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TRES MUJERES Y UN DESTINO
UN NUEVO COMUNICADO del general Charles de Gaulle se extendió por Francia, primero a través de las ondas de la BBC y luego de boca a oreja, en los grandes campos de internamiento para refugiados, en las Compañías de Trabajo, en el territorio ocupado, en la zona del régimen de Vichy, en las montañas donde la Resistencia había comenzado a hostigar al invasor, en…
«La batalla de Bir-Hakeim, librada por las fuerzas de la Francia Libre, comandadas por el general Pierre Koenig, ha demostrado al mundo que el ejército que en su día abrazó la Cruz de Lorena se encuentra maduro para derrotar a las divisiones alemanas e italianas… Por otra parte, las dos brigadas ligeras al mando respectivo de los generales Koenig y Mondar, han sumado sus fuerzas al VIII Ejército británico para frenar en El Alamein el avance del Afrika Korps…».
SE ACERCABA AGOSTO y Therese de Hauteclocque, en esas fechas, solía recoger gladiolos y margaritas para ofrecérselas a la Virgen, patrona de la aldea de Warlus, de la que era devota.
Aquella mañana le acompañaban sus seis hijos y un soldado de la Wehrmacht con órdenes de impedir que saliera del pueblo.
Entró en la iglesia y, después de mojar sus dedos en la pila bautismal, se santiguó. El soldado alemán, sin desatender a sus movimientos, se situó en la puerta. A continuación, Therese y los niños llevaron las flores hasta la efigie de la Virgen y las depositaron a sus pies. La mujer oró a la Señora rogándole por la integridad de su marido y el final de la pesadilla de la guerra y la ocupación.
—Therese, la gente del pueblo ha recaudado esto para ti y tus hijos.
Había identificado, sin apartar sus ojos de la estatua, la voz de su interlocutora: la señora de Mautrant, esposa del depuesto alcalde del cantón de Mullien Drevil.
—Gracias, Marie, que Dios te lo pague.
—Guárdalo, que no te lo vea el nazi.
Therese recogió el sobre con los francos y lo introdujo en uno de los bolsos de su chaquetilla de lana. La otra mujer continuó hablando:
—Todas en Warlus hemos recogido algo de nuestros huertos y se lo hemos entregado al padre Daniel. El te lo dará como un obsequio suyo, así los nazis ni te lo requisarán ni emprenderán represalias contra nosotras por ayudaros.
Después de media hora de oraciones ante el altar, la vizcondesa de Hauteclocque abandonó el templo. En la puerta la esperaba el sacerdote con una cesta de mimbre cubierta con una tela de cuadros blancos y ocres.
—Therese, acepta este modesto presente.
El soldado se dirigió al sacerdote y destapó la cesta. Rebuscó en su interior: una lechuga, cinco huevos, quince patatas, zanahorias, dos botes de leche condensada, tres cebollas y dos coles. Cubrió de nuevo el contenido con la tela y asintió. Therese recogió el obsequio del padre Daniel e inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento.
—Mozalbete —dijo el sacerdote al más pequeño de los Hauteclocque, pellizcándole un carrillo—, dentro de cinco meses te quiero ver por aquí para la primera comunión.
—Aquí estaremos, padre —dijo Therese a modo de despedida, y se alejó con las pertenencias y sus hijos, seguida del soldado alemán por el sendero terroso que unía la aldea de Warlus al castillo de los Hauteclocque.
EN EL CAMPO DE REFUGIADOS de Argelès-sur-Mer sólo abundaban la sarna, el tifus y la disentería en los barracones de madera y lona, en las chozas de paja o las tiendas de fortuna. El régimen de Vichy había embarcado rumbo a Argelia o Túnez a los hombres, casi todos exbrigadistas internacionales o soldados españoles, para destinar sus estancias a los presos políticos que capturaban en el interior de Francia por oponerse a la colaboración con las potencias del Eje y seguir combatiendo contra los nazis. De los exiliados de España únicamente quedaban sus mujeres, que de un momento a otro iban a seguir la ruta a África.
Aquel cielo nocturno y sin luna transformaba los alrededores del campo en un mar de tinta negra, era «el cielo de la locura», como lo llamaban entre ellas. Con el último relevo de la guardia, los dos vigías restantes se ubicarían en la torreta.
Tres horas y diez minutos: relevo completado. Las puertas del séptimo barracón se abrieron de golpe bajo el ruido de cacerolas y gritos. Los guardianes dirigieron el haz del foco hacia el tumulto. Dos mujeres rodaban por el arenal golpeándose y tirándose de los pelos, mientras se gritaban improperios.
El círculo de luz se convirtió en los límites del ring. Dos soldados marroquíes bajaron deprisa desde su posición para detener la reyerta y encerrar a las causantes.
«Perfecto», pensó Ana Tejada, que con otras cinco compañeras bordeó el barracón y se dirigió a las alambradas que separaban el campo del Mediterráneo. Hasta las aguas tranquilas del mar parecían haberse aliado con ellas y la noche.
Mientras los vigilantes intentaban separar a las causantes del tumulto, otro grupo se abalanzó sobre ellos. Se oyó un disparo.
—En dos minutos llegarán los refuerzos. Hay que darse prisa —exhortó Ana a sus acompañantes.
Las seis reptaron bajo las alambradas hacia las aguas; era la frontera menos controlada, ya que si alguien intentaba evadirse, evaluaban, lo haría tierra adentro. Algún espino se enganchaba en sus ropas, pero seguían avanzando, dejando los jirones tras de sí.
Toques de silbato y dos disparos al aire: los refuerzos habían arribado a los barracones. «Ahora les ordenarán entrar y se llevarán a las revoltosas a una celda de castigo», se dijo Ana.
Aquel disturbio había alterado la partida de naipes de los guardias, a la que estaban deseando regresar, por lo que no efectuarían un recuento hasta el alba. Aquel dato, conocido por las evadidas, era la llave para lograr el objetivo.
Nadaron doscientos metros hasta asirse al peñón que comunicaba con las suaves colinas que bordeaban Argelès. Después se dirigieron a los montes, en los que operaba la Resistencia, para unirse a ella. Y si encontraban fuerzas del recién creado XIV Cuerpo del Ejército de Guerrilleros Españoles, mucho mejor. Así combatirían junto a compatriotas.
LAS VÍAS PÚBLICAS DE ORÁN se ofrendaban al polvo, los guijarros y el calor. Si llovía, se provocaba el desbordamiento y una masa de agua y barro recorría sus calles. Era una ciudad hermética y misteriosa incluso para sus moradores. Por eso Marta, tu madre, prefería recluirse en el barrio de Babel-Oued con el resto de la colonia española. Así podía conversar, en español o pataonéte, y sentirse arropada por el resto de mujeres allí refugiadas. Durante los atardeceres, el destino de familiares o el trascurrir de la guerra eran los temas principales de las charlas. Además, la mujer disfrutaba de vistas maravillosas, que en Madrid nunca poseyó, como las del mar y las montañas en la misma falda del Santa Cruz.
Cargada con un pesado cesto de mimbre repleto de patatas y huevos, encaró la pendiente de la callejuela en la que, a su salida de Carnot, le habían encontrado una minúscula vivienda. Sus pensamientos nunca parecían apartarse de sus seres queridos: su marido muerto, su hija asesinada, su hijo mayor en paradero desconocido y tú, en territorio del África Ecuatorial Francesa.
Una voz familiar la rescató del ensimismamiento.
—¿Le ayudo?
—Ah, no le había visto, teniente.
—Amado, por favor.
—¿Cómo por aquí?
—Deje que se lo lleve.
El teniente asió el canasto, liberando a tu madre de la carga.
—¿Sabe algo de mi Nico?
—Lo mismo que usted. Desde que se unió a las fuerzas De Gaulle nadie le ha vuelto a ver. Sospecho que se encontrará en el Tchad.
—Y usted, ¿cómo es que ha venido hasta Orán?
—En realidad estoy aquí para hablar con usted.
—¿Conmigo? —dijo algo desconcertada.
—Sí, pero prefería que no fuera en la calle.
Tu madre extrajo de su delantal una llave que llevaba enganchada a un fino cordel atado a la cintura y abrió la puerta. Con un gesto, indicó al teniente que pasase.
Granell depositó la cesta encima del tablero que servía de mesa en la única habitación de aquel pequeño cubil: una sala con cocina de leña, un camastro y dos armarios; las letrinas eran comunes al edificio y se encontraban en el patio. Pero tu madre no se quejaba, en realidad era una privilegiada, pues muchas de sus compatriotas disponían del mismo espacio para cinco o seis con sus respectivos niños.
—Verá, no sé si será abusar mucho de su confianza, pero…
—No se ande con rodeos.
El teniente sonrió, sacó un cigarro y lo encendió.
—Está bien. Tal vez sepa que, dentro de las propias fuerzas armadas argelinas, hay movimientos en contra del régimen de Vichy.
—Algo he oído en boca de compatriotas que ayudan a la Resistencia —dijo Marta, tomando asiento en una banqueta—. Pero siéntese usted también.
Granell aceptó la invitación y añadió:
—El caso es que la Resistencia y cuadros de mando del ejército están preparando un levantamiento. Sólo necesitan un jefe y se alzarán en armas. Se rumorea que le han ofrecido el cargo al general Giraud.
—¿Qué tiene esto que ver conmigo?
—Usted está al tanto de que dentro de la Legión de Pétain nos enrolamos muchos republicanos españoles…
—No me lo recuerde. Cada vez que pienso en Nico con el uniforme de los colaboracionistas…
—Yo también visto ese uniforme —cortó Granell—, pero ese no es el asunto.
Tu madre hizo amago de replicarle, pero el teniente alzó su palma abierta y ella calló:
—El capitán Miguel Buiza… —continuó él.
—¿Miguel Buiza, el almirante de la Armada española?
—El mismo. Pues como le decía, el capitán dirige a los exiliados enrolados en la Legión. Intenta coordinarnos con las fuerzas de la Resistencia argelina y los militares franceses que quieren rebelarse contra Pétain.
—Sigo sin comprender.
—Lo que le vengo a pedir es una vivienda para nuestras reuniones. Un lugar discreto que no levante sospechas al Deuxième Bureau.
—Y ha pensado en mi casa.
Granell dio una calada y asintió.
—Sabe que puede contar con ella. Jamás podré devolverle lo que nos ha ayudado y…
Dos golpes en la puerta la interrumpieron.
—¿Espera a alguien? —preguntó el teniente.
Tu madre negó con la cabeza.
Granell extrajo la pistola de su cartuchera y, con un ademán silencioso, le señaló la puerta.
La mujer giró la chapa de latón que servía de tapa en la mirilla.
—No sé quién es —susurró ella—. Está demasiado cerca. Pero debajo de la chilaba se le ve el cuello de una camisa militar.
El teniente se situó detrás de tu madre y apoyó el dedo en el gatillo. Después, con energía, sacudió apenas el mentón.
—¿Quién vive? —preguntó ella.
—Soy un amigo de su hijo.
Aquella voz le resultó familiar. Entreabrió la puerta y, al ver el rostro de su interlocutor, exclamó:
—¡Luis!