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AU REVOIR, PATRÓN
LA NOTICIA OS LLEGÓ días después de la escalada al Kehlsteinhaus y el asalto al Nido: Hitler se había suicidado días atrás y su Alemania se había rendido.
—Oficiales, suboficiales y soldados de la II División Blindada, el enemigo ha capitulado —os anunció Leclerc.
Aunque faltaba todavía derrotar a los japoneses en el Pacífico, se podía aventurar que la guerra había llegado a su fin.
Las novedades ni te alegraban ni te desalentaban. Si antes el Obersturmführer ocupaba tus pesadillas, Franco lo sustituyó. Mientras pegabas la frente al cristal de la ventana del vagón, ajeno a los paisajes de la ruta desde Estrasburgo a París, imaginabas la entrada en Madrid con la División. Penetrar, desbordar y dividir la ciudad en dos, como en Estrasburgo. La Castellana sería la línea divisoria.
—Mon adjudant-chef…
La llamada que te rescató de tus sueños provenía de un avergonzado soldado francés recién enrolado. Le miraste. Sus ojos se clavaban en tu guerrera, que lucía la Cruz de Guerra con Estrella de Plata, la Cruz de la Liberación, el distintivo de tirador selecto, la Orden de Liberación y la Medalla al Mérito Militar. Luego los dirigió tímidamente hasta la trazada de bala dibujada en tu rapada cabeza, para desviarlos hacia los aretes de tus orejas.
Un gesto de tu mentón le animó a proseguir.
—Alguien me ha robado el petate.
Escrutaste el vagón. La risita de Turuta lo delató. Una broma al novato, pensaste, pero los tiempos de las guasas habían llegado a su fin.
—¡Turuta!
Tu tono imperativo cortó las sonrisas y la mochila apareció de repente, como de la nada. Dirigiste una mirada asesina al novato soldado y le exhortaste:
—ES-PA-BI-LE.
—Que bien suena eso de mon adjudant-chef.
No respondiste a Gitano, que, sentado a tu lado lucía los galones de sargento. Preferías regresar a tu sueño, pero tu amigo se había empeñado en entablar conversación.
—Sabes, a los nuevos reclutas ya les han contado que culminamos la guerra en el Nido de Águila, matándolos a todos.
Encendió un Lucky Strike y, después de una calada profunda, añadió:
—Se ha corrido la voz de que le arrancaste el corazón a un oficial de la Gestapo y que le diste un mordisco. —Ante tu indiferencia, prosiguió—: A propósito, ¿a qué sabía?… No me lo digas, seguro que a cerdo mal curado. —Colocó el cigarro en los labios y, acercándose a ti, susurró—: Te llaman Killer Bête.
Sí, tal vez tenían razón. Ya no eras el ingenuo soldadito enrolado en el frente del Ebro, ni el entusiasta cabo primero de la escuadra de tiradores de élite de la Fuerza L. La piedad había desertado de tu código y los campos de exterminio habían ingresado a Dios en los infiernos, por lo que, para ti, todo estaba permitido. Sabías que si Fábregas o el teniente Granell siguiesen con vosotros, ninguno hubiese permitido tu transformación.
—Al capitán Dehen le disgustó que no saludaras a De Gaulle… —comentó Gitano.
—¡No saludo a traidores! —manifestaste rotundo y tu mirada regresó al exterior del vagón.
De Gaulle os había pasado revista en Landsberg para imponeros la Orden de Liberación a todo el Regimiento de Marcha del Tchad. Cuando pasó frente al «Santander», permaneciste inhiesto, pero no alzaste la mano hacia el quepis. En contra de las muestras de entusiasmo del resto de soldados franceses, todos los supervivientes españoles de la II División lo recibisteis con frialdad. Para vosotros era el momento del recuento: cientos de muertos y el triple de heridos desde que desembarcasteis en Normandía. En La Nueve, noventa y siete heridos y treinta y nueve muertos, de los que veintitrés eran compatriotas. Erais la unidad que más había sufrido los efectos de la metralla. Habíais puesto el alma, y De Gaulle no había estado a la altura.
—¿Qué vas a hacer después del desfile?
—Buscaré a mi madre para entregarle esto —contestaste, mostrándole la carta de tu padre, para añadir—: Ha de saber que está vivo.
—Pues yo iré en avanzadilla con Turuta a inspeccionar burdeles. —Y dio otra calada.
La cúspide de la Torre Eiffel lo anunció: los trenes cargados con vosotros, los Half-Track y Sherman entraban en París. Os identificaban la tricolor francesa y la insignia de la División en el frontal de la locomotora. Todas las viviendas lucían banderas aliadas y de Francia; hasta en la cúspide de la Torre Eiffel ondeaba una, la más grande. Desde los andenes o cerca de las vías, las gentes os saludaban. Te fijabas en ellos, y los rostros de tu madre y de Sophie se instalaban en tu mente. Necesitabas un día de permiso para acercarte a verlas. Pensaste que después del desfile por los Campos Elíseos sería el momento, sin sospechar lo que te esperaba.
LOS CUATRO MIL DOSCIENTOS VEHÍCULOS aguardaban la orden de avanzar, preparados para el desfile. Repasaste los blindados de La Nueve: sobre «Los Cosacos», el adjudant Valero, en «Don Quijote II», un exultante sargento jefe Moreno; en el «Cap Serrat», el sargento Zubieta; sargento Gualda en el «Madrid»; el teniente Iriarte se había ganado el «Resistencia III»; el «Teruel II» obedecía el mando del sargento Llordens; sargento Callero en el «Liberación»; el adjudant-chef Larita II sonreía desde los lomos del «Brunete»; tú, en el «Santander». El sargento jefe Rigas se había unido desde la sección de apoyo con el «Rescusse» y sobre el «Nous Voilà», «Almirante Buiza», «Ebro», «Guernica II», «Túnez 43» y «Guadalajara III», asomaban oficiales franceses. Ya no erais la compañía exclusivamente española.
Los vehículos comenzaron su lenta marcha. Ajustaste la bandera de la II República española en tu bíceps, gesto que imitaron el resto de españoles.
La gente se agrupaba en el espacioso corredor formado desde el Arco del Triunfo hasta Notre Dame. Los gritos y vivas se sucedían, al igual que las guirnaldas. Ninguna bandera de la II República se desplegó entre el público. De Gaulle las habría prohibido, pensaste. Las parisinas ya no saltaban sobre vosotros para besaros; se limitaban a balancear banderines tricolores desde las aceras.
—Allí —gritó Turuta, señalando a un grupo de soldados.
Vuestros heridos habían salido de los hospitales para saludaros: el teniente Granell con muletas; los souslieutenants Montoya y Elías en sillas de ruedas; Fermín Pujol vendado hasta las cejas; Reiter, Juanita, más pálido y delgado que nunca… Se habían colocado las medallas en su pecho, como los viejos combatientes de la guerra del 14.
—¡Vista a la derecha! —ordenaste.
Los soldados republicanos españoles giraron al unísono sus rostros hacia vuestros heridos y los saludaron. Ellos correspondieron. Nadie pudo evitar un nudo en la garganta.
Al cabo de una hora, el desfile terminó y se ordenó que os dirigierais hacia Fonteneblau. Os desplegaron en su bosque. Al parecer Leclerc os quería hacer llegar un mensaje, os dijeron. En efecto, el general apareció sobre una tarima en cuyo centro se alzaba un micrófono. Le acompañaba una mujer que se situó discretamente en el fondo.
—Es la esposa —señaló el capitán Dehen desde el «Inzell».
Tomó la palabra y os informó de que, en unos días, el general norteamericano Haislip os condecoraría con la Presidential Unit Citation. Después habló de lo orgulloso que se sintió teniéndoos a su mando, de que con vosotros nunca conoció la derrota. Aquello sonaba a despedida. Añadió que su próximo destino era Indochina y que se consideraría muy honrado si quisierais acompañarlo.
—Nada se nos ha perdido allí —mascullaste.
—¡Silencio, adjudant-chef!, —te reprendió el teniente Carlos Iriarte.
—Cuanto sintáis flaquear vuestras fuerzas —concluyó el general—, recordad Koufra, Túnez, Normandía, Alençon, París, Estrasburgo, Berchtesgaden… Y recordad siempre a los compañeros que nos arrebataron…
Las gorras surcaron los aires.
—Me voy con él —declaró Turuta.
—¡Primero, España! —le gritaste.
¡Maldita sea! Otra vez quedabais a vuestra suerte. ¿Es que nadie se acordaba de que había que liberar vuestro país? La rabia te apretó las venas. Te pasaste las manos por la cara y clavaste las uñas en los pómulos.
Distinguiste al teniente Iriarte dirigiéndose hacia el puesto de alistamiento para acompañar a Leclerc. Luego te pareció ver a un restablecido Montoya en la fila. Detrás, Juanito…
—¡Tenemos que ir a España! —gritaste.
Nadie se giró hacia ti. Caíste de rodillas sobre la hierba y la ira o las lágrimas o vaya uno a saber qué carajo te nubló la visión.
—Se lo debemos a nuestros muertos —balbuceaste, como si lanzases un último quejido.
Fue en ese momento cuando ante ti, desde la calina, comenzó el desfile de los vuestros, que se acercaban flotando a un pie del suelo, como recordándoos la promesa del asalto a los cielos. La sonrisa de Fábregas y su guitarra abrían la columna; después, el gesto prusiano del teniente coronel Puzt y su En avant!; detrás, el sargento Cariño sonreía y mostraba un puñado de percebes en su manos; luego se incorporó, recién llegado de los fiordos celestes de Narvik, un Constantino Pujol a bordo de «Los Pingüinos» con nieve en la chapa…
De repente, los colores rojo y verde partieron la bruma de Fontenebleu. Un soldado avanzaba a tu encuentro. Llevaba el quepis blanco, el fajín azul, las charreteras con los colores de la Legión suiza de 1855, los pliegues en la camisa, el emblema de la granada de las siete llamas y el atuendo de los Gastadores de la Gran Armée. Alrededor de él, la muchedumbre comenzó a gritar. Ya no te encontrabas en Fontenebleu. Aquella era la avenida Jules Ferry de Túnez.
El legionario imprimió ritmo a sus pies. Ochenta y ocho pasos por minuto: Le Boudin. Se aproximaba; el vapor del aire desdibujaba sus facciones, pero te parecía Fran. Es él, te dijiste, su particular forma de colocar el distintivo azul de héroe de Bir-Hakeim le había delatado. Había llegado con la 13.ª Semibrigada para sumarse a la liberación de España. Entonces, por fin, sonreíste.
—Mon adjudant-chef…
El emblema de Bir-Hakeim…
¿Dónde estaba el distintivo azul?
No en el hombro de Fran. Reposaba sobre una bandera plegada de la Legión Extranjera con la leyenda Legio Patria Nostra.
—… a su hermano le hubiese gustado…
Los galones blancos de capitán de infantería se hallaban entre medallas en medio de la grímpola. Dos manos morenas te los ofrecían: las del soldado argelino de la chechia y la gumía al cinto.
—… tuviera esto…
Tus ojos bailaron de las medallas al rostro del pied noir, de la bandera a la chechia, del desconcierto al abismo de la locura.
—Murió como un héroe en el Paso de Arlberg.