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NIDO DE ÁGUILA
LOS YANQUIS HABÍAN LLEGADO a Berchtesgaden antes que vosotros. Los soldados de la 3.ª División de Infantería y la 101.ª Aerotransportada armaban tiendas y aseguraban sus posiciones alrededor del pueblo. Otros cantaban por las calles los himnos de sus regimientos, abrazados y empuñando cuellos de botellas de güisqui. Los Sherman y Half-Track patrullaban las calles.
El día se presentó despejado y las montañas de Obersalzberg, plagadas de enormes praderas y matorrales en flor, se alzaban en toda su majestuosidad. Detrás de las divisiones norteamericanas, a cuatro kilómetros, el Kehlsteinhaus y sus mil ochocientos metros. En su cúspide se dibujaba el Nido de Águila.
Detectaste algo extraño en aquella ocupación: en el tramo desde Berchtesgaden a Kehlsteinhaus no había ni vehículos ni soldados. Entonces te percataste de lo que ocurría: los norteamericanos había llegado los primeros a Berchtesgaden, sí, pero no habían tomado el Nido de Águila. Daba la impresión de que no les interesaba, ya que construían fortificaciones sin intención de avanzar. Hasta tuviste la extraña sensación de que se encontraban estableciendo defensas para que nadie accediese a él.
Cruzaste una mirada con el teniente Carlos Iriarte. Tus ojos encendidos se convirtieron en el recordatorio de su promesa. Asintió. Por su gesto, él también había percibido lo que sucedía.
El teniente ordenó la formación de una columna compuesta por varios Half-Track del Regimiento de Marcha del Tchad, a los que siguieron Sherman del 501.º. Os acercasteis a las posiciones norteamericanas y un jeep de la 3.ª División os cerró el paso. Ya no había duda: protegían el camino hacia el búnker de Hitler en las montañas. Un capitán gesticulaba sobre el todoterreno, indicándoos que os detuvierais.
Iriarte os ordenó obedecerle, pero no apagasteis los motores. Saltó del «Sarra» y, antes de dirigirse al encuentro del capitán norteamericano, os indicó en voz baja:
—En cuanto se confíen, directos al Nido.
Entonces, enfocasteis el morro de los blindados hacia vuestro objetivo.
Al cabo de media hora, cuando distinguisteis al teniente pasándole el brazo por encima del hombro al capitán yanqui y alejándolo de vosotros, la columna emprendió la marcha quemando las cadenas por aquellos terrenos duros de roca que serpenteaban hacia la base de la montaña. Detrás, los boinas negras y el jeep del capitán Tuyeras, el oficial judío enrolado con la Francia Libre desde el primer día y que no quería perderse ese momento.
El oficial norteamericano se percató del engaño y apartó bruscamente a Iriarte, al tiempo que daba voces a los conductores de los Sherman de su división para que os cortasen el paso. Y le escupió al argentino:
—¡Me voy a encargar de que lo fusilen!
En ese momento, los conductores de los carros del 501.º comenzaron a cruzar los blindados en el camino para bloqueárselo a los yanquis.
—¡Apártense! —les gritaban los oficiales de la división norteamericana.
—No puedo —respondían, sonriendo desde las torretas, los boinas negras—. Se ha averiado.
Los norteamericanos maldecían y viraban sus vehículos para sortear los obstáculos de más de treinta toneladas en un camino ya de por sí estrecho. Imposible alcanzaros. La treta había tenido éxito: seríais los primeros en alcanzar el Nido de Águila.
El capitán Tuyeras, de pie en su jeep, se colocó al frente de la columna, señalando con su brazo la cúspide del Kehlsteinhaus. A su rebufo, Half-Tracks de La Nueve, con el «Santander» en vanguardia, y de la 2.ª sección de la 12.ª compañía del Regimiento de Marcha del Tchad.
Tuyeras llegó el primero a la base del risco y se dirigió a un gran portón metálico bajo un díptico de piedra con ornamentos nazis, seguramente el acceso al ascensor para recorrer los últimos cien metros. De repente, visteis al judío arrojar el casco al suelo y os lo imaginasteis: el aparato había sido inutilizado.
Oteasteis fugazmente las laderas del peñasco. De Leclerc habíais aprendido que siempre había que atacar por el lugar menos esperado, el supuestamente inaccesible. La cara este era la adecuada: pared plana de cien metros con el sol a la espalda. Saltasteis de los Half-Tracks, llenos de granadas, puñal al cinto, siete cargadores y el Sten en bandolera. Comenzasteis a trepar el risco como arañas. Cubriendo vuestra escalada, quedaron abajo las ametralladoras pesadas en los semiorugas y las escuadras de morteros enfocando su tiro hacia el palacete nazi.
Aunque encabezabas el ascenso, seguido de Gitano y Turuta, al poco tiempo os adelantó por la izquierda el capitán Tuyeras. Os doblaba la edad, pero sus músculos y tendones obedecían órdenes escritas más allá de los cielos. A ti te impulsaba la imagen de tu hermana; a él, los rostros y miradas de un pueblo entero. Por encima de vosotros, las trazadas de las ametralladoras de 12.7 y las parábolas de los obuses del 81 os cubrían la subida.
Los dedos sangraban al aferrarse a las punzantes rocas, pero no sentíais el dolor. Las puntas de vuestras botas se incrustaban en boquetes sólo aptos para dormitorios de luciérnagas. No mirabais al suelo —la cúspide era el objetivo—, pero sentíais el aliento de decenas de soldados que os seguían.
El capitán arribó el primero a la cima y os esperó. Los obuses de los morteros y las balas de los humeantes peines de las ametralladoras seguían ofreciéndoos cobertura. Cuando los del primer pelotón os sumasteis a Tuyeras, el fuego de apoyo cesó. Era el momento del asalto.
Granadas impactando contra una puerta y dos ventanas os abrieron el camino. Tuyeras entró con la espalda pegada a la parte izquierda de la puerta y tú a la derecha; el resto os siguió. Irrumpisteis a ráfagas de Sten hasta quedaros sin cartuchos. Otra patrulla os sustituyó en vanguardia mientras cambiabais el cargador.
No encontrasteis a nadie en un salón enorme decorado con tapices, alfarería resquebrajada por las balas y una araña plateada con decenas de bombillas inutilizadas. Oísteis gritos en alemán. Habíais sorprendido a los soldados nazis y acudían desde otras alas del edificio para haceros frente. A los dos primeros los acribillasteis sin darles tiempo a enfocar sus MP-44 hacia vosotros.
—¡Son niños! —exclamó el capitán Tuyeras ante el cuerpo de los dos miembros de las juventudes hitlerianas.
Eran altos, delgados y muy rubios, pero no alcanzaban más de dieciséis años, la misma edad que tenías tú cuando te incorporaste al frente en el Ebro. Pero en esos momentos esa era la única similitud, ya que por tus venas circulaban centenares de batallas y en tus heridas rezumaba el honor de millones de desposeídos.
Arribaron a la sala más soldados de La Nueve y de la 12.ª, así que seguisteis avanzando en el pelotón de vanguardia. Encontrasteis un amplio y largo pasillo con alfombra granate, tres arañas apagadas, cuadros con los retratos de jerarcas nazis en las paredes. Lanzasteis dos granadas para franquear el avance. Irrumpisteis habitación por habitación. Nadie. De repente se presentó una escuadra alemana. No tuvieron tiempo de apretar el gatillo. Seis muertos más.
El palacete de Hitler ya se encontraba rodeado y el sonido de las balas se oía en el exterior. También se veía a jóvenes hitlerianos despeñarse desde los tejados. Habíais revisado todas las salas de la planta baja. Quedaban las superiores, y esperabais en ellas el grueso de la resistencia.
Accedisteis a un aposento enorme, que en otro tiempo debió acoger los bailes de salón de los jerarcas nazis, con amplias escaleras culminadas en una barandilla que servía de parapeto a toda una sección de las juventudes hitlerianas. Os recibieron con una salva de balas. Rodasteis por el suelo buscando el mejor resguardo desde donde repelerlos: detrás de columnas, en el hueco de la escalera o desde los marcos de las puertas. El lanzagranadas de Gitano se desplegó y media barandilla bailó su son. Los botes de humo, el fuego cruzado y las explosiones de granadas convirtieron el paraninfo en una cloaca de sangre. Los cuerpos que se precipitaban al suelo no parecían los de contrincantes, sino de imberbes jugando con armas.
Cuando la niebla se disipó, decenas de cadáveres nazis colgaban desde el mirador, acribillados, o cubrían la alfombra persa de la estancia. Subisteis los peldaños precedidos de cinco granadas. Por el amplio pasillo os llegaban refuerzos. Si los cálculos no fallaban, además de los abatidos en los tejados, en el interior habíais liquidado a casi cuarenta, frente a dos heridos vuestros.
En la planta superior todo se repitió. Necesitabas uno vivo para interrogarle sobre el paradero del Obersturmführer. La oportunidad se te presentó: dos soldados aparecieron con los brazos en alto.
—¡Rudolf Törni! —le gritaste al más alto, agarrándolo por las solapas de la guerrera y pegando el aliento a su nariz.
El otro señaló la puerta al final del pasillo. No habías avanzado dos metros, cuando una ráfaga tumbó a los dos alemanes. Te giraste y te topaste con sus cabezas abiertas. Había sido Gitano, que había detectado que portaban granadas para hacerlas explotar cuando estuviesen rodeados del mayor número posible de soldados aliados. Calmo, te arrodillaste ante ellos. Empapaste tu índice y corazón en su sangre y trazaste dos líneas rojas en cada una de tus mejillas. Y, seguido de Gitano, Turuta y el capitán, emprendiste el camino hacia el cuarto en el que se refugiaba Törni.
Llegaste a la puerta de doble hoja. Una ráfaga la abrió. Irrumpiste de una patada. Dentro, el Obersturmführer gritaba por teléfono:
—… Repito: no han respetado el pacto…
Al ver los Sten apuntándole, alzó los brazos. El auricular quedó colgando.
—Esta planta ya está despejada, vayamos al ático —ordenó el capitán, dejándote a solas con tu pesadilla.
—Exijo la presencia de un oficial para presentar mi rendición —exclamó Törni en inglés, tal vez al identificar vuestros uniformes norteamericanos.
Avanzaste hacia él sin dejar de apuntarle con el Sten. Törni repitió la fórmula en francés, seguramente por creer que no le habías entendido. Cuando te encontrabas a menos de cinco pasos de él, dijiste:
—Sparen Sie sich die Kugel, Obersturmführer Törni, die Skorpione werden ihm den Test geben.
Te miró extrañado, como buscando una explicación. Pero no debió encontrarla, pues exigió de nuevo la presencia de un oficial.
—No estoy aquí para hacerte prisionero —dijiste rotundo.
A continuación te quitaste el casco y giraste el rostro, para que contemplase bien la trazada de bala dibujada en tu cabeza.
Palideció. Su mano se dirigió veloz a la cartuchera. Una ráfaga de tres balas le destrozó el brazo derecho impidiéndole alcanzar el objetivo. Otra le inutilizó el izquierdo. La tercera, una de sus piernas; la cuarta, la otra. Cayó de rodillas con los brazos balanceándose. Después se derrumbó. Era un cuerpo sin extremidades, un títere sin cuerdas.
Te arrodillaste. Con el puñal cortaste el cinturón que portaba su cartuchera y arrojaste el arma lejos. Sacaste con calma la foto de Lucía y se la colocaste ante sus ojos.
—¿Te acuerdas de ella? —Negó con la cabeza. Sacaste un cigarro y añadiste—: ¿Quién te iba a decir que, de tus miles de víctimas, la más inocente sería la más mortal?
Törni no contestó, pero apretó los dientes por el dolor.
—¿Quieres fumar antes de morir?
—Exijo un oficial —gritó el nazi, una vez más, en lugar de responder.
—Querido Törni, no estás en disposición de exigir nada.
—La reglas de la guerra obligan a…
—Un amigo me enseñó que la guerra no tiene reglas. —Encendiste el cigarro.
—Si me va a matar, hágalo ya.
—No, Törni. No te voy a matar. —Echaste el humo en su rostro y, alzando la voz, añadiste calmo—: Te voy a ejecutar.
Situaste la hoja del puñal bajo uno de los rayos del sol que entraban por la ventana. Ladeaste el acero para que la luz se reflejase en sus ojos. Y le dijiste pausadamente:
—Voy a arrancarte el corazón y me lo voy a comer.
Su aullido inundó la sala. Tus latidos compitieron con él.
A los pocos minutos, entró el capitán Tuyeras. Al ver el cadáver del Obersturmführer con un boquete en el pecho y tu uniforme salpicado y encharcado en sudor y sangre, enmudeció. Después escrutó el cuarto. Del enorme retrato de Hitler que presidía la estancia se escurría un manchón de sangre hacia el piso. En el suelo, el corazón aún pareció dar un tímido pálpito.
—¿No se había rendido? —preguntó extrañado.
No obtuvo respuesta. Y te alejaste limpiándote la boca.