15: El camino a París

15

EL CAMINO A PARÍS

ERA EL ALBA DEL 23 DE AGOSTO DE 1944 y la orden de salida para un largo recorrido había llegado. Lo que ignorabais era hacia dónde. «Han dicho que sobre la marcha facilitarán el objetivo final», se le oyó decir al capitán. Pero sospechabais que él sí lo sabía.

Antes de emprender la marcha, os llegaron noticias de que el general Leclerc había ordenado al teniente coronel Guillebon adelantarse y adentrase en París por Versalles. «No es justo», te dijiste. «La Nueve es la compañía de vanguardia». Rodabais a la mayor velocidad posible de vuestros blindados y semiorugas. Atravesasteis las poblaciones desde Boucé a Alençon sin deteneros y continuasteis en dirección a Courville. Abandonasteis los valles y senderos, y las llanuras de Maine vieron pasar a vuestra división quemando las cadenas. Avanzabais envueltos en una nube trenzada por el polvo de la ruta y el monóxido de carbono de los tubos de escape. Con pañuelos, os cubríais la boca y las fosas nasales: entre el casco y el trapo, sólo se os veían los ojos.

La emisora de radio transmitió la noticia:

«El ejército norteamericano ha traspasado Dreux y Chartres. Han llegado al Sena por el norte y a la región de Fontenebleau por el sur. París está cercado».

Esa, al parecer, sería vuestra única certeza, porque lo que ocurría en el interior de la ciudad era una completa incógnita, ya que todas las informaciones resultaban contradictorias. «París se ha sublevado»; decían, para, a continuación, corregir: «París sigue siendo alemana».

Eran las cuatro de la tarde y os acercabais a Courville. Pero algo pasó, pues la división comenzó a abandonar la formación de marcha y, en un santiamén, cambiasteis a la de combate. Os asignaron a una subagrupación a las órdenes del teniente coronel Puzt, y vuestra ruta se desvió de la del resto de la división. «Avanzamos hacia París», la voz se corrió entre el convoy de blindados, y una tensión inenarrable se apoderó de todos al repetirla.

De repente comenzó a llover. Chartres se había adivinado por las torres de su catedral, pero pronto la cortina provocada por la tormenta y el anochecer las difuminó en el horizonte. «Los nazis convirtieron la catedral en un club social de la Waffen SS», te dijo un soldado francés.

Seguisteis avanzando con los vehículos pegados para evitar perderos. Vuestras ropas iban empapadas y la humedad se unía a la grasa y al polvo de toda la jornada. Os protegisteis con los ponchos impermeables, aquellos enormes chubasqueros de color verde oliva facilitados por los yanquis. Subidos en los Half-Track, aferrados a las ametralladoras y cañones anticarro, con vuestro casco, el pañuelo y el poncho, parecíais seres de otro mundo.

La noche se cerró y era casi imposible seguir avanzando en las tinieblas provocadas por el crepúsculo y la tormenta. En algún lugar perdido en los mapas, os detuvieron para inspeccionar las máquinas y pernoctar unas horas. Al «Madrid» se le había desprendido una cadena y había rodado varios kilómetros sobre sus ejes. Era preciso reponerla. Encharcados en aquel aguacero bajo la luz de linternas, los muchachos del sargento Ramón Gualda, vuestro granadino preferido, a golpes de maza, instalaron y ajustaron la nueva.

Os dijeron que reposarais, que antes del alba se reanudaría la marcha, pero resultaba imposible descansar. El clima de tensión, en todas las unidades, era enorme. «No debieron anunciarnos que íbamos a París», os decíais acostados en las tiendas sin poder conciliar el sueño.

Aunque Gitano se reencontró con Morfeo nada más tumbarse sobre la esterilla, tú no pudiste pegar un ojo en toda la noche. Oías al capitán, en la tienda contigua, canturrear unos versos que a ti te resultaban nuevos:

Pour pleurer longuement notre tragique historie

Et contempler de loin votre jeune splendeur.

Cuando el cielo cambió de color y el aguacero cesó, llegaron las noticias: «Nos encontramos en Nemours». ¡Habíais recorrido doscientos diez kilómetros desde Écouché! Aquello constituía toda una hazaña para una división blindada con más de cuatro mil vehículos.

En cuanto revisasteis el armamento, lo secasteis y engrasasteis, le siguió la inspección rutinaria de los Half-Track. A continuación, con el uniforme aún húmedo, reanudasteis la marcha. Tendría que secarse sobre la piel y al roce del viento.

A las ocho de la mañana entrasteis en Longiumeau. Las fachadas de las viviendas apenas presentaban impactos de la metralla, aunque algún tejado de pizarra había recibido la visita de un obús. Pese a la hora, había gente en las calles, lo que os extrañaba; gritaban algo que no entendíais por el ruido de las cadenas de los blindados y semiorugas. De repente, comenzaron a sumarse más vecinos desde los portales, que se acercaron y rodearon los Half-Track y Sherman desbordándoos con sus muestras de entusiasmo. Los jóvenes trepaban a los carros de combate e impedían el avance de la caravana.

—¡Apártense! —gritabais, sin éxito.

Sonó una ráfaga de ametralladora. Iba dirigida hacia vosotros, pero la recibieron los cuerpos de animosos civiles. Cuatro de ellos quedaron tendidos en medio de un charco de sangre. Se produjo la desbandada. Y el pánico se apoderó de sus rostros.

Los blindados de Elías se dirigieron hacia el origen de las balas. Vosotros, con Campos a la cabeza, saltasteis de los vehículos con los Sten e intentasteis una maniobra envolvente. Os pegasteis a las fachadas de las viviendas y os desplegasteis en dos hileras, zambulléndoos por las calles. Detrás iban los Sherman apoyando el avance.

Aquello era una locura, se combatía en medio de civiles que no se apartaban ni ocultaban. Hasta había mujeres y niños. Daba la extraña sensación de que se rodaba una película y ellos querían ser testigos de excepción.

Localizasteis un foco de resistencia entre las ruinas de una casa, el impacto del 75 de un Sherman os abrió el camino. Luego llovieron dos granadas y asaltasteis el enclave: diez soldados alemanes, siete de ellos muertos. Los supervivientes salieron alzando los brazos.

Seguisteis avanzando y diezmasteis otra posición alemana. Eran fuerzas endebles, desmoralizadas, que capitulaban tras una simbólica resistencia. ¡Qué lejos había quedado el Afrika Korps!

En menos de una hora, el pueblo se había liberado de soldados de la Wehrmacht. Teníais cuarenta prisioneros y, como siempre, no contasteis sus muertos; por vuestra parte, sólo un herido. Pero por las muestras de impaciencia del capitán comprendisteis que aquella ligera resistencia no esperada os había robado un tiempo valioso que resultaba preciso recuperar en ruta.

La subagrupación del teniente coronel Puzt salió de inmediato de Longiumeau y La Nueve, en punta de lanza. Otra vez la nube de polvo, el rebufo de los tubos de escape y el crujir de las cadenas sobre el terreno. Y la marcha, bajo el sempiterno grito de vuestro jefe de batallón:

—En avant! En avant!

Al llegar a Antony, os detuvisteis un momento para reagruparos, ya que sólo quedaban veinte kilómetros hasta París y alguien comentó que la línea defensiva alemana a la capital había sido rota. Varios Half-Track y Sherman se habían rezagado y otros se habían ocupado de sofocar ligeros focos de resistencia.

En la calle principal del pueblo, un carnicero, ayudado por tres vecinos, instaló una tabla apoyada sobre dos caballetes. Enseguida sacaron barras de pan y embutidos. Entre los cuatro, moviéndose con rapidez en medio de la calzada, prepararon bocadillos de chorizo, salchichón, jamón o salami que, subiéndose a los blindados, comenzaron a entregaros. Aquello parecía un puesto de avituallamiento del suspendido Tour de France.

La fiesta se terminó de repente. Un proyectil del 88 de un Panzer Tiger cayó a pocos metros y la metralla derribó al souslieutenant Montoya, que quedó tendido en la calle sangrando por el pecho y el abdomen. Soltasteis los bocadillos y arrojasteis vuestros blindados hacia el cruce de la Croix-de-Berny, a las afueras del pueblo, donde se había instalado el Panzer.

Los hombres de Montoya, al ver a su jefe mal herido, se lanzaron los primeros contra el carro de combate alemán, buscando las tripas de sus ocupantes. De repente, un anciano sobre una silla de ruedas, con el pecho cubierto de medallas, gritó:

—Síganme. Conozco un atajo hasta la Croix-de-Berny.

Aquello era curioso. Los antiguos veteranos de la Gran Guerra se incorporaban a la batalla con el entusiasmo de jóvenes soldados.

Una lluvia de balas frenó a la 11.ª compañía y el capitán Dupont, vuestro tenor, cayó muerto. Toda la subagrupación del teniente coronel Joseph Puzt emprendió la marcha hacia la Croix-de-Berny. Vosotros, sin embargo, no pudisteis seguirlos: el capitán no daba la orden.

—No se oye… —decía, pálido, al micrófono del radio teléfono instalado en su jeep.

La voz, del otro lado, sonó nítida a través del altavoz:

—Orden del coronel Billotte: retrocedan a la entrada del pueblo para cubrir la retaguardia.

—Hay interferencias. No se les escucha… —repitió Dronne, ante vuestra perplejidad.

—Que la 9.ª retroceda al final del pueblo. —El comunicado volvió a transmitirse perfectamente claro.

—Lo siento, no se le recibe bien.

—Retrocedan. Retrocedan… —repitió la radio.

El capitán esbozó un gesto malhumorado. Se mordió los labios y, por fin, dijo:

—Recibido. —Y se volvió al teniente Granell para gritar—: Que La Nueve se dirija a la entrada.

La sección de Elías enfiló junto a la vuestra hacia el lugar indicado, siguiendo a «Los Cosacos», con Granell en su torreta. Dronne se había ubicado al final del cortejo; su rostro aún evidenciaba su disgusto por la orden del coronel.

Al girar la primera esquina os topasteis de frente con el general Leclerc.

—Teniente —gritó a Granell—, ¿dónde está su capitán?

—Viene detrás, mi general.

El convoy pasó ante el Patrón, pero cuando Dronne llegó a su altura se os ordenó deteneros. Leclerc contempló el frontal del «Mort aux cons» y, señalándolo con el bastón, le preguntó al capitán:

—¿No le ordené en Marruecos que borrase esa tontería?

—No he tenido tiempo, mi general —se excusó Dronne, cabizbajo.

—¿Y se puede saber a dónde van ustedes?

—El coronel Billotte nos ha ordenado retroceder sobre el eje y regresar a las antiguas posiciones.

—¿Retroceder sobre el eje? —exclamó Leclerc, golpeando de nuevo el pavimento levantado, y gritó—: ¡No se obedecen órdenes estúpidas, capitán!

—Pero…

—El objetivo ya se lo expliqué por radio cuando salió de Écouché: París. Vaya de inmediato hacia allí, sin detenerse, aunque les disparen.

—Me falta la 1.ª sección, mi general. Se han desplazado hasta la Croix-de…

—Pues coja lo que pueda por el camino y súmelo.

—Quiero entender que…

—Que vaya a París, y avise a los parisinos de que resistan. Mañana, al amanecer, entrará la II División Blindada. —Alzó el bastón señalando el camino que debíais seguir, y gritó—: ¡A París, Dronne!

El capitán colocó el jeep delante de «Los Cosacos». Su semblante lucía una enorme sonrisa al gritar:

—¡Rumbo a París!

Y Turuta tocó… el himno de carga del 7.º de Caballería.