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ESPERANDO A GODOT
EL VERANO DE 1942 se convirtió en una de las peores épocas de tu vida. Habías combatido en el Ebro, en Madrid; habías visto la muerte de cerca, en compañeros, en amigos, en tu propia familia; incluso el exilio, la Compañía de Trabajadores Extranjeros y el campo de internamiento habían acuchillado tu existencia; pero lo que de verdad asesinaba tu espíritu era la espera en medio de la incertidumbre rodeado de un paisaje monótono en el que un jinete era tan visible como un toro atravesado por banderillas multicolores en el centro del coso. O memorizar caminos trazados por el capricho del viento, los gassi, y verlos desaparecer junto al emplazamiento de las dunas bajo nuevas partículas que portaba el siroco.
En los atardeceres, cuando cesaba el brutal entrenamiento al que sometía a la tropa española el adjudant-chef Campos, te sentabas en la arena y dibujabas la silueta del mapa de Europa: toda era propiedad de Hitler. Sus Panzer se encontraban a las puertas de Stalingrado y en las faldas de los Pirineos. Los territorios cuyas flores no aplastaban sus blindados en realidad eran sus socios: la Italia fascista combatía a su lado; la España de Franco, el Portugal de Salazar y la Francia de Vichy eran sus cómplices. Defendiendo la bandera de la libertad, sólo quedaba Inglaterra.
En el norte de África la situación no era muy diferente: los gobiernos de Argelia, Marruecos y Túnez eran seguidores de Vichy. El único restante en el bando aliado era Egipto. Entre los demás, Libia se hallaba repartida: Trípoli y el noreste era alemán e italiano; la Cirenaica Norte, unas veces inglesa y otras de Rommel, pero desde Bir-Hakeim era sólo alemana; la Cirenaica Sur seguía perteneciendo a beduinos, tuareg o a vosotros, si es que el desierto posee dueño; el Fezzan Norte, hacienda de Mussolini; y el terreno que lindaba con el Tchad, el Fezzan Sur, de la Francia Libre.
Aquellos meses fueron los decisivos para el desenlace de la guerra: si Stalingrado, sitiado, se desplomaba, detrás iría Inglaterra; si el Afrika Korps triunfaba en El Alamein, le seguiría Egipto y vendría hacia vuestras posiciones. «Stalingrado y El Alamein son las penúltimas trincheras frente a la barbarie», os repetíais. «Nosotros, la última».
—El adjudant-chef está loco, mi sargento —te quejaste a Fábregas un atardecer después de la paliza del entrenamiento diario—. No comprende que si el Afrika Korps avanza hacia nosotros es mejor que nos rindamos. ¿Cómo podremos hacerles frente sin tanques ni artillería ni aviones?
El sargento jefe sonrió, apoyó su guitarra sobre el suelo, en vertical, como si fuera un violonchelo, y tocó un pizzicato que no identificaste.
Miró hacia el sol crepuscular y exclamó:
—Máquinas contra los hombres y la naturaleza o máquinas contra máquinas. He ahí el dilema.
—A veces no entiendo sus reflexiones. —También tú hablaste dirigiéndote al sol.
—Ay, querido Bête. ¿No comprendes que la máquina es la fuerza de Rommel, a la que los ingleses oponen más máquinas? Si se lanzase contra nosotros hemos de guerrear con el desierto como único aliado.
—Perderíamos —apostaste.
Volvió sobre las cuerdas y sus acordes sin prestarte atención. Liaste despacio un cigarrillo mientras varios soldados se os unían formando un corro alrededor de unas ramas y matojos que servirían de alimento a la hoguera.
—Toque Ay, Carmela, mi sargento —solicitó uno.
Comenzaba otro anochecer en el desierto. Miraste los rostros secos de los soldados, que no parecían los mismos de meses atrás. Si los grandes arenales cambiaban a lo largo del día del rojo al pardo, pasando por el pardusco, en ese mundo en el que acechaba la muerte en cada rincón, vosotros adelgazabais y os fortalecíais.
No querías escuchar ni entonar canciones alrededor de la fogata. La costumbre de embelesarte ante los jeribeques del fuego y el crepitar de las chispas no tenía más objetivo que blanquear vuestras mentes, y aquel atardecer te apetecía cavilar.
«Guerrear con el desierto como único aliado», había dicho Fábregas. «¡Qué estupidez! Los soldados, en el desierto, somos como lágrimas bajo la lluvia, la arena nos engulle».
Alzaste la vista, por si el cielo tenía respuestas: una estrella corría como loca por el firmamento.
Los pulmones se abrían y el aire llegaba con más facilidad. La tierra se enfriaba poco a poco. El aterrador vacío de la noche se acercaba. Seguiste caminado sin perder de vista el resplandor de la lumbre.
No podías engañarte ni engañar a nadie. Si te había dolido la supuesta traición de Gitano, más te machacó el silencio de Fábregas y Campos. Desde tu regreso del hospital de campaña no habían vuelto a preguntar por él. Era como si supieran lo que en realidad había ocurrido, pero te lo ocultasen. ¿O eras tú el que se lo ocultaba?
Aquel arenal inmundo, lleno del detritus sobrante a Dios el último día de la Creación, comenzó a emitir gritos y lamentos: las piedras recalentadas habían comenzado su estallido. Debías regresar a la fortificación, pues la temperatura descendía deprisa.
Los soldados habían abandonado el corro y retirado a sus barracones. Sólo encontraste a Fábregas, la guitarra y la épica en sus cuerdas. Tuviste la impresión de que te esperaba.
—¿Qué te preocupa, Bête?
Simulaste que no le habías oído y te limitaste a sentarte a su lado, sobre una de las piedras planas que servían de asiento en las tertulias nocturnas. Él no repitió la pregunta y tarareó Chant du Dèpart
La liberté guide nos pas.
Et du Nord au Midi
la trompette guerrière.
A sonné l’heure des combats…
Al finalizar se levantó a atizar la lumbre, porque el frío había llegado junto al ulular del viento. Regresó enseguida a su piedra y comenzó a liar un cigarro, seguramente esperando que abrieras fuego con tus pensamientos.
—Todo es una mierda, mi sargento. Desde que Leclerc partió, la moral de los compañeros está por los suelos. No hay día que no enferme alguien.
—Lo que ocurre es que no escuchan al desierto. —Dio una calada y, en tono docente, continuó—: Aquí debemos enterrar nuestros sentimientos. La ira, la alegría, la vanidad, la esperanza… ¿Cómo decirte? No sirven de nada y nos apartan del objetivo. Tenemos que seguir el ejemplo de los camellos.
Señaló con el cigarro hacia el grupo de animales que reposaban con el vientre en la arena. Sólo movían las mandíbulas, sus cuerpos semejaban bloques de piedra.
—Desde la Guerra Civil eso es lo que somos: animales de carga.
—No, Bête. Hemos de aprender de ellos. Para sobrevivir no debemos pensar. Hay que gastar el mínimo de energías. Que nuestro corazón se relaje, que nuestros pulmones se serenen, que nuestros tendones se aflojen… —dio otra calada y concluyó—: Nada desmoraliza más que vagar de un sitio a otro sin rumbo.
—Eso son sólo palabras, mi sargento. —Te pusiste en pie y alzaste la voz—: Mi madre en Orán, y yo sin saber qué es de ella. Mi hermano… Ni siquiera sé si ha sobrevivido en Bir-Hakeim. Mi padre muerto o prisionero de los franquistas. Mi hermana, asesinada. Leclerc ha desaparecido sin cumplir su promesa de llevarnos a Estrasburgo. Y el adjudant-chef nos quiere matar antes que los nazis.
—Campos sólo quiere que estemos preparados para cuando tengamos enfrente al Afrika Korps.
—¿Preparados? —Arrojaste la colilla con violencia—. Está loco. Nos machaca. Todos los días nos entierra, dejándonos sólo la nariz al descubierto. Hasta diez horas nos tiene así, aguardando al puñetero Armato para colocar la carga en sus tripas. —Te sentaste de nuevo a su lado y, mirándole desafiante, agregaste—: Todo eso es inútil, mi sargento. Las cadenas de los Panzer van a pasar por encima de nosotros como si fuéramos mantequilla.
Sonrió, y expuso con calma:
—Muchacho, supón que estás en la hoya con tu carga anticarro esperando la llegada de un Panzer. Te han dicho que en él viaja tu querido Obersturmführer Törni. ¿Cuánto tiempo resistirías enterrado?
—Toda una vida, mi sargento —respondiste con los ojos encharcados.
Era un maldito cabrón. Sabía lanzaros puñaladas para desangraros por entero y, así, el día que entrarais en combate, por vuestras venas ya sólo circulara pólvora incandescente.
—Entonces no hay nada que discutir: Campos sabe lo que se hace.
—Llevarnos al límite —barruntaste.
—Otra vez te equivocas, Bête. Hasta ahí llegamos todos en la guerra. Lo que quiere Campos es atravesarlo. Y que no nos venzan por el camino.
Y canturreó una estrofa que nunca habías escuchado:
Cuando mordían un suspiro
el paladar les sabía
a limonares cautivos.
Hijos de España…
Si alguien os hubiese visto desde los cielos sentados alrededor de la hoguera, aislados en medio de la gran mancha negra de las noches del desierto, seguro que hubiese evocado de inmediato a aquellos dos vagabundos, Vladimir y Estragon, de Samuel Beckett, esperando inútilmente la llegada del tal Godot. Aunque este para vosotros se llamara Leclerc.
—¿A qué se dedicaba el adjudant-chef antes de la guerra?
… españoles del olvido.
Por ellos, en el sur de Europa,
crecen llantos, mueren lirios.
Posó la guitarra con mimo en la arena y respondió:
—A la música.
LAS FUERZAS DEL VIII EJÉRCITO BRITÁNICO habían rechazado el avance del Afrika Korps en El Alamein. Además de su capacidad de combate, habían tenido de su parte a la naturaleza: la gran depresión de Qattara había impedido la maniobra envolvente, la favorita de Rommel, y la batalla se libró en los sesenta kilómetros desde la costa a la linde con aquel inmenso salar. «Tal vez Fábregas no se equivocaba al asegurar que el desierto era nuestro aliado», te dijiste al conocer la noticia.
Sabíais que aquello sólo representaba el primer asalto y que los Panzer volverían contra las posiciones defendidas por ingleses, neozelandeses, polacos, canadienses, sudafricanos, australianos, indios y vuestros paisanos enrolados bajo la bandera de la Francia Libre. La batalla final se encontraba aún lejana. Por eso las tropas aliadas desembarcaban incesantemente material y hombres en las costas egipcias, principalmente por el puerto de Alejandría. Las informaciones hablaban de un número de efectivos cercano al cuarto de millón.
«Si ellos no derrotan a Rommel, nosotros no somos nada», os repetíais. Aseguraban que Churchill no sólo había enviado tropa de refresco, sino incluso a un nuevo comandante en jefe, un tal Montgomery.
Tanto si derrotaban al Afrika Korps como si eran diezmados, una cuestión estaba clara: faltaba poco tiempo para que entrarais en combate.
Desde aquel instante dejaste de quejarte de los agonizantes entrenamientos de Campos. En rigor, tus lamentos ya habían cesado desde la larga charla en la que todos tus demonios afloraron para no regresar jamás, la que habías mantenido con Fábregas alrededor de la hoguera bajo una luna en cuarto menguante.
Durante un entrenamiento, esperabas dentro de la hoya la llegada del carro de combate y, para que las horas transcurrieran sin concederte el don de la locura, tu pensamiento regresó a aquella noche y al resto de la conversación.
—¿MÚSICO? —RESPONDISTE estupefacto ante la revelación de Fábregas.
—¿Qué te extraña, Bête?
—Era músico —balbuceaste y sonreíste, para añadir—: ¿Y pretende enseñarnos el arte de la guerra?
—No te equivoques. Los músicos tenemos una cualidad de la que el resto de los soldados carece.
—¿Usted también, mi sargento? —Volviste a sonreír.
—Yo no era músico, Bête. Yo siempre lo he sido. Y el arte de la guerra también tiene su melodía y ritmo particular.
—Dígame cuál es esa cualidad especial —desafiaste.
—El oído —sentenció, y, cuando tu sonrisa se tornó carcajada, añadió—: Nos permite distinguir, entre todos los proyectiles y obuses, los que van dirigidos hacia nosotros.
—Me está tomando el pelo, mi sargento. Usted me ha visto cabizbajo y se ha dicho: «Voy a subirle la moral al cabo». Si le sirve de algo: lo ha conseguido.
Se limitó a posar la guitarra sobre sus muslos y a afinar las cuerdas, soslayando tu presencia. Por eso volviste a la carga:
—¿Cómo se conocieron Campos y usted?
—En un concierto de Louis Amstrong, en París, durante su gira europea, a comienzos de los treinta.
—En aquella época serían ustedes muy jóvenes.
—De tu edad, más o menos. Pero ya teníamos muy claro que lo nuestro era el jazz. La «música degenerada», como la llaman los nazis.
Comenzó a liar un cigarro.
—¿Qué instrumentos tocaban?
—Campos, la trompeta; y yo, el contrabajo —dijo, y deslizó la lengua por el papel para continuar—: Lo mío era el ritmo; lo suyo, la melodía.
Encendió el cigarro y expulsó el humo. Al ver la expresión de sus ojos perdidos en un punto del pasado, supusiste que no mentía. Tras otra calada, continuó:
—París, Barcelona, sus bulevares, las flores en las calles, las noches en blanco, el vaso de güisqui en la barra, los ojos y la sonrisa de las damas, la superposición de ritmos, la bohemia… —Cerró los ojos—. Y la improvisación en nuestras vidas. —Dio otra calada; su mente había abandonado el desierto cuando masculló—: Hasta que estalló la puta guerra y nos impuso su son sangriento.
En ese instante había dejado de ser un trovador andante que se sentaba alrededor de la hoguera en pleno campo de batalla para trenzar bellas historias o llevaros de regreso a la patria de la mano de sus canciones. La nostalgia le había vencido.
—Ha incumplido su regla, mi sargento en jefe. —Sonreíste—. Ha olvidado ser camello.
—Tienes razón. —Su mirada se clavó un segundo en el fuego y luego siguió el rumbo de alguna chispa para citar—: Tout sentiment est la perception confuse de une verité.
—¿Qué dice, mi sargento?
—No lo digo yo, lo dijo Leibniz.
—¿Leibniz? No lo conozco. ¿En qué compañía está?
Sonrió.
—Supongo que en la de Dios —dijo.
—¿Lo mataron los nazis?
—No, pero si hubiese vivido en esta época, seguro que lo hubiesen fusilado.
La temperatura había descendido mucho y brasas tardías se despedían de vosotros: era hora de abandonar la charla. Pero siguió entonando aquellas estrofas, nuevas para ti:
¿Habéis visto alguna vez
enterradas las guitarras
y los gritos?
Los matojos surgían en la negrura como espectros. Las gotas de agua que todavía mantenían, junto a las depositadas en las piedras, se convertirían en escarcha al llegar el alba.
¿Las navajas ateridas?
¿Yerto el valor bajo el frío?
—Gitano era un traidor —cortaste su cántico.
—¿Por qué dices eso?
Sacaste del bolsillo de tu camisa el papel con los signos en Código Morse. Lo desdoblaste y se lo mostraste.
—Encontré este borrador entre sus cosas.
Lo ojeó sin prestarle mucha atención y añadió:
—¿Por qué sabes que lo envió él y no que descifró el mensaje de otro?
«¡Maldita sea!», te dijiste. Fábregas tenía razón: habías juzgado demasiado pronto a tu amigo.
—No lo sé, mi sargento. Pero también está la ficha de identificación que consiguió del Obersturmführer, el dinero que siempre manejaba, el…
—¿Y eso te hace creer que es un traidor?
—Sí.
—Muy rápido desconfías de Gitano… ¿No has pensado que puede ser un agente doble?
LAS CADENAS DEL ARMATO acercándose a la hoya hicieron que olvidaras aquel diálogo. El morro del carro de combate traspasó la perpendicular de tus ojos. Un par de metros y te ofrecería el interior de su panza. Pegaste la carga. Diez segundos y el tanque sería historia.
«¿Qué ocurría?», te preguntaste. El carro se había detenido: o se había averiado o su tripulación quería comprobar algo. «Si esto pasa en combate, soy hombre muerto», te dijiste. De repente, algo amarró tus tobillos y tiró violentamente de ti hacia el exterior.
Había sido Campos que, de pie junto a tu cuerpo boca arriba en el suelo, te recriminó:
—Cabo, yo no voy a vivir eternamente para salvarle el pellejo. Ha de aprender a improvisar. —Se inclinó, arrimó su rostro al tuyo y silabeó a gritos—: IM-PRO-VI-SE o será hombre muerto antes de entrar en combate.
Tu mancillado amor propio no tuvo tiempo de elaborar un argumento que justificase el odio naciente hacia el adjudant-chef, pues el entrenamiento se vio interrumpido por la bulla proveniente de los barracones galos.
—Adjudant-chef!, —gritó un oficial francés que corría hasta nuestra posición—, ha llegado este parte de guerra de Egipto. El coronel Ingold ha ordenado que lo dé a conocer a los soldados españoles.
Campos leyó la hoja para sus adentros y dirigiéndose a Fábregas le ordenó:
—Que formen los nuestros.
La voz de mando del sargento jefe se oyó en los puestos ocupados por los españoles. Una tropa de barbudos con la cabeza afeitada, con jirones por uniformes e indisciplina en los ojos, se fue sumando a nuestro alrededor; salían de hoyas, de trincheras, de los cobertizos, incluso de las letrinas. Aquel escaso centenar de hombres esperaba las palabras del adjudant-chef.
—Compañeros —gritó Campos—, lo que temíamos ha ocurrido: la batalla de El Alamein se ha reanudado. El nuevo comandante en jefe del VIII Ejército británico, el teniente general Montgomery, ha emitido su primer parte de guerra. Por su extensión no lo reproduciré al completo, pero les indicaré los dos puntos principales. El primero, ordena que la palabra box, como posición defensiva, sea borrada de nuestra jerga. A partir de ahora todas son posiciones de ataque. —Murmullos y miradas de asombro entre vosotros—. La segunda tiene que ver con su nota final. La leo textual: Y, ante el fascismo, que nadie se rinda.
—Eso significa…
Fábregas no te dejó terminar:
—Que vayas preparando el Mosin y visualices a Rommel en el punto de mira. De un momento a otro vamos en su búsqueda.