16: Maquis

16

MAQUIS

ANA TEJADA Y SUS CINCO COMPAÑERAS evadidas del campo de refugiados de Argelès-sur-Mer encontraron acomodo inmediato en viviendas de familias españolas. Los departamentos de Aude y Ariège eran los más poblados por el exilio, ya que las minas, los grupos carboníferos, las presas en construcción, las fábricas o los saltos de agua del valle se habían convertido en grandes demandantes de mano de obra. Ellas habían logrado trabajo en Limoux, la ciudad dividida por el río Aude, en una fábrica de envasado del blanquette.

Cada mañana, en la fila a las puertas de la factoría, las noticias les alcanzaban entre susurros: «Ayer, los guerrilleros volaron la línea férrea desde…». «Me han dicho que el polvorín del pantano de Bran fue asaltado…». «Mataron al jefe de la Milicia de Pétain en…». «Un local, cedido por el gobierno de Vichy a Falange, ha sido ametrallado en…».

En el almacén, donde Ana amontonaba cajas, se podía caminar con menos censura. No sólo porque todas eran conocidas y al capataz únicamente le interesaba que las botellas no se rompieran, sino también por interés de los datos recientes facilitados sin querer por los camioneros.

—Espero que esta vez no te asalten —dijo el capataz, tendiendo un papel al conductor. Este lo firmó y, con el pie en el estribo del camión, le respondió:

—No lo creo. La Gendarmería y la Milicia se han desplegado por las carreteras para evitar sabotajes.

—Pero he oído que la guerrilla se ha extendido hasta Gard…

—Sí. Su objetivo fueron las minas de Grand-Combe. Robaron camiones llenos de dinamita y plastic. —El conductor ascendió al vehículo, se sentó y cerró la puerta. Con la ventanilla bajada, añadió—: Los gendarmes andan locos por los pueblos buscando el explosivo. El gobierno hasta ha ofrecido una recompensa al que facilite pistas sobre el jefe de la guerrilla en Gard, un teniente coronel llamado Cristino.

En ese instante, Ana prestó atención a la conversación.

—¿Español? —preguntó el capataz, colocándose el bolígrafo encima de la oreja.

—Sí. De esos rojos que pasaron la frontera.

Se despidieron y el vehículo se alejó.

Ana había creído oír el nombre de quien mencionaron como líder de los guerrilleros en el departamento vecino, pero quiso cerciorarse. Por eso, cuando transportaba con su veterana compañera una caja de doce botellas de vino, le preguntó:

—Concha, ¿dijeron que ese español que buscan los gendarmes se llama Cristino?

—Sí. Aunque entre los nuestros se le conoce como «el asturiano».

«No puedes ser tú.», se repetía Ana. Concha, al ver su mirada perdida por el verde y ocre de los montes, la interrogó:

—¿Le conoces?

—Es posible. ¿No sabrás cómo se apellida?

—No sé si Gracia o García —respondió dubitativa, pero, ante la sonrisa que cruzó el rostro de la joven, añadió firme—: ¡Ay!, Anita, tú lo conoces.

—Creo que es Cristino García Granda, pero no lo sé. Desde el 37, le perdí la pista.

—¿Pariente?

—No. Fue mi primer novio.

Concha se acercó, le colocó la mano en el hombro y dirigió también su mirada a la nieve perenne de las cumbres. Al instante, le recomendó:

—Fugada del campo de Argelès y conociendo el rostro del jefe de los guerrilleros en Gard, te has convertido en una pieza muy codiciada para los fascistas de Vichy y de la Gestapo. Yo te aconsejaría que huyeras a las montañas y buscaras a tu antiguo novio.

AQUELLA MAÑANA DEL 24 DE OCTUBRE DE 1942, los rayos del sol se resistieron a iluminar la llanura de Languedoc y reflejarse en las mansas aguas del Ródano. Era como si las montañas de los alrededores se hubiesen erguido misteriosamente para protegerse del estruendo nocturno de decenas de explosiones a lo largo de la vía férrea, que surcaba el departamento francés de Gard, y sobre los puentes que comunicaban las orillas del Vis, del Hèrault, del Cèze, del Ardèche, del Vidourle, del Gardon y hasta las del Ródano. El puerto de Camargue se encontraba bloqueado por tierra e inutilizado para abastecer a la Milicia de Pétain desde Italia. La luna llena seguía siendo testigo de la mayor ofensiva de la 158.ª División de guerrilleros españoles en aquel territorio, que hasta hizo temblar la dulce y dócil superficie del lago Étang du Roi.

Las partidas guerrilleras, antes de que el sol inundase los páramos y las laderas, se replegaron hasta un refugio en una perdida colina cercana a la cúspide del Mont Aigoual, donde la agreste orografía y su desconocida ubicación les protegía de cualquier ataque del ejército de Vichy o de las batidas de los gendarmes. Cada jefe de partida dio novedades al jefe de la división, el teniente coronel Cristino, sobre el resultado de los sabotajes.

—A falta de que llegue Vitini con los suyos —exponía Cristino a sus jefes guerrilleros—, podemos concluir que el ataque ha sido un éxito: ninguna baja y todos los objetivos alcanzados. —Dirigió la mirada hacia uno de sus hombres y le preguntó—: ¿Cuántas armas se han conseguido?

—Vamos a ver —dijo el otro, abriendo una libreta llena de palotes—. Ametralladoras Hotchkiss… una, dos, tres… siete en total. Fusiles MKI, tres. Máuser… uno, dos…, seis, siete…, doce y trece. —Pasó la hoja y después de unos segundos añadió—: Veintitrés fusiles Lebel-Berthier… y diez subfusiles Sten.

—Suficiente para armar a los recién llegados —concluyó el teniente coronel.

—Pero insuficiente para crear un ejército —se lamentó el otro.

—No sé las veces que he de repetirlo —dijo airado Cristino—: Ni somos ni queremos formar un ejército. Somos guerrilleros, cojones.

—Sin embargo, los gaullistas de la Resistencia proponen crear un gran Maquis, con socialistas y comunistas…

—En Vercors, lo sé. Es un error. Y así lo dije el mes pasado en Col de Py ante el pleno guerrillero. Un Maquis de dos mil o tres mil hombres necesita campamentos, infraestructuras… Y lo peor: un lugar de ubicación. Qué objetivo estupendo seríamos para la Wehrmacht y la Luftwaffe —se burló Cristino y, después de encender un cigarro, continuó—: El guerrillero es nómada y ha de ser una sombra.

—Ya, «gotas de mercurio» —dijo el otro con una sonrisa.

—Y tanto… Cuando nos pisan, nos desperdigamos para volvernos a juntar. Así nunca seremos destruidos.

Los demás jefes de partida, más interesados en otear las laderas con los prismáticos, no participaban en la conversación. Esperaban la llegada de los últimos: el destacamento de Vitini.

—Están tardando demasiado —se lamentó uno, mientras desviaba los binoculares más hacia el sur.

La preocupación de los jefes guerrilleros por José Vitini no era compartida por el teniente coronel. Cristino conocía muy bien a su amigo y sospechaba que el retraso se encontraba en el análisis detallado de otras zonas susceptibles de próximos sabotajes, por eso proseguía con calma en el debate:

—… Tenemos desplegados mil doscientos guerrilleros en los cinco departamentos de Languedoc-Rosellón con dos brigadas sólidas en Aude y Ariège más nosotros en Gard. El siguiente paso es extendernos hacia el Mediodía…

—¿Está consensuado con los demás grupos de la Resistencia? —preguntó el otro jefe guerrillero a Cristino.

—No necesitamos su permiso —cortó Cristino—. Quien tiene que pactarlo es el CMZS.

Cristino se refería al recién creado Comité Militar de la Zona Sur que coordinaba a los guerrilleros de la organización Franco-Tiradores y Partisanos en el Mediodía.

El alba se había presentado: el sol inundó las laderas y las tiñó de un fango amarillento que contrastaba con el azul del río y las escombreras de carbón.

Aquello preocupó al teniente coronel; la alborada se había expandido con toda su intensidad y el destacamento de Vitini seguía en paradero desconocido.

Era el momento de ordenar el repliegue: la difusión de las gotas de mercurio. Cada uno regresaría a su vida cotidiana y al trabajo en las minas, en los viñedos, en las fábricas, con la boca cerrada, ocultando las armas y esperando las nuevas órdenes a ejecutar el 22 de noviembre. Le dolía pronunciar aquellas palabras sin Vitini, pero era imprescindible:

—¡Hasta la próxima luna llena!

Un jefe guerrillero, con el fusil al hombro, detuvo su descenso por la ladera, se le quedó mirando y le preguntó:

—Cris, ¿no vienes?

—Esperaré a Vitini.

—¿Y si no aparece?

No obtuvo respuesta. En realidad no la había. Si su amigo había caído, lo habría hecho como un héroe, pero la guerra continuaba. Él no hubiese querido ni una lágrima. Ni una flor.

Casi las doce del mediodía. «Es demasiado tarde», se dijo. Pero aún le concedió el tiempo que tarda un cigarro en extinguirse.

De repente, de entre las jaras, los brezos y las retamas una figura se abrió camino. La boina negra, el chaleco del mismo color y el pantalón marrón de pana: no había duda, eran las señas de identidad de su compañero.

—Creíamos que ya no habría nadie esperándonos.

—¡Joder!, Vitini, hasta yo pensé que os había pasado algo. ¿Dónde está el resto?

—Ahí viene.

—¿Qué ocurrió? —preguntó impaciente Cristino, ofreciéndole un cigarrillo. El otro lo aceptó, después de encenderlo se sentó en la hierba y le dijo:

—Al llegar a Limoux y enlazar con la Brigada de Aude, nos informan de que la Milicia fascista había detenido a una española fugada del campo de Argelès. Al parecer la tenían prisionera en los calabozos de la Gendarmería esperando el traslado hasta Lyon. Klaus Barbie quería interrogarla en persona. Por eso nos retrasamos. Tuvimos que liberarla y…

—Eso no tiene sentido —interrumpió extrañado Cristino—. ¿Para qué querría interrogar la Gestapo a una simple fugada?

—Porque te conocía.

La mirada de Cristino se dirigió hacia el grueso de guerrilleros que ascendía escoltando a una mujer. Entrecerró los ojos para enfocarla mejor y quedó paralizado. Sólo pudo exclamar:

—¡Ana!