15: Conspiración en Orán

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CONSPIRACIÓN EN ORAN

AUNQUE EL OTOÑO HABÍA LLEGADO, la vida en Orán continuaba su parsimonioso transcurrir como si el tiempo no importase. Cuando la canícula aminoraba, la gente seguía sacando la silla a la calle, pegándola a la fachada de sus viviendas y pasando horas entre charlas en torno a un vaso de té o simplemente de agua.

Aquel día había amanecido despejado y aún se distinguían las islas Habibas al oeste de la ciudad. Las chozas de adobe resquebrajado por la miseria y las callejuelas desamparadas de la barriada de Badel Oued sólo vieron pasar, al atardecer, una carreta cargada de troncos. El sonido de los cascos del caballo disimuló el corretear de las lagartijas entre la hierba seca para ocultarse.

Una figura gallarda, envuelta en una túnica blanca y calzada con babuchas ocre, ocultaba su rostro bajo un turbante de color azul que sólo dejaba ver unos ojos claros, desconocidos para esa tierra que pocos vecinos de Alsacia visitaban. Se encontraba en la esquina del entronque de las calles de acceso al barrio de refugiados españoles en la ciudad; cuando comprobó que nadie circulaba bajo el bochorno, y el brillo del sol que enceguecía en poniente se convirtió en su aliado, reanudó su caminar.

Al llegar a un inmueble con el portón entreabierto, consultó las anotaciones que le habían entregado. Todas indicaban que aquel era el lugar de cita. Después de confirmar la ausencia de ojos indiscretos en la callejuela, empujó las maderas y accedió. Se adentró por el corredor y ascendió hasta la planta superior. Golpeó dos veces la única puerta.

—¿Quién vive? —se oyó desde el interior de la vivienda.

—Abraham.

—¿De dónde vienes, hermano?

—De las montañas de Hualla.

Granell dejó pasar al desconocido y lo condujo hasta la sala en la que un tablero instalado sobre dos caballetes exhibía, desplegados, un gran plano del Magreb y otro más pequeño de la ciudad de Orán.

Antes de quitarse el turbante, el recién llegado escrutó a los cuatro ocupantes de la habitación, operación que no pasó inadvertida para tu madre: el maduro y robusto era conocido y de confianza —se trataba del capitán Buiza, antiguo almirante de la Armada española—; sospechó que otro, trabado y con cara de pocos amigos, era el sargento Federico Moreno, ayudante del anterior; la mujer que servía el té debía de ser la señora Marta, anfitriona de la reunión y de la que ya le había hablado el teniente Granell. Había, además, un joven al que no reconoció.

El teniente pareció adivinar las dudas del nuevo.

—Es Luis. Vive con la señora Marta —explicó.

—Si no tiene nada que aportar a la reunión —la voz sonó poderosa tras la tela—, que baje a la calle y nos avise si hay movimientos extraños.

—Le acompañaré yo, que voy armado —ofreció Moreno.

Sólo cuando Gitano y el sargento abandonaron la vivienda, el hombre de la túnica blanca desveló su identidad. Era la segunda vez en su vida que Marta veía aquel rostro; la primera había sido en Madrid hacía casi cinco años, cuando desfilaba al frente de la XIV Brigada Internacional, La Marsellesa, rumbo a la defensa de Bilbao. Las arrugas profundas en su tez morena unidas a su pose marcial, le conferían un aura de autoridad. Su periplo vital era suficiente para que cualquiera sintiese confianza a su lado: veterano de la I Guerra Mundial, jefe de La Marsellesa en la Guerra Civil española, actual comandante de la Legión Extranjera y uno de los militares franceses afectos a la Francia Libre que nunca ocultó su verdadero nombre bajo seudónimo, Joseph Puzt.

—Señores —dijo, al ver los planos extendidos—, veo que han hecho los deberes.

—Está todo dispuesto. Sólo resta que nos pongas al corriente —acotó el capitán Buiza.

—Como sabéis —expresó, y se deshizo de la túnica dejando ver su uniforme—, la segunda batalla de El Alamein, que se inició hace un mes, lleva visos de ser una victoria aliada. Así lo ha manifestado Montgomery a quien le ha querido escuchar. Si esto se materializa, Rommel ha de retirarse a posiciones más cercanas a Italia para recibir refuerzos con rapidez. —Señaló un punto en el plano—. A Túnez.

—Ha de recorrer todo el norte de Libia y será muy vulnerable —apostilló Buiza.

—Conociendo el proceder de Rommel, asumirá ese riesgo —continuó Puzt—. Lo que nos reúne aquí es que Stalin ha pedido a los norteamericanos que abran otro frente para disminuir la presión que recibe en Stalingrado. Debido a ello, tropas estadounidenses al mando del general Eisenhower se están concentrando en Gibraltar. Su misión es desembarcar en Argelia cuando las condiciones políticas y militares sean las adecuadas.

—¿A qué condiciones se refiere, mi comandante? —preguntó Granell.

—Que la resistencia argelina se encuentre preparada para rebelarse contra el régimen de Vichy y que el general Henri Giraud asuma sin ambages el mando del ejército.

—¿Cuántos hombres tiene Eisenhower? —quiso saber Buiza.

—Ha concentrado ochenta mil.

—Son insuficiente, Joseph, y tú lo sabes. Si la Resistencia no consigue su objetivo y el ejército no acepta a Giraud, se van a encontrar una oposición de sesenta mil soldados argelinos más una Armada francesa muy equipada en las costas.

—Lo saben; por eso es vital la rebelión interna en el seno del ejército.

—¿Cuál es nuestra misión? —preguntó ansioso el capitán.

—Los tres mil soldados españoles enrolados en las diferentes unidades han de estar de nuestra parte.

—Sin problemas —aseguró Buiza—. Si es preciso crearemos compañías de combate españolas.

—Luego están los de las Compañías de Trabajo…

—Aceptarán el ingreso en las tropas regulares, si fuera necesario.

—De acuerdo, Buiza, veo que lo tiene todo estudiado —dijo Puzt, y su mirada se dirigió hacia el teniente—. Ahora su misión, Granell.

—Estoy impaciente.

—Si se produjese el desembarco norteamericano, los principales puntos serían Safí, Casablanca, Argel y Orán. —Señaló las ciudades en el mapa a medida que las nombraba—. De momento la plaza más peligrosa es Orán, ya que su gobernador no ha mostrado ningún atisbo de enfrentarse a la metrópolis. Si la situación se mantuviera, hay que evitar que los norteamericanos cometan el error de desembarcar en el puerto y avanzar por zonas plagadas de búnkeres. Lo que se pretende, y ahí entra usted, es que rodeen la ciudad.

—Entiendo. Que los norteamericanos ocupen Orán, y las posiciones defensivas de costa ni se percaten de su presencia.

—Así es. Desembarcarán aquí —afirmó, indicando un punto, y trazó una semicircunferencia hasta otro de Orán—. Usted y sus hombres les guiarán hacia el interior, si fuera necesario.

—Sólo nos faltaría conocer el día y la hora —intervino Buiza.

—Si por fin Montgomery derrota a Rommel, calculen que el desembarco será a continuación.

—Puzt, ¿qué opina De Gaulle de todo esto?

—Lo apoya, pero le disgusta que sea el general Giraud quien se ponga al frente del ejército en el norte de África. Ya sabes que ambos han mantenido posiciones enfrentadas desde el principio. Giraud le acusa de subordinarse a los designios de Inglaterra, y De Gaulle, por su parte, de apoyar a Pétain.

—Ya, pero los norteamericanos mandan —concluyó Buiza.

Los tres hombres continuaron marcando cruces y flechas en los mapas y realizando una hipotética distribución de efectivos y rutas que las tropas seguirían.

Tu madre retiró las tazas vacías de té y colocó un plato con dátiles. Sabía que ponía en peligro su integridad por prestarse a alojar en su casa a los cabecillas españoles que apoyaban la posible revuelta argelina, pero ella siempre se había sentido un combatiente. Y más cuando los suyos habían muerto a manos del fascismo o seguían peleando contra él.

El comandante Joseph Puzt comenzó a enrollarse la larga chalina alrededor de su cabeza. La reunión había finalizado.

—Muchas gracias por todo —dijo Puzt a tu madre.

—Soy yo y el pueblo español quienes tenemos que agradecérselo. Nunca podremos pagarle el apoyo que nos prestó…

—Una última cosa —cortó el comandante, quizá para disimular su turbación ante aquellas palabras—: ¿Quién es el muchacho que vive con usted?

—Es amigo de mi hijo y…

—Desertó de la Legión de Pétain y creo que también de las fuerzas de la Francia Libre —añadió Granell.

—Buf —exclamó el comandante—. Hasta nueva orden, manténgalo alejado de esta vivienda.