15: Al encuentro de Leclerc

15

AL ENCUENTRO DE LECLERC

SEIS BEDFORD, un cañón de 57 mm., fusiles, subfusiles, granadas, diez morteros de pequeño calibre, cincuenta bidones de combustible: ese fue el botín obtenido por Fábregas y Campos tras las semanas en las líneas argelinas de la Francia colaboracionista. Ese, y casi cien desertores de la Legión de Pétain.

El convoy, en su ruta hacia la frontera con el Tchad, en el sur, mantenía una velocidad media de setenta kilómetros por hora. No se detenía ni de día ni de noche. El relevo de conductores se efectuaba cada doscientos kilómetros, en un breve momento que aprovechabais para revisar el aceite, el agua y el combustible de los vehículos.

A ti te ubicaron en el asiento del copiloto del Bedford de cola, conducido por Fábregas. Luis iba en la caja del camión con veinte soldados más, que apenas habían pegado ojo por los baches del camino.

—¿Por qué lleva un pendiente, mi sargento? ¿Una promesa?

—Nada de promesas. Todos los que hemos traspasado el Cabo de Hornos con vida deberíamos llevarlo.

—¿El Cabo de Hornos?

—Los corsarios nos enseñaron que quien llegue a Tierra del Fuego y salga de ella con vida debe portar una medalla. El arete dorado lo es.

—¿Usted traspasó el Cabo de Hornos?

—Mi Cabo de Hornos fue la Guerra Civil en España. Supongo que también sería el tuyo.

—Sí, estuve en el Ebro y Madrid.

—¿Lo ves? Tú deberías llevar otro arete.

Metiste la mano en el bolsillo y extrajiste los pendientes de tu hermana, que contemplaste en silencio.

—¿Cómo se llama? —te preguntó el sargento jefe, después de señalar los aretes con un gesto del mentón.

—Lucía.

—¿Tu novia?

—No. Era mi hermana. La asesinó un oficial de la Gestapo en el campo de Carnot.

—¿Tienes más familia?

—Mi hermano Fran, al que ya conoce, y mi madre, que se encuentra en Orán, en un barrio de familias españolas. Mi padre desapareció en el Alto de los Leones. No sabemos si se encuentra enterrado en una fosa común o en una cárcel.

—Si es así, deberías cambiarte el nombre.

—¿Por qué, mi sargento?

—Nadie tiene que enterarse de que el cabo Nicolás Ardura combate en las fuerzas de la Francia Libre. Si la noticia se difundiera, podrían tomar represalias contra tu madre.

—¿Fábregas no es su verdadero nombre?

Meneó la cabeza.

—Ninguno de los colaboracionistas debe saber que a mí no me bautizaron así. En caso contrario, lo pagaría mi familia, encarcelada en España.

—El adjudant-chef, ¿tampoco se llama Miguel Campos?

—Campos no necesita cambiarse el apellido. El primer día que se levantaron en armas los africanistas, mataron a todos los suyos en Canarias… Venga, muchacho, elige un nombre, y en la próxima parada celebramos el bautismo.

Contemplaste la fotografía de tu familia un instante.

—De pequeño me llamaban «Bicho» —respondiste—. Decían que era muy revoltoso.

—Bicho, bicho… No me gusta. Elige otro.

—No se me ocurre…

—Espera un momento. «Bicho» en francés también significa «bestia». Suena bien —cerró los ojos y alzó la frente, como si así oyera mejor algo dentro de su cabeza. Luego aprobó—: Está bien, a partir de ahora serás el cabo Bête.

Nicolás Ardura debía morir para que naciera el cabo Bête. Y así ocurrió.

Apoyaste la cabeza entre el sillón y el cristal de la puerta, cerraste los ojos y tu mente se evadió a lo ocurrido en el hospital, horas atrás.

Campos, que insistía en que tú no les acompañarías, que se te veía maltrecho y no soportarías el largo viaje al Tchad. Tú, afirmando que irías con ellos de cualquier modo. «Si es tan terco, creo, Campos, que será un buen combatiente», alegó Fábregas. «He dicho que no», respondió el adjudant-chef. «Su opinión me da igual. Yo voy», retrucaste mientras te incorporabas de la cama y colocabas el fusil al hombro. «Es el hermano del teniente Toro Ardura», apoyó el sargento jefe. «Si acepta al cabo Ardura, yo me enrolo con ustedes», ofreció firme Gitano.

Campos os miró entonces a los dos, luego al Mosin. «¿A qué alcance dijo que hacía blanco?», te preguntó. «A ochocientos metros en movimiento», contestaste. Y, sin esperar la respuesta del adjudant-chef, Fábregas sonrió. «Apóyate en mi hombro, que nos vamos al Tchad», dijo.

Unos disparos te rescataron del ensimismamiento.

Algo que no distinguías muy bien, una especie de puesto fronterizo, se presentaba delante de vosotros. Lo único que alcanzaste a ver con claridad fue a Fábregas cogiendo el fusil y saltando del camión.

—Todos abajo —ordenó a los dos pelotones de la caja—. Síganme.

Veinticuatro imberbes, Luis entre ellos, escoltaron al barbudo. Cerca de ti retumbaron otros dos disparos. Fuera lo que fuese aquello de allí delante, impedía vuestro avance.

Inmovilizado en el asiento del camión, bajaste la ventanilla y dirigiste el cañón del Mosin hacia el frente: nada a lo que disparar. Parecía que la acción se desarrollaba en el flanco contrario, al que no tenías acceso desde tu campo de visión.

De repente Fábregas regresó, saltó al Bedford y lo puso en movimiento.

—¿Qué ha pasado, mi sargento?

—Poca cosa. Es un depósito de agua y gasolina, de los muchos que tiene la Francia de Vichy en estas tierras. Lo custodiaba una escuadra de gendarmes —dijo, y escupió por la ventana—. Nada que Campos no consiguiera reducir en un minuto.

—¿Ahora dónde vamos?

—Campos ha dado la orden de descansar un par de horas después de reponer combustible y agua.

—¿Puedo ayudar?

—No te preocupes, somos suficientes. Pero creo que deberías bajar con esas muletas y dar un paseo, hacer algo de ejercicio, pues tengo la sensación de que el viaje va a ser muy duro a partir de aquí.

Gitano y Fábregas te ayudaron a descender del Bedford. El resto había comenzado a llenar los tanques de vuestros camiones y cargar bidones de agua y gasolina en la parte trasera. Otros revisaban los niveles de agua y aceite de los motores.

Seis gendarmes de la Francia de Vichy se encontraban maniatados a la puerta de un cobertizo de madera. Apoyaste las muletas en el primer peldaño y de un impulso te adentraste en lo que suponías era el lugar de control de aquel puesto de avituallamiento.

Campos, con un plano de la zona extendido sobre una mesa, discaba unos dígitos en el teléfono. Cuando habló, su tono, tras presentarse, era de apremio:

—¿Y bien? Ya… Hace seis semanas… ¿Hay algún teléfono de contacto con Leclerc en Murzuk?… Espere un momento. —Cogió un lápiz—: Sí, dígame. —Anotó un número sobre el plano y, antes de colgar, añadió—: Si no obtengo respuesta, le vuelvo a llamar.

Te vio y, a continuación, paseó una mirada enérgica por las paredes del cobertizo como buscando algo. Momentos después, sus ojos se detuvieron en una caja blanca adosada al muro: el botiquín.

—Fábregas —gritó—, que se acerque alguien que entienda de cambiar vendajes.

Dicho esto, comenzó a marcar el número de teléfono que le habían facilitado. No se comunicó de inmediato; colgó y volvió a llamar varias veces, hasta que por fin parecieron atenderle.

Mientras tanto, el sargento jefe entraba en el cobertizo con un soldado rubio y, dirigiéndose al adjudant-chef, anunció:

—Campos, este ha sido enfermero…

—¿Capitanía de Murzuk? Adjudant-chef Campos, de la Francia Libre… Espero, sí. —Y volviéndose hacia Fábregas, tapó el auricular y susurró—: Hay que cambiarle los vendajes al cabo. Mirad si en ese botiquín hay… —carraspeó—. Le escucho.

Fábregas y el soldado rubio se encaminaron al botiquín. Lo abrieron. El rubio sorteó los objetos del interior, pero tú prestabas más atención a la conversación por teléfono:

—… ¿D’Ornano, muerto?… ¿A Koufra?… ¿Cuándo partieron?… Camellos bien cargados, ya.

—Siéntese, cabo.

El rubio, que comenzó a quitarte los vendajes de las piernas, no te dejó seguir la conversación.

Campos había colgado el teléfono y calculaba distancias en el plano con una regla.

—¿Lo has localizado? —preguntó Fábregas.

—Sí. Había dejado un mensaje por si aparecíamos.

—¿Acaso lo dudaba?

—Dudaba de que fuera vivos.

—Hombre de poca fe —sentenció Fábregas y sonrió.

—Al parecer, Leclerc salió con la Agrupación M del Tchad hace semanas. Tomaron Murzuk y, casi de inmediato, emprendieron camino hacia Koufra.

—¿El oasis de Koufra? ¿No es la mayor posición defensiva de los italianos en el desierto?

—A sí es.

—Y la Agrupación M se ha lanzado al asalto…

—No. Leclerc sólo ha llevado el Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad y la compañía de Long Rangers Desert, al mando del capitán Clayton.

—Eso no son ni un millar de soldados —exclamó Fábregas extrañado.

—Lo sé. Por eso calculaba distancias, por si podemos llegar a su encuentro y sumar fuerzas.

—El grueso de la Agrupación M, ¿quedó asentada en Murzuk al mando del teniente coronel?

—No, Fábregas. Al parecer, D’Ornano murió en el asalto a la ciudad.

El sargento jefe encendió un cigarro y, después de expulsar el humo, dijo:

—Leclerc y él eran muy amigos.

—Lo sé. Por eso me temo que la rabia le ha llevado a lanzar al Regimiento de Senegaleses del Tchad a una muerte segura.

El rubio comenzó a desenrollar el vendaje de tu cabeza. Al dejar a la vista la herida, frunció el ceño:

—Ahora regreso —anunció—. Voy a por agua limpia.

El sargento jefe se acercó a contemplar el dibujo de la trayectoria de bala en tu piel. Adivinaste un gesto suyo a Campos, ya que a continuación también él se arrimó a ver la herida.

—El cabo Bête es un hombre con suerte —aseveró Fábregas, y Campos asintió y regresó al plano.

Llegó el rubio acarreando un barreño lleno de agua, lo depositó en el suelo y, con un trapo empapado, comenzó a limpiarte la herida.

—¿Cuál es tu plan?

La pregunta del sargento jefe dirigida al adjudant-chef hizo que tus cinco sentidos se agudizaran.

—Veamos. De Fort Lamy a Koufra hay casi mil quinientos kilómetros. No podemos seguir ruta al Tchad para luego entrar en Libia. Si queremos alcanzar a Leclerc debemos entrar ya en Libia y seguir el mismo paralelo. Posiblemente en la divisoria entre el desierto del Sáhara y el de Libia.

—¿Tendríamos que atravesar el macizo de Tibesti?

—Mejor Tibesti que Hoggar —sentenció Campos, que siguió trazando líneas sobre el plano.

Unos minutos después, el rubio había terminado de cambiarte los vendajes y se había despedido. Fábregas se acercó a ti.

—Mientras nuestro adjudant-chef decide la ruta, si quieres, te coloco uno de esos pendientes.

Nunca te habían concedido una medalla. Tampoco creíste haberla merecido, pero un arete en tu lóbulo podía ser la marca de los que superan con vida el Cabo de Hornos. Eso te había asegurado Fábregas en el viaje, y estabas de acuerdo con él. Introdujiste la mano en el bolso y extrajiste uno de los aros. Se lo tendiste al sargento.

—Aquí tiene.

—Ni te menees. Lo tendrás puesto antes de darte cuenta.

Lo primero en llegar fue el olor a alcohol; luego, un ligero pinchazo y, por último, la voz del sargento.

Voilà! Mira a ver si te gusta. —Y colocó un trozo de espejo delante de tus ojos.

Sonreíste. El arete dorado de tu hermana, convertido en un símbolo de victoria.

—Ya tenemos otro marica con pendientes —gritó un soldado desde el marco de la puerta a un grupo que pasaba por el corredor. Risas.

No había acabado de decirlo, cuando Fábregas saltó sobre él: su mano izquierda aferrándole el cuello y la derecha en los testículos.

—Soldado —gritó el sargento jefe—, ¿acaso comparte usted la opinión nazi de que a los homosexuales hay que encerrarlos en campos de exterminio?

—No, mi sargento —balbuceó con dificultad el soldado.

—Entonces es usted más benévolo y cree que deben acabar en prisión, como postula Franco.

—No, mi saggg… —comenzó a responder, pero su rostro dejaba adivinar que al menos una de las manos de Fábregas ejercía cada vez más presión.

—Soldado, ¿tiene algo en contra de los homosexuales? —Fábregas ya aullaba, cuando aflojó un poco la zarpa del cuello para permitirle hablar.

—No… —dijo, y carraspeó—. No, mi sargento.

El otro volvió a presionar el cuello del soldado y, pegando su rostro al suyo, le susurró:

—Recuerde: nosotros luchamos por todos los seres humanos, sin distingos. Si no opina igual, seguro que el fascismo tiene un puesto para usted.

Y le soltó, empujándole hacia el suelo.

El soldado quedó inmóvil, con el rostro algo amoratado y la respiración forzada.

—Fábregas —ordenó Campos desde el interior—, deja las disputas y que la compañía suba a los camiones.

—¿Has tomado una decisión? —preguntó el sargento jefe, regresando con él.

—Sí. Leclerc avanza despacio hacia el norte. Lleva camellos cargados y su velocidad de desplazamiento no será superior a los diez kilómetros por hora. Vamos a cruzar la frontera de Libia y avanzaremos en paralelo hacia el este. Si no encontramos resistencia, calculo que llegaremos a las cercanías de Koufra al mismo tiempo que ellos.

El sargento jefe salió del cobertizo, pero aún alcanzaste a oír su grito:

—En un minuto todos a los camiones. Revisen armamento, amarren bien los bidones y que los depósitos estén llenos.

—¿Adónde vamos, mi sargento? —preguntó una voz.

—Muchacho —respondió Fábregas—, tenemos una cita con la Historia y vamos muy apurados de tiempo.