14: Deserción

14

DESERCIÓN

SPAREN SIE SICH DIE, Obersturmführer Törni, die Skorpione… Lucía, madre, el teniente Granell, la Luger a un metro de tu cabeza, los nazis que rodeaban al de la pistola, el repugnante capitán del campo, la silueta del asesino… Törni, Törni…

Abriste los ojos.

—Veo que ha salido del coma —dijo una voz a tu derecha—. Estupendo, vamos por buen camino.

Sentiste agudos dolores en las piernas y en la parte izquierda del cráneo. Viste el rostro redondo y las gafas de un hombre con bata blanca a tu lado. Sus dedos te separaban más los párpados.

—Legionario, si me oye, asienta.

Obedeciste. Distinguiste tres galones blancos cosidos en el bolsillo de la bata. Era un capitán médico francés.

Unos dedos te quitaron algo suave adherido a la frente: una venda. Estaba ensangrentada.

—Enfermera, acerque un espejo —ordenó el médico.

Las manos enrollaron entonces aquella venda. El médico te arrimó el espejo de modo que pudieras ver la parte izquierda de tu cráneo.

—Salvó usted la vida de milagro.

Te habían rasurado la cabeza. En la piel, como una quemadura, aparecía dibujada la trayectoria del proyectil. El hueso se veía hundido.

—Legionario, su estado es el siguiente: las heridas de sus piernas no son graves, pero le espera un largo mes con muletas. La herida de su cabeza sanará, pero es mejor que lleve el pelo largo toda su vida o ninguna mujer lo encontrará atractivo. —Sonrió, te apretó la mano y se alejó.

«Obersturmführer Törni», te repetías. Cerraste los ojos y regresó el rostro de tu hermana tumbada en la arena con los ojos abiertos y la costra de sangre seca en su boca. De fondo, como si proyectaran una película, la pesadilla desde Madrid a Carnot, pasando por el Stanbrook.

La silueta del oficial nazi se recortaba contra el sol. Tus latidos: toc, toc, toc, Törni, toc, toc…

DESPERTASTE EN AQUELLA SALA blanca, entre las dos filas de camas.

—Me alegro de que haya despertado, hijo.

Aunque veías al teniente Granell a tu lado, su voz te llegó como desde muy lejos.

—Mi teniente, ¿nos arrestarán por… salir sin permiso… del campamento?

—Al contrario, a usted le han ascendido.

Señaló algo. Giraste con dificultad la cabeza. Era tu uniforme de gala de la Legión Extranjera con el distintivo de tirador selecto y tres galones rojos: te habían ascendido a cabo.

—No entiendo.

—Hablé con el capitán Buiza. Le conté lo ocurrido y elevó informe al coronel indicando que usted y yo habíamos salido del campamento cumpliendo sus órdenes en una misión de inspección de la zona en la que fuimos tiroteados por miembros de la Gestapo.

—Sigo sin comprender, mi teniente.

—La situación ha cambiado, hijo. Muchos militares franceses saludaron el armisticio de Pétain con Alemania, pero no están dispuestos a colaborar con los nazis. Desde el desembarco de Rommel en África, la Francia de Vichy se encuentra dividida. Sólo necesitan un líder y unirán sus fuerzas a la Francia Libre.

—Eso quiere decir que…

—Quiere decir que, de un momento a otro, gran parte de la Legión Extranjera de Pétain se opondrá a la colaboración con Alemania. El capitán Buiza está liderando a los españoles alistados.

—¿Lucharemos contra los nazis, mi teniente?

—No se preocupe de eso, hijo. Usted, recupérese. Mire, le he traído su Mosin. Pensé que era mejor que estuviese con su dueño…

Contemplaste el fusil.

—Colóquelo dentro de la cama —pediste.

—¿Como si fuera su novia?

Acariciaste la culata y su carcasa: el pasaporte de Törni hacia el infierno.

—Mi teniente, ¿quiénes eran aquellos alemanes?

—Eran de la Gestapo. Concretamente se trataba de la unidad del Hauptsturmführer Klaus Barbie que acompañaba a Rommel con la misión de buscar judíos en los campos de internamiento franceses.

—¿Lo de mi hermana?

—Lo de su hermana y cinco chicas más, hijo, no tuvo nada que ver con la búsqueda de judíos. Decidieron celebrar una fiesta por el desembarco del Afrika Korps. Las forzaron y después las mataron.

Tragaste saliva. Apretaste el Mosin contra ti. Törni iba a morir, se escondiera donde fuera.

—Mi teniente, ¿a dónde se fueron?

—Se llevaron a los judíos al campo de concentración de Natzweiler-Struthof, cerca de Estrasburgo.

Estrasburgo. Tu destino, en cuanto te recuperaras.

—¿Qué ha sido de mi madre?

—Ha estado a su lado estos días; hoy le pedí que descansara. Y no se angustie por ella. Le hemos encontrado una casa a las afueras de Orán. En el barrio habitan varias familias españolas y se ayudan entre ellas.

NATZWEILER-STRUTHOF, ESTRASBURGO, la «A» tatuada con un signo menos en el antebrazo, la silueta de Törni, aquellas palabras: Sparen Sie sich die Kugel, Obersturmführer

Despertaste. Era de noche. Tu madre, sentada junto a tu cama, contemplaba una foto. Llevaba una chilaba y un pañuelo de seda sobre el cabello. No se había dado cuenta de que la mirabas.

—Madre, no llore.

—Nico… —dijo, y se puso de pie.

—¿Cómo se encuentra?

—No te preocupes por mí. Ahora debes obedecer a los doctores y recuperarte.

—El capitán médico me ha dicho que en unas semanas podré caminar… Y el teniente Granell me aseguró que usted se encontraba fuera del campo, en una vivienda con más exiliados.

—Así es. Ese teniente es muy buena persona. Me buscó el alojamiento, me entregó dos mil francos que, según él, eran tuyos y añadió quinientos suyos.

—¿Y el cuerpo de Lucía?

—Lo enterramos junto a las otras chicas en el cementerio del campo de Carnot.

Rompiste a llorar tú también. Te abrazó.

—Descanse, madre. Váyase a casa.

Se irguió y se secó las mejillas. Te entregó la foto: era la de los cinco, antes de la Guerra Civil. Lucía tendría doce años y su sonrisa iluminaba aquel papel sepia.

—Es mejor que la conserves tú, Nico. Yo no puedo mirar esa foto sin morirme un poco todos los días.

—La guardaré yo, no se preocupe.

—Quédate también con esto.

Y puso en tu mano dos pendientes de oro. Eran los que había lucido tu hermana, durante su primera comunión, en la iglesia del barrio. Con suavidad, tu madre te apretó los dedos en torno a ellos, y tú cerraste los ojos. Una foto y dos aretes: todo lo que quedaba de ella.

UN INMENSO CARTEL flotaba en el aire, con una gran letra «A» escrita en negro, y se bamboleaba sobre tu cabeza. Desde algún sitio se oía una voz: Sparen Sie sich die Kugel Obersturmführer

—«Ahórrese la bala, teniente Törni, los escorpiones lo rematarán».

La voz de Gitano te despertó.

—¿Qué dijiste, Luis?

—Traduzco las palabras que repites siempre en sueños.

—¿Desde cuándo sabes alemán?

—Desde hace tiempo. No sé mucho, pero sí lo suficiente.

—¿Cómo no estás en la Línea Mareth?

—El teniente me dio la orden de que permaneciera a tu lado hasta que te recuperases. «Su puesto está con su compañero legionario», dijo. De paso, aprovecho para visitar a una amiga de la compañera puta…

—Sigues sin escarmentar.

—Ah, el teniente también me ordenó que sustituyera a tu madre en el hospital para que descansase.

—¿Qué tal está?

—Bien, lleva cuatro días en la nueva vivienda y tiene de todo. Le entregué cinco mil francos para que se fuera arreglando.

—¿Cinco mil francos? —preguntaste extrañado—. ¿De dónde has sacado tanto dinero?

—Un trabajo extra que…

Luis no pudo continuar. Dos figuras enormes entraron en la sala, deteniéndose en medio del pasillo que separaba las dos hileras de treinta camas. Te incorporaste un poco. Los dos llevaban las cabezas rapadas y el traje colonial de la Legión Extranjera con la bandera de Francia coronada con la Cruz de Lorena, machete, dos granadas y pistola al cinto. Las camisas abiertas no dejaban ver el pecho, oculto tras sus enormes barbas. Su aspecto era terrible. Te fijaste en sus galones. El de mayor rango rompió el silencio y lo hizo en español:

—Soy el adjudant-chef Miguel Campos. Pertenezco a las fuerzas de la Francia Libre, cuyo gobierno se encuentra en el exilio como el nuestro. El sargento jefe y yo hemos venido para transmitirles que…

Imposible. Volviste a fijarte. Y sí, era cierto. El sargento jefe portaba un arete. Pero estabas seguro de que la estampa, la voz, el acento del adjudant-chef coincidían con las del hombre de mandíbula cuadrada que había desafiado a los gendarmes y al capitán del Stanbrook en el puerto de Alicante.

—… desertar y unirse a la Francia Libre. El contrato será hasta que la guerra termine y expulsemos a los nazis de Estrasburgo y…

Había pronunciado la palabra mágica: Estrasburgo.

—Yo voy con ustedes —gritaste—. Luis, dame la mano.

Gitano te ayudó a incorporarte. Te sentaste en la cama, percibiste el frío del suelo en las plantas de los pies.

—¡Estás loco, Ardura! —exclamó Luis.

—¿Ardura? —repitió el sargento jefe en un murmullo, mientras tú le ordenabas a Luis acercarte las muletas.

El sargento jefe se arrimó a los dos y su mirada se fijó en el Mosin tendido en la cama. Después la enfocó hacia los galones de cabo de tu traje y el distintivo de tirador selecto.

—¿Usted se llama Ardura? —te preguntó.

—Sí, mi sargento. Soy el cabo Ardura.

—¿No será, por casualidad, hermano de Fran Ardura?

—¿Conoce a mi hermano?

—Es posible. ¿Cuál es su récord, cabo? —inquirió.

—Blanco en movimiento a ochocientos metros.

—Campos —llamó el del arete—, aquí tenemos un cabo que creo nos conviene.

El adjudant-chef, al lado del sargento jefe, observó en silencio tus vendajes. Después ojeó el Mosin y tu uniforme, y sentenció:

—No vendrá con nosotros. No se encuentra en condiciones: el viaje al Tchad lo mataría.