teniente Granell en su torreta; el «Resistencia», con Elías al mando; el «Teruel», con vuestro novillero exclusivo, Larita II, le seguían; detrás, iba el «Liberación», el antiguo «España Cañí» rebautizado por el sargento Callero; luego el «Nous Voilà» con Solana; a continuación, «El Ebro», mandado por el sargento Marti, que había sustituido a Sánchez. A su estela, pegados a ellos, ibais los de Campos con su «Túnez 43» de guía. El «Brunete», con Reiter de jefe, pegaba su morro al del adjudant-chef; detrás, el sargento Morillas en el «Almirante Buiza»; luego el «Guadalajara», con Jiménez y los extremeños. Cerraba el cortejo el «Santander», bajo la égida de Fábregas, con Gitano acariciando el «Mari Luz». Os faltaban los de Montoya, y os faltaba él, evacuado y sin que tuvieseis noticias de su estado.

Once Half-Track y un jeep para saltar sobre un París defendido por toda una división de la Wehrmacht. No erais nadie, sólo una fuerza simbólica que Leclerc lanzaba en punta de lanza para elevar la moral de los parisinos. Creíste que os matarían a todos. Pero daba igual: habíais nacido para morir luchando contra las tiranías. Además, ¡qué cojones!, erais La Nueve, el comando educado para las misiones de grado cero.

—Teniente Michar —gritó Dronne al oficial al mando de un Sherman del 501.º—, ¿de cuántos carros dispone?

—De tres, mi capitán.

—Únalos a la columna. Nuestro destino es París.

Los blindados «Montmirail», «Romilly» y «Champaubert» se sumaron a vuestra retaguardia, pero nada más enfilar la carretera hacia la capital, distinguisteis tres Half-Track de las compañías del 13.º batallón de ingenieros militares.

Adjudant Cancel —llamó el capitán al jefe de aquel destacamento, que se encontraba sobre un jeep—, ¿quiere pasear por los Campos Elíseos?

—Por supuesto, mi capitán.

—Pues póngase en la cola.

Así fue como el «Le Méthodique», el «Le Volontaire» y el «L’Entreprenant» cerraron la columna que quemaba el asfalto hacia París. Erais un centenar de españoles y un alemán en once Half-Track a los que seguían treinta franceses en tres Sherman, dos jeeps y otros tres semiorugas. Ajustasteis los brazaletes con la bandera de la II República en torno a vuestros bíceps: los queríais bien visibles.

—Ese estandarte es mío —gritó Campos, señalando la esvástica que se adivinaba ondeando sobre la Torre Eiffel.

De improviso, un hombre de unos sesenta años, con un bonnet de color azul y cinco medallas en el pecho, salió de algún lugar desconocido para correr y detenerse delante del jeep de mando. «Otro veterano de la Gran Guerra», masculló un compañero, a tu lado.

—Conozco una vía libre, sin chleuhs.

—Suba —le ordenó Dronne.

El gesto de satisfacción del capitán no sólo se debía a la ayuda valiente e inopinada, sino por la expresión que el veterano había utilizado. Referirse a los soldados de las Waffen-SS con aquel peyorativo «chleuhs» indicaba que el miedo a los nazis desaparecía de los cerebros vencidos en otro tiempo por la sangre, la muerte, las enfermedades, el hambre o el raki, aquel aguardiente adulterado que circulaba por las calles como un maleficio.

De inmediato, con vuestro excombatiente de cicerone, atravesasteis Fresnes, L’Hay-les-Roses, Cachan, Arcueil, sin novedad. Aunque creísteis oír el impacto de balas alemanas sobre los blindados, cualquier sonido fue apagado por el rugir de los 400 C. V. de los motores. De repente os topasteis con una columna de jeeps ocupados por corresponsales de guerra con uniformes del ejército norteamericano. Uno de ellos, de aspecto jovial e inquieto, abordó al capitán y entabló una breve conversación.

—Es Maurice Schumann —os informó Fábregas—, el locutor de la BBC. Desde Dunkerque ha sido la voz de la Francia Libre en Londres.

Otro de la comitiva, de unos treinta años, con el pelo largo y una cámara fotográfica colgada del cuello, saltó sobre el «Teruel» y, en un castellano parecido al de vuestro querido Reiter, gritó para hacerse oír por encima del estruendo de los motores:

—Yo también combatí en España. —Sus palabras iban dirigidas a Larita II—. No sé si oyó hablar de mí. Me conocían por Roben Capa.

—Suba, compañero —animó el sargento.

Sin dudarlo, el fotógrafo trepó al Half-Track.

—Mira, Bête —te dijo Fábregas, señalando con el dedo a otro corresponsal—, ¿sabes quién es?

Aquel hombre maduro y de aspecto rudo, con bigote y cara redonda no te resultaba desconocido del todo, pero no acababas de ubicarlo. Tu gesto de extrañeza animó al sargento jefe a informarte:

—Es Ernest Hemingway, el autor de For Whom the Bell Tolls, la novela que te regalé en Inglaterra.

Te hubiese gustado saltar del «Santander» con el libro, presentarte y pedirle que te lo dedicase. Pero no era el momento: París os esperaba. Le miraste fijamente y te limitaste a preguntarte si escribiría alguna novela inspirada en vosotros.

El convoy de periodistas y fotógrafos se os unió y proseguisteis camino a toda velocidad hacia Kremlin-Bicetre. Seguíais sin ver alemanes, la ruta elegida por vuestro guía, evitando o rodeando posiciones enemigas, era la adecuada para no encontrar resistencia. Pero los caminos del pueblo se os presentaron bloqueados por troncos derrumbados por los bombardeos. Al aproximaros, los vecinos se abalanzaron sobre los maderos y comenzaron a moverlos, abriéndoos un pasillo.

A vuestro paso, los parroquianos saltaban sobre vuestros vehículos, para tocaros y saludaros; incluso alguna dama intentó besaros.

—¿De dónde venís, muchachos? —preguntó una mujer enlutada desde la acera.

—Del Tchad —informó Gitano.

Al pasar por delante de una fortificación, la voz del capitán corrió por toda la columna:

—Precaución. Pueden abrir fuego desde el fuerte.

A vuestra derecha, los muros de una especie de castillo, fuerte o prisión. Desfilasteis quemando las cadenas y nadie os disparó. Al traspasarlo, Fábregas informó a la tripulación del «Santander»:

—Esa es la fortaleza de Bicetre en la que Víctor Hugo ambientó la trama de El último día de un condenado —alegó, después encendió un Gitanes, y, sonriendo, añadió—: Espero que no sea una premonición sobre nosotros.

Mujeres y hombres en bicicleta —el vehículo que parecía haberse puesto de moda— desfilaban a los flancos con gestos de asombro. Sus rostros se presentaban más enjutos que el de los normandos y sus ojos saltones se clavaban con éxtasis sobre la divisa y el nombre de los blindados.

—Aquí han debido pasar hambre, no como los normandos —opinó Juanito.

Entrabais en París; alguien os informó de que lo hacíais por la Puerta de Italia. Una muchedumbre se arremolinaba al frente, luciendo, algunos, los brazaletes «FFI». Uno gritó:

—Los alemanes, los alemanes.

La marabunta se dispersó. Seguisteis avanzando.

Al rato, a medida que distinguían vuestras insignias, la multitud fue regresando. Os rodearon, al punto que los blindados no podían avanzar. Temíais una nueva matanza civil, que las balas les alcanzasen antes de poder protegerlos.

—¡Apártense! ¡Vamos, fuera! —chillasteis, sin éxito.

Como borrachos, parecían no oír, no veían el peligro o ya no les atemorizaba. Necesitabais continuar hacia el corazón de París, y nadie se apartaba. Para remate, los fotógrafos os cercaron, accionando sus cámaras sin cesar. Una mujer ataviada con las ropas tradicionales de Alsacia saltó sobre el jeep del capitán. Le rompió el parabrisas, pero, sin inmutarse, se sentó sobre el capó y allí permaneció.

Ninguno de vosotros conocía a la perfección París, sólo Campos y Fábregas se habían movido en tiempos de paz por sus calles. Para colmo, tampoco el capitán sabía dónde se encontraba. Llegar al centro de la ciudad era la misión. ¿Dónde estaría? Difícilmente alguien podía dejar de hacerse la misma pregunta que tú.

—¿Qué camino está libre de alemanes y barricadas hasta el Hôtel de Ville? —preguntó Dronne a un grupo de cinco o seis hombres con los brazaletes «FFI», quienes comenzaron a discutir sobre el itinerario más adecuado. Parecía que defendían dos rutas seguras. Se las expusieron al capitán. Dronne, tras un momento, se dirigió al teniente Granell para ordenarle:

—Coja cinco Half-Track y un Sherman y encamínese por el primero de los recorridos. Yo iré por el otro. Alguno de nosotros llegará.

Salisteis detrás de «Los Cosacos», y Dronne siguió a un motorista que se había ofrecido a guiarlo. Los blindados del capitán se alejaron por la avenida Italia y se perdieron en la primera bifurcación. Vosotros, guiados por un miembro de los FFI, continuasteis tras el teniente, con las ametralladoras dirigidas hacia los edificios de los laterales y el «Romilly» cerrando el cortejo.

Las calles se presentaban desérticas. Las fachadas lucían grandes manchas negruzcas, producto, tal vez, de explosiones de botellas de gasolina, y todos los huecos y grietas imaginables provocados por la metralla. Ninguna ventana exhibía un cristal intacto. Ningún civil en las azoteas, ni snipers. La calzada, sucia de sangre seca, se veía cubierta de trozos de ropa y cascotes. Una rata la recorrió a toda velocidad.

Sin buscarlo, os disteis de bruces con el imponente Sena. De nuevo, aunque no lo mencionaras a tus compañeros, sus aguas te trasladaron al Ebro. Dos soldados del «Ebro» saltaron del blindado e inspeccionaron el puente. Un gesto de sus brazos indicó que se encontraba limpio de cargas. Lo atravesasteis y continuasteis por los muelles. Al entrar en la plaza Sembat, distinguisteis al fondo el Hôtel de Ville. Seguíais sin ver a nadie.

«Debe haber tiradores agazapados, ¿por qué no disparan?», te preguntaste.

Llegasteis al Hôtel y desplegasteis los blindados a lo largo de su frontal. Inopinadamente, una nueva muchedumbre apareció y os invadió, ascendiendo a los Half-Track. También ahora resultaba imposible desprenderse de los fotógrafos, cuyos flashes os cegaban.

—¡Atrás! ¡Les pueden matar! —gritasteis.

—Misión cumplida —anunció Granell por la emisora—. Envíen refuerzos.

No hubo respuesta.

—Vaya, vaya —susurró Fábregas—. Somos prescindibles.

—¿Qué quiere decir, mi sargento?

—No ha habido contestación al mensaje de radio. Luego, si esta operación sale mal, se lavarán las manos. «Esos locos actuaban por su cuenta», dirán.

El teniente Granell descendió de «Los Cosacos» y se perdió en el interior de Hôtel de Ville, donde, según os informaron, se encontraba el Estado Mayor de la Resistencia parisina. Le siguieron reporteros, fotógrafos y hombres que portaban cámaras cinematográficas con trípodes.

La tensión entre vosotros, esperando el ataque alemán en masa de un momento a otro, se mascaba. Las ametralladoras y cañones fueron enfocados hacia el final de las calles adyacentes. Preparasteis las bazucas y empuñasteis los subfusiles. Campos se metió granadas en todos los bolsillos.

Siguiendo otra ruta de los muelles se sumó el resto de la columna del capitán, precedida por el guía motorizado. Alguien os comentó que habían cruzado por el puente de Auschwitz, también sin resistencia ni cargas. Nuestros cicerones de las FFI habían acertado con las dos rutas.

La alsaciana continuaba aún sobre el capó del «Mort aux cons». Al distinguiros, el pelotón de extremeños del «Guadalajara» saltó del vehículo y se distribuyó en semicírculo con las bazucas y ametralladoras enfocadas hacia la vía que os comunicaba con el Sena, de cuyas aguas —no sabes por qué extraña razón— se te antojó vislumbrar la desaparición de un mohín de disgusto, como si el río, molesto por la ocupación, cambiase su semblante.

—¿El teniente? —preguntó Dronne.

—En el interior, con los jefes de las Fuerzas Francesas del Interior —informó el souslieutenant Elías desde el «Resistencia».

—Elías, construya la defensa con una formación en erizo.

Dicho esto, el capitán cogió la radio y emitió un mensaje:

—Misión cumplida. Estamos en el Hôtel de Ville.

Tampoco obtuvo respuesta.

Consultó el reloj, le imitaste. Eran las nueve y veintidós minutos del 24 de agosto de 1944. Después entró al Hôtel y el souslieutenant empezó a distribuiros alrededor del Ayuntamiento. Si un avión os hubiese sobrevolado, habría contemplado la estrella que formaban los blindados y semiorugas cercando el edificio y convirtiéndolo en una fortaleza. Os encontrabais preparados para la defensa. Y, si era necesario, hasta más allá del límite: el Camerone final.

La muchedumbre no se alejaba; la del traje regional alsaciano se colocó en medio, entre la turba y vosotros, de pie como una efigie, como un símbolo. Alguien entonó una impresionante Marsellesa, a la que la multitud se fue uniendo, y también los vuestros.

De repente, lo que os temíais. Un Panzer surgió desde el extremo de la calle Gesvres, en el muelle. La histeria se apoderó de las gentes y corrieron hacia los portales, incluso pisando a los que habían tropezado y se arrastraban por el suelo. «El Ebro» enfocó su cañón del 57 sobre el flanco del blindado alemán y disparó. Las cadenas estallaron en mil pedazos y las llamas envolvieron al Panzer. La escotilla se abrió; sus ocupantes saltaron y emprendieron la huida. Una abalanza humana se lanzó sobre ellos.

Otra vez la marabunta regresó, y brincó en torno a vosotros como una plaga de langostas. En esa ocasión, conseguisteis que se situasen del otro lado de los blindados, en el centro de la formación de estrella. Sonaron ráfagas de ametralladoras, pero no iban dirigidas hacia vosotros. Sospechasteis que el objetivo fue alguna barricada en los alrededores.

Una tímida luna mora apareció en el firmamento. Teníais el pulso firme y el dedo en los gatillos de las ametralladoras de 12.7 y de 7.6; los Sherman cerraban las vías y las bocas de los cañones del 57 apuntaban a los muelles, sobre todo al de Gresves, donde «El Ebro» había dejado en llamas el cascarón del primer Panzer. Habíais creado una fortaleza en medio de la ciudad: erais sus tendones, sus vísceras y sus ojos. Y las gárgolas de Notre Dame escucharon por primera vez vuestra voz en aquel cántico tarareado y modificado por Fábregas:

Si me quieres escribir,

ya sabes mi paradero.

En el corazón de Francia,

primera línea de fuego…

De repente, un avión sobrevoló la ciudad. Por el ruido de los motores no era un Stuka, sino aliado. A cada garabato que dibujaba en el cielo, arrojaba algo que no alcanzabais a identificar. Al momento, las calles quedaron cubiertas de una nieve de octavillas. Una cayó sobre la chapa del «Santander».

«Resistid. Mañana estaremos con vosotros. General Leclerc.». Retornó la algarabía como una droga incontrolable.

Sonó una campana a lo lejos. Después le siguió otra, y de inmediato se sumaron dos más. Era como si todos los campanarios de París festejaran por anticipado la liberación de la capital. Al fin se unió Notre Dame con su órgano legendario para volver a colocar la nota musical a otra gesta que presenciaba su Cavaille-Coll.

Vosotros seguíais tensos en los blindados, con los índices en los gatillos. La luna mora os acompañaba en el cielo estrellado y el tañer de las campanas lo envolvía todo en un halo mítico.

—Qué ironías tiene la Historia —opinó Fábregas—. Los republicanos españoles, los andrajosos y apestados apátridas del mundo, liberando París. Es la avasalladora llama de la justicia celeste transformada en poesía.

El estruendo desde las torres regresó con más fuerza.

—Las campanas no paran de doblar, mi sargento —dijiste.

—Sí, Bête, pero esta vez lo hacen por ellos.