14: A vida o muerte

14

A VIDA O MUERTE

BERLÍN, ÚLTIMO ANILLO DEFENSIVO, al atardecer.

La batalla por la toma de la capital de Alemania había comenzado a mediados de abril desde las colinas de Seelow, en el Óder. Las tierras al este del estado de Brandeburgo habían sufrido el avance imparable de los carros de combate del Ejército Rojo al mando del general Zhúkov. Poco después, la ciudad de Berlín soportó en sus calles el bombardeo imparable de la RAF y de la USAAF norteamericana. De inmediato, la artillería rusa se unió al castigo y los cinturones defensivos de la capital fueron cayendo uno tras otro.

Para los soldados soviéticos aquello apenas pagaba sus veintiocho millones de muertos, sus tierras arrasadas, sus familias destruidas, sus mujeres violadas y los cuerpos de sus hermanos llenando las acequias. Era verdad que los mandos habían prohibido las acciones de venganza contra las tropas alemanes y la población civil, pero les resultaría difícil contener el odio y el hambre de venganza acumulados durante tres años hacia los nazis, que aún ante la derrota les seguían considerando infrahumanos, Untermenschen. Y si alguien pretendió que el rencor aminorase, fracasó estrepitosamente cuando aquellos hombres —que creían conocer cualquier infierno— liberaron el campo de Auschwitz y quedaron paralizados ante tanto horror.

—Escucha lo que dice Radio Moscú —dijo Julia Natalinova a tu padre, entrando deprisa por la torreta del T-34 y elevando el volumen.

«Ante la denuncia soviética de que a Hitler lo defienden soldados españoles, Franco ha emitido un comunicado negando categóricamente tal aseveración. Alega que, en caso de que algún español se involucrara con uno de los bandos en conflicto, lo haría a título exclusivamente particular y sería despojado de la nacionalidad española…».

Tu padre conocía las razones de aquel desmentido. El día anterior, su regimiento había tomado prisioneros a exdivisionarios azules con uniformes de las Waffen-SS en el primer anillo defensivo de la ciudad. Y había reconocido a su jefe, el teniente coronel Miguel Ezquerra, antiguo combatiente en Krasnyj Bor, que se había rendido junto a su enseña, la Cruz de San Andrés.

—Espero que no nos encontremos a más —manifestó tu padre—. Antes de que dé la orden de dirigirnos al Reichstag, conviene que leas esto. El general Vladimir Serguéi, mi padrino, me lo acaba de entregar. —Y le tendió un sobre abierto.

Tu padre sacó los folios y los leyó deprisa. La alegría al enterarse de que tu hermano y tú os encontrabais vivos y en las filas de la Francia Libre se truncó cuando leyó lo del asesinato de Lucía. Apretó los puños y los párpados con fuerza, pero no pudo contener las lágrimas. Luego los abrió despacio, como con miedo. Tal vez temió que la siguiente noticia fuera la de que tu madre también hubiera fallecido. Pero una sonrisa de alivio se asomó a su cara al saber que se encontraba viva y en París. Hasta habías añadido la dirección.

—Julia…

—Es mejor que no digas nada. Lleguemos cuanto antes al Reichstag y sales hacia París.

—Comprenderás que…

—No has de explicarme nada, Antonio. Lo nuestro fue un amor de guerra… de conveniencia. Nada más —dijo segura, pero a tu padre no le pasaron inadvertidos sus ojos húmedos.

A continuación, la teniente coronel cogió con firmeza el micrófono de la emisora y ordenó a sus comandantes:

—Por la avenida Frankfurter, sin detenerse hasta al Reichstag.

Los T-34, capitaneados por el «Kirov», avanzaban en la niebla entre las llamas y escombros, disparando sus cañones F-34 y ametralladoras de 7.62 a todo lo que presentase movimiento. Era de noche y la luna se ocultaba tras la bruma y el humo, pero ellos no la necesitaban. Cada carro iba provisto de un potente reflector que cegaba a los alemanes. La tierra de los caminos del extrarradio estaba arrugada y ensangrentada, los postes de telégrafo ardían como cerillas y los cadáveres sembraban los campos llenos de cráteres. Al penetrar en las calles de la ciudad, el asfalto desprendía un humo asfixiante, los laterales de las avenidas estaban plagados de carros de combate ardiendo, aquello parecía un matadero de tanques, y el cielo se teñía de rojo y violáceo de aviones estrellándose.

Los cuerpos de soldados Waffen-SS y de la Wehrmacht, de milicianos del Volkssturm o de chiquillos de las juventudes hitlerianas cubrían las calzadas. Los cinco ejes de las potentes cadenas de los carros los aplastaban sin detenerse. De repente, detrás de un Panzer Tiger humeante, tu padre distinguió a una escuadra de SS con un lanzagranadas. Giró la torreta del «Kirov» y apretó el disparador. La boca del F-34 escupió certera. El impacto provocó que los cuerpos de dos soldados saltasen desmembrados y que el tercero se arrastrase sangrando. Enfocó el visor hacia este. Aquel rostro…

Se asomó a la torreta sin perder tiempo. Al comprobar sus sospechas saltó del carro, entre balas y obuses que silbaban, y corrió hacia el soldado agonizante.

—¡No disparen! —gritó, y se arrodilló junto al SS.

Las tripas, entre la sangre que manaba sin cesar, eran bien visibles. Con la mano en la nuca del soldado, le alzó la cabeza para que pudiera verle y le llamó:

—Camarada Ricardo…

—Hola…, abuelo…

—¿Qué locura es esta?

—Regresé. Franco… nos traicionó…

Un hilo carmesí brotó en la comisura de sus labios. Tosió. Un borbotón de sangre precedió a las convulsiones. El rostro se inclinó. Luego, la rigidez. Los ojos quedaron abiertos mirando al infinito. Tu padre le bajó los párpados y exclamó:

—Nos traicionó a todos, hijo. Descansa en paz.

De inmediato se irguió para subir al T-34 y, sin razón aparente, su mirada se dirigió al final de la avenida. Una bandera roja ondeaba en la cúpula del Reichstag.

MADRID, CAMPO DE TIRO de Carabanchel, al alba.

El camión cargado de presos arribó al descampado. El calor que sufrían en los calabozos pareció aminorar por el viento proveniente de la sierra. Los condenados, ante la atenta mirada de dos pelotones de la Guardia Civil, descendieron con dificultad. Llevaban sus pies encadenados y las yagas de las torturas aún estaban frescas. Cuando los siete prisioneros hubieron apoyado sus pies descalzos sobre los guijarros, los exhortaron a caminar a golpes de culata contra las caderas.

Al frente de la fila se encontraban José Vitini y Marino, al que habían quitado el parche del ojo y mostraba la cuenca vacía. En el trayecto, el balance de los meses anteriores pasó fugaz por sus mentes, con el resultado final: el grueso de los Cazadores de la Ciudad habían sido detenidos y condenados a muerte.

Sabían que se trataba de una traición, pero poco importaba ya eso ante el pelotón de fusilamiento. Atrás quedaba para Vitini la gloria en la Resistencia francesa, su puesto de teniente coronel al mando de la 16.ª División, la liberación de Albi, Rodez, Lourdes y los pueblos de la periferia parisina, su aclamación como héroe de Francia, el frustrado ingreso en España por el Valle de Arán y la incorporación a la guerrilla antifranquista en Madrid para potenciarla y dirigirla.

Sólo le quedaba la satisfacción de los golpes de mano a la dictadura de Franco desde diciembre: el sabotaje a empresas alemanas en España como la Agencia de Ferrocarriles; la destrucción de la Delegación de Prensa del régimen; el asalto y voladura de la sede de Falange en Cuatro Caminos con dos muertos; el atentado al germanófilo diario Informaciones… Y el resultado final: la policía militar franquista capturó a los Cazadores de la Ciudad.

Marino, por su parte, se enorgullecía de que ninguno de sus hombres se hubiese derrumbado ante las torturas, por lo que los carceleros no obtuvieron más información que la que les habían facilitado los chivatos o infiltrados. Guerra Civil, las minas de wolframio, la División Azul, de nuevo Madrid y la guerra que nunca se detuvo. La imagen imborrable que le acompañaría a la tumba sería la de Vitini, atravesando la frontera para ponerse al frente de todos ellos. O aquella otra, cuando los carceleros lo devolvían a la celda después de horas de torturas, arrastrando los pies y con la cara hinchada por los golpes, y aún les incitaba a resistir:

—Camaradas, ahora es cuando hay que ser más fuertes.

Aún en aquellos minutos, Marino tuvo un segundo para preguntarse por la suerte de su amigo Antonio Ardura, al igual que Vitini por su camarada Cristino. Pero el recuerdo de la última noche en las celdas fue común para ambos: la cena opípara, las risas, los cigarros, la Internacional y hasta el Asturias, patria querida.

Colocaron a los siete en hilera. Al frente se alzaban amenazadores los muros de la cárcel que los acogiera durante meses en un juicio sumarísimo y con unas torturas interminables. Los guardias, a quince metros, alzaron los cañones de sus fusiles y les apuntaron.

—¿Alguien quiere que se le venden los ojos? —preguntó el sargento jefe de aquel destacamento.

Los condenados negaron con la cabeza y una sonrisa recorrió sus rostros, como si en esos momentos tuviesen muy claro que el destino de los hombres no lo marca una derrota aislada. Y que, al final, no dejamos de ser sombras y cenizas.

Irguieron sus cuerpos, clavaron arrogantes la mirada en sus verdugos y comenzaron a cantar:

Arriba parias de la Tierra.

En pie famélica legión…

—¡Fuego!

AUSTRIA, PASO DE ARLBERG, al amanecer.

Entre desfiladeros nevados, la 1.ª División Ligera, encabezada por la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, atravesó la frontera de la provincia alemana de Ostmark, la otrora Austria. Desde Estrasburgo, en un avance arrollador, los legionarios habían liberado las ciudades de Rottweil y Sigmaringen de nazis y de colaboracionistas de Pétain, que huyeron escoltados por fuerzas de la Wehrmacht a refugiarse más allá de los Alpes. Pero la persecución continuaba.

La primera ciudad austríaca en capitular fue Bregenz, a orillas del lago Constanza. En la torre de la iglesia del Corazón de Jesús, el punto más alto de la villa, colocaron la bandera tricolor, que destacaba aun más sobre sus tejados negros de pizarra. Luego prosiguieron hacia Feldkirch por los amplios y verdosos valles. Los puentes sobre el río Ill, el afluente del Rin, se encontraban intactos, por lo que no aminoraron la marcha. En la cúspide del edificio más elevado, un torreón cilíndrico con tejado cobrizo —posiblemente un antiguo depósito de agua—, izaron la bandera de Francia.

El siguiente destino para adentrarse hasta el corazón de Austria era el Paso de Arlberg. La RAF les despejaba el camino del grueso de los ejércitos y de blindados, pero nada podía hacer frente a las incursiones de comandos, los terrenos minados o los nidos de ametralladoras ocultos en las cumbres nevadas.

Los amplios valles de Feldkirch se estrechaban y el convoy militar se disponía a un ligero ascenso entre suaves colinas que precedían a la sierra de Arlberg y sus tres mil metros. Las vías férreas se conservaban intactas; los alemanes, en su huida, no habían tomado la precaución de destruirlas, quizá pensando en un regreso inmediato a Baviera. En el hondo, el río Inn adquiría un tono turquesa frente a los desfiladeros blanqueados. Las paredes de roca se alzaban casi verticales y los soldados temieron avalanchas. En un tramo estrecho, el tren parecía competir con el cauce del río para hacerse hueco en la garganta, lo que provocó que todos los soldados de la 13.ª Semibrigada recorriesen el trayecto pegados a las ventanas.

—Hay que tener mil ojos, Mognazni —indicó tu hermano—. El tramo es favorable para las emboscadas.

—Esté tranquilo, mi capitán. Si hubiesen visto algo raro, la RAF ya nos hubiese avisado —respondió calmo el soldado argelino de la chechia granate.

—No sé, algo no me gusta —dijo Fran, arrimándose al cristal—. Demasiado silencio.

—Sería una fatalidad morir ahora, a pocos minutos del fin de la guerra. —Y sonrió.

—No te engañes, Mognazni: que los rusos hayan entrado en Berlín no significa la paz.

De repente, el tren frenó con brusquedad. Varios legionarios rodaron por los suelos.

—¡Fuera del vagón! —ordenó Fran.

Los soldados saltaron a las vías y escalaron la ladera en busca de rocas tras las que protegerse, dentro eran blanco fácil para las piezas de artillería y la Luftwaffe. Desde sus posiciones pudieron comprobar que la línea férrea había sido cortada. Era preciso esperar a que la reparasen, tal vez varias horas.

En pocos minutos, la 13.ª Semibrigada había hecho Camerone. Si habían defendido Bir-Hakeim del Afrika Korps, aquel desfiladero sería un box inexpugnable para el asalto de tropas menos aguerridas. De pronto un Stuka zumbó en los cielos. Después, silencio, el verdadero peligro. Cientos de trazadas de balas batieron las trincheras de los legionarios. El Stuka, en vuelo rasante, ametrallaba sus posiciones.

Tres españoles de la 5.ª compañía —la misma que, a las órdenes de Fran, facilitó voluntarios al capitán Morel en Bir-Hakeim para liberar a la brigada india—, salieron de sus posiciones y corrieron hacia el vagón que transportaba el cañón antiaéreo. Desataron los nudos de las sogas y quitaron la lona que lo cubría. Uno dirigió el punto de mira hacia los cielos mientras los otros dos acercaban los proyectiles. Un Focke-Wolf 190, en sentido contrario al esperado, les sorprendió y la salva de balas tumbó a los tres veteranos.

—¡Cómo en el Ebro, compañeros! —gritó tu hermano. Al tiempo que saltaba como un diablo hacia los cuerpos acribillados de los legionarios. Le seguían, a un palmo de distancia, las balas de la ametralladora del Focke, que impactaban en el suelo rocoso.

Más soldados salieron desde sus blocaos y corrieron hacia las piezas de artillería que reposaban sobre los vagones. El Stuka compareció de nuevo. Pero en esa ocasión obtuvo respuesta de las antiaéreas y se perdió en el desfiladero seguido de una estela de humo negro. Después se estrelló contra la vertical rocosa del desfiladero.

Cuatro antiaéreas vigilaban los cielos. El Focke-Wolf regresó y las aguas turquesas se tiñeron de rojo. Un disparo alcanzó al caza, que dando tumbos se estampó en el río. Volvió el silencio. Las miradas escrutaron la cañada para comprobar las bajas.

—¡Mi capitán! —gritó el soldado argelino.

Tu hermano, inmóvil y con varios impactos en las piernas y en el pecho, se encontraba tumbado en la plataforma grisácea de la antiaérea.

—No se mueva, ahora llega el sanitario.

—No, Mognazni… Que atiendan a los otros… Yo ya estoy muerto.

—No diga eso. Manténgase despierto.

—Prométeme… —Agarró la camisa del argelino y lo acercó hacia él, y añadió—: Que buscarás a mi hermano…

—Se lo juro.

—Asegúrate de que… —Tosió, una, dos veces— haya matado… al Obersturmfürer

—Lo haré. Descanse.

Fran asió con las dos manos la camisa del soldado y con más fuerza lo atrajo hacia sí, hasta que sus rostros se tocaron.

—Júrame que…, si Nico ha muerto sin encontrarlo…, tú nos relevarás a los dos…

Mektoub —respondió el argelino, y dirigió la mirada al cauce del río, como si en verdad aquella promesa estuviese escrita en los rayados de las aguas turquesas.

Tu hermano soltó la camisa del soldado y su cuerpo se relajó.

—Gracias…, Mognazni…

La cabeza se ladeó y sus manos se abrieron. Había muerto.

Los soldados, acercándose a darle el último adiós, no comprendían la mueca de satisfacción que iluminaba su rostro. Tal vez las siguientes palabras del soldado de la chechia, arrodillado ante su cuerpo, les explicaron un poco lo ocurrido.

—Le juro, mi capitán, que pronto encontrará en el Más Allá al Obersturmführer, y usted mismo también le ajustará las cuentas.

El jefe de la 13.ª Semibrigada, el teniente coronel Bernard Saint-Hillier, rompió el cerco de legionarios alrededor del cuerpo de Fran. Irrumpió en él y se quedó un segundo contemplando el cadáver, como dudando de que la muerte le hubiese alcanzado. Habían recorrido juntos muchos lances: Eritrea, Siria, Líbano, Bir-Hakeim, Sicilia, Provenza, la bolsa de Colmar… Le resultaba imposible que, a punto de terminar la guerra, su capitán no pudiera celebrar la paz. Aún le recordaba en Bir-Hakeim, antes de lanzarse sobre los Panzer, espoleando con su grito de guerra a los españoles: «¡Cómo en el Ebro, compañeros!».

Se frotó la sien. Despacio, fue bajando la mano hasta la altura del corazón, llevándola a la medalla prendida de su guerrera. Hincó una rodilla en la base metálica de la antiaérea y, tras arrancarse la condecoración, la colocó despacio en el pecho de Fran.

—Nadie la merece más que usted —exclamó.

El sol, potenciado por las cumbres blancas, incidió en los ribetes dorados del galardón y reflejó su luz sobre los ojos de algunos soldados que le rodeaban. El brillo de la Cruz de Guerra con la Estrella de Plata los cegó.

El teniente coronel, irguiéndose, se despidió con un susurró:

—Hasta siempre, capitán.