14: Tape de la canne

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TAPE DE LA CANNE

EL JEEP DE PHILIPPE LECLERC frenó bruscamente delante del improvisado campamento del general Ornar Norman Bradley. Su conductor, agotado, había conducido toda la noche sin detenerse y el sol del horizonte le castigaba los ojos provocándole somnolencia. El Patrón apoyó el extremo del bastón en tierra firme y saltó del vehículo. Aquella vieja lesión, fruto de su accidente de equitación, le resultaba molesta en ciertas ocasiones. Y en esa, en la que le urgía encontrarse con el general norteamericano y necesitaba correr casi tanto como su vehículo, mucho más.

—Anuncien al general Bradley que el general Leclerc quiere verle —gritó el chófer de Leclerc a la puerta del campamento.

Los oficiales reunidos en la antesala del despacho del norteamericano se mostraron sorprendidos con aquella visita inesperada y sus ojos se clavaron en el rostro de Leclerc.

—Lo sentimos —contestó un joven souslieutenant en perfecto francés, lo que extrañó al general galo—, pero el general Ornar Bradley no está aquí…

—¿Tardará mucho? —quiso saber Leclerc.

—No lo sabemos. Se desplazó hasta el cuartel general. Tenía cita con los generales Patton y Eisenhower.

—Está bien, le esperaré —dijo, para clavarle la mirada a continuación y preguntarle—: ¿Es usted francés?

—No, mi general. Soy argentino, de padre francés, pero estudié en la Academia Militar de Francia.

—¿Cómo es eso?

—Mi general, Francia es la patria de mis afectos. En cuanto me enteré en Buenos Aires de que había sido invadida, no lo dudé. Atravesé el Atlántico para unirme a las fuerzas de la Francia Libre. —¿Por qué está aquí y no en el frente?

—Como hablo tres idiomas, el general Bradley me asignó de oficial de enlace —expresó, pero al contemplar el gesto de Leclerc, añadió—: Aunque yo prefería combatir en las filas de la II División. —Siempre hay tiempo, siempre.

—¿Me admitiría? —preguntó entusiasmado.

—Claro. ¿Cómo se llama usted?

—Carlos Iriarte.

Leclerc asintió. La sonrisa abrió el rostro del joven oficial mientras el general se sentaba en una silla de mimbre y extraía un papel del bolso de su guerrera. Releyó para sí el cable enviado a De Gaulle.

«Se toman decisiones sensatas y juiciosas, pero cuatro días más tarde. Se me había asegurado que el objetivo de mi División era París, pero ante la actual parálisis he enviado a Guillebon en dirección a Versalles… Desgraciadamente no puedo hacer lo mismo con el resto de la División por cuestiones de aprovisionamiento de carburante y a fin de no violar todas las reglas de subordinación militar…».

Al acabar, lo dobló y lo guardó. Casi de inmediato, golpeteó cuatro veces el piso con la punta del bastón antes de ponerse de pie para encaminarse hacia la puerta.

Los militares norteamericanos, al notar el gesto, cruzaron miradas y sonrieron. Acababan de presenciar el conocido tape de la canne del general Leclerc, aquel por el cual los norteamericanos le habían apodado El león impaciente.

A la puerta, contemplando el despliegue de los rayos del sol sobre los enormes pastizales, evocó la visita de la víspera, la del comandante Gallois-Cocteau, uno de los jefes de la Resistencia parisina. Sus palabras le habían herido como una daga: «Debe entrar en París de inmediato, mi general. Los parisinos se han rebelado y la revuelta se ha extendido por toda la ciudad, del bulevar de Saint Germain al Panteón, de la República a la plaza de la Bolsa. Todo acompañado de barricadas, tiros y explosiones. No sabemos cuánto podremos resistir…».

La hora del almuerzo había llegado y Leclerc continuaba paseando y tamborileando el suelo de vez en cuando. Su chófer se acercó:

—¿Le traigo comida, mi general?

Negó con la cabeza.

Llevaba ocho horas esperando; el sol se aproximaba al oeste. El souslieutenant Carlos Iriarte se acercó a la carrera:

—Mi general, el general Bradley ha regresado. Ha dicho que le recibirá ahora.

Leclerc se adentró en el barracón con paso belicoso. Un sargento mayor le abrió la puerta del despacho iluminado por los rayos crepusculares. Bradley le esperaba de pie y, tendiéndole la mano, le espetó:

—Sé por qué está aquí, pero ya he hablado con Patton y Eisenhower y no es posible acceder a…

—Es que no ven que es un error —exclamó Leclerc, clavando el extremo del bastón en las baldosas.

—El error es suyo y de De Gaulle —aseguró el otro, encendiendo un Lucky Strike—. No comprenden que si la defensa de París es muy fuerte debemos emplear siete divisiones —y, alzando la voz, repitió—: Siete divisiones. Sin contar con la necesidad de atender a cuatro millones de estómagos hambrientos. Es un tiempo precioso que se puede emplear en seguir avanzando…

—¡Se olvida de los parisinos! —gritó Leclerc, pero, al ver el gesto de desagrado de su homólogo, aflojó el tono—: Han ocupado las calles, Ornar. Tienen bloqueados a los alemanes y precisan ayuda.

Bradley se dirigió a su sillón y se sentó. A continuación, dando una calada, calmo, le expuso:

—¿Quiere ver a su querido París en llamas?

Leclerc, aún de pie, permaneció mudo, ante lo que Ornar Bradley continuó:

—Ah, y ordene de inmediato el regreso del teniente coronel Guillebon. —La expresión de sorpresa de Leclerc provocó una sonrisa en el rostro moreno de Bradley—: ¿Qué creía, que no lo sabía? En el cuartel general estamos muy hartos de sus insubordinaciones. Primero, Túnez; luego las incursiones en las fuerzas de Giraud; después, los itinerarios que ha seguido en Francia, alejados de las rutas ordenadas…

No pudo continuar, ya que el souslieutenant Carlos Iriarte había entrado en el despacho.

—Mi general, Eisenhower al teléfono —le informó.

—Pásemelo.

Descolgó el auricular y aplastó el cigarro en el cenicero de latón. Leclerc se mantuvo impávido ante él.

—A tus órdenes… Ah, De Gaulle… Sí, aquí tengo a Le… Ya… ¿Estáis seguros?… Bien, así se lo trasladaré a Gerow… No… Descuida. —Y con calma colgó.

Las mejillas de Bradley parecían haber perdido el bronceado, pero, antes de hablar, encendió otro cigarro. Expulsó el humo y, entonces, le dijo con parsimonia:

—Bueno, parece que lo han logrado ustedes. Al parecer, en cuanto abandoné el cuartel general, allí se presentó De Gaulle y ha convencido a Patton y Eisenhower.

—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó Leclerc sin pestañear.

—Avanzar hacia París —dijo, y, al notar la sonrisa apenas disimulada del general francés, se alzó de su sillón y añadió enfadado señalándole con el índice—: Pero se lo advierto: si encuentra resistencia alemana no entre en conflicto. Espere la llegada de las divisiones de infantería norteamericanas de Gerow para entrar en la ciudad. Como desobedezca esta vez, yo mismo lo fusilo.

En ese momento, las miradas del general Ornar Norman Bradley y del souslieutenat Carlos Iriarte se clavaron en el rostro de Leclerc. No comprendieron por qué las facciones del general francés desaparecieron ante lo que parecía una careta amarillenta y aún sonriente.