13: Fuga de Mareth

13

FUGA DE MARETH

LOS ECOS DE LA INCIPIENTE GUERRA CIVIL entre franceses, que había explotado en Libreville, apenas llegaron a vuestras posiciones en el norte de África. Aun así, los tres meses siguientes se eternizaron para vosotros. No hubo permisos para nadie, aunque en las posiciones defensivas de la Línea Mareth se respiraba tranquilidad. Decían que los italianos habían avanzado adentrándose más de cien kilómetros en Egipto, provocando la retirada de los ingleses. Todos querían controlar el Canal de Suez. Casi medio millón de soldados italianos al mando del general Graziani ponían en jaque al ejército británico.

En aquella época, el teniente Granell se había empeñado en transformarte en un tirador selecto. A ti, en cambio, lo único que te interesaba era recaudar otros mil francos.

—Hijo, le convertiré en otro Simo Häyhä —repetía el teniente cada vez que te llevaba al desierto a practicar. Hasta consiguió un fusil Mosin Nagant, modelo 28, idéntico, según él, al que portó Simo en Finlandia cuando terminó, él sólo, con la vida de más de medio millar de rusos.

—Recuerde siempre las cualidades básicas de un tirador selecto: consistencia y precisión.

Conocer la temperatura ambiente, la del cañón, la fuerza y dirección del viento, el número de lote de la munición, la humedad y altitud que puedan afectar la trayectoria de balas que recorren siete campos de fútbol en un segundo… Apuntar, vaciar los pulmones de aire y apretar el gatillo con un simple roce de la yema del dedo. Eso decían los manuales, pero el teniente Granell quería llevarte más lejos.

—Ardura, aprenderá a disparar entre los latidos de su corazón. Así eliminaremos cualquier elemento, por insignificante que parezca, que pueda afectar al equilibrio del cañón.

Te dejó escoger compañero de equipo. Por supuesto, el elegido fue Gitano. Os tumbabais en la arena, camuflados por redecillas o agazapados detrás de una loma, cuidando la posición respecto del sol para que no se reflejara y os delatase.

Después de semanas de entrenamiento con blancos estáticos, el teniente se le ocurrió dar un paso más. Aquel día colocaste el Mosin sobre el bípode y apuntaste al desierto. Luis te guio con los prismáticos.

—Ya lo tengo —dijo nada más detectar el objetivo—. Blanco en movimiento a diez grados a la derecha.

En esa ocasión el blanco en movimiento era el propio teniente oculto tras una duna a quinientos metros. Sobre la cresta del montículo asomaba un palo con un quepis en la punta.

—Se desplaza unos diez pasos hacia la derecha y regresa a la posición inicial —te informó Gitano—. Ardura, agujerea esa gorra.

—La tengo.

Oíste tus latidos: toc…, toc…, toc. Objetivo en el punto de mira. La bala tardaría medio segundo en llegar, el que empleaba el teniente en desplazarse un metro. Listo. De nuevo los latidos: toc…, toc… Todo el aire fuera. Y disparaste.

—¡Bien! ¡Le has dado, le has dado! —gritó Gitano poniéndose en pie de un salto.

Así eran los entrenamientos, que pasaron a tener una frecuencia diaria. El teniente se había propuesto que alcanzaras un blanco en movimiento a ochocientos metros.

—Cuando lo logres, te juro que te consigo el permiso para ir a Orán.

Aquella promesa de Granell fue la mejor motivación: para mediados de diciembre habías conseguido reunir otros mil francos y acertar el puñetero blanco en movimiento a ochocientos metros.

Sin embargo, el teniente no pudo cumplir su palabra.

—Lo siento, hijo. Hay que esperar. El VIII Ejército inglés ha comenzado la Operación Campass y está provocando la retirada de las fuerzas italianas de Egipto.

Una tensión sostenida se apoderó de vuestras posiciones. Si las fuerzas inglesas, sudafricanas, australianas, canadienses y de la Francia Libre arrollaban al ejército italiano, a lo mejor llegaban a vuestra Línea Mareth y teníais que entrar en combate. Desconocíais las cláusulas del armisticio entre el gobierno de Vichy y Hitler, y si alguna obligaba a prestar apoyo al Eje.

—Dicen que las fuerzas de la Francia Libre están al mando del coronel Koenig y que van con él españoles de la 13.ª Semibrigada.

En los barracones, los rumores se amplificaban por las noches, antes del toque de silencio. Españoles con la Francia Libre, os repetíais, pero aquello no hacía más que incrementar vuestra angustia. Vosotros, asentados en la Francia de Vichy, tal vez deberíais combatir contra ellos.

A MEDIADOS DE FEBRERO de 1941 tú seguías sin el permiso. Y las informaciones que recibíais no parecían augurar que lo consiguieras pronto: «Los carros Cruiser ingleses han hecho retroceder a los italianos». «Los australianos han capturado más de trescientos mil prisioneros». «Italia ha sido derrotada en África».

En casi cuatro meses no habías podido abandonar el campamento para dirigirte a Orán. Volviste a intentarlo.

—Lo siento, hijo —respondió Granell—. Italia ha sido derrotada y Mussolini solicitó ayuda a Hitler. Hace unos días, los Panzer del Afrika Korps, al mando del general Rommel, han desembarcado en el puerto de Túnez.

—Pero usted me lo prometió, teniente.

—No hay permisos. Con los nazis en el norte de África, puede ocurrir cualquier cosa.

Arrojaste el quepis al suelo y lo pisaste.

El teniente se acercó, te apoyó la mano en el hombro y propuso:

—Oye, esta noche salimos hacia el campo de Carnot. Solucionas lo de tu familia y regresamos de inmediato.

—¿Quiere decir que viene conmigo?

—Sí.

—Pero si nos descubren, a usted lo degradarán.

—Hijo, tú cumpliste tu parte del trato. Llegó el momento de cumplir la mía.

Casi de inmediato te viste conduciendo el todoterreno de mando del teniente como un loco, atravesando caminos por los que sólo habían transitado camellos. La noche estrellada te permitía guiarte por la Polar, y el frío empañaba el parabrisas con una ligera capa blancuzca. No importaba que la visión se redujese: a esas horas y en medio de la nada, no había nadie.

Los primeros rayos de luz os encontraron al bordear Orán para dirigiros hacia Carnot. Unos movimientos militares inusuales alteraban el silencio a las afueras de la ciudad. Tres Bedford repletos de soldados salían de un campamento, escoltados por una tanqueta.

—Espero que los nazis no anden por aquí buscando provisiones o carburante —se lamentó el teniente.

No prestaste atención a la ruta de los vehículos militares. Tu preocupación se centraba en seguir pisando el acelerador; cuanto antes llegarais al campo de internamiento, antes podríais regresar a la Línea Mareth y, con un poco de suerte, nadie se percataría de vuestra ausencia.

—Mi teniente, ¿qué nos pasará si se dan cuenta?

—Antes de salir, desperté al capitán Buiza y le informé de todo. En caso de que el coronel se entere, él nos cubrirá.

—¿Es verdad, mi teniente, que el capitán fue almirante de la Armada española?

Te miró como si le hubieses preguntado si a los recién nacidos los seguían trayendo las cigüeñas.

—¿Nunca oíste hablar del almirante Miguel Buiza?

—No, yo sólo estuve en la batalla del Ebro y en Madrid.

—Buiza es un caso único. Fue almirante de la flota republicana en el Mediterráneo. Cuando se perdió la guerra, envió un cable a Negrín preguntando qué hacía con los buques, si debía destruirlos antes de que cayeran en manos de Franco o la Armada italiana. No obtuvo respuesta. Los llevó hasta Orán y, para evitar que se apoderaran los nacionales, los entregó a Francia. Después se alistó en la Legión Extranjera. Hasta hoy, ha sido al único que las autoridades francesas le concedieron el rango de capitán nada más ingresar. No sé si sabes que aquí se entra siempre de soldado raso, incluso los príncipes y militares de alto rango.

«¿Qué tendrá Buiza que no tenga el resto?», te preguntaste.

Seguiste las indicaciones de una tabla pintada clavada en un poste. La ruta cambió hacia el este. El sol te cegaba; la conducción resultaba difícil. Os cruzasteis con los primeros mercaderes que iban rumbo al zoco de Orán junto a sus camellos cargados.

Divisaste a lo lejos el campo de internamiento. Te sentías impaciente por liberar a tu madre y a Lucía, pero te repetías que te acompañaba el teniente Granell y nada podía salir mal. En unas horas estarían en Orán.

—Hijo, ¿cuál es el barracón del capitán?

—Es aquel donde hay un gendarme a la puerta, mi teniente.

—Aparca a su lado.

Obedeciste. Quitaste el contacto y saltaste del jeep. El teniente descendió, volviéndose hacia el guardia.

—¿Está el comandante de campo? —preguntó el teniente.

—No, aún no ha llegado —respondió el gendarme, fijándose en los dos galones blancos que lucían las hombreras de Granell.

—¿No le sustituye nadie en su ausencia?

—Hoy no.

—¿Es que no hay ningún oficial con el que pueda hablar? —volvió a preguntar el teniente, desconcertado.

—Hasta que no lleguen, no.

El tiempo corría en vuestra contra. No entendíais cómo era posible que nadie se hallase al mando.

—¿Esto es habitual o es que hoy es día de fiesta?

Granell ya masticaba las palabras.

—¿Es que no lo sabe?

—Si no sé ¿qué?

—Los alemanes han desembarcado en Túnez hace días. Y ayer nos visitaron oficiales de las SS y de la Gestapo. Recogían a todas las judías y a sus hijos para trasladarlos a su campo de Natzweiler-Struthof, en Estrasburgo.

—Mayor motivo para que quedasen oficiales franceses en el campo.

—Es que los de la Gestapo les obligaron a dejarles su barracón por esta noche. Y aún están aquí —dijo el gendarme guiñando un ojo al teniente, y con una sonrisa maliciosa añadió—: Es que ayer cogieron unas jovencitas del campo. Ya sabe: una fiesta…

No esperaste más. Saliste corriendo hacia la alambrada. Unos niños descalzos se remojaban la cabeza en el agua verdosa de un bebedero para el ganado.

—Eh, chavales —gritaste—. ¿Está Eli con vosotros?

—No —vocearon a coro, pero uno se adelantó. Era el mayor del grupo.

—A ti te conozco —te dijo—. Eres el soldado de las chocolatinas.

—Sí, y te daré una si me traes a Eli.

—No está. Se lo llevaron los nazis ayer. Dijeron que su madre y él eran judíos.

Bajaste los párpados y tu puño se cerró en torno al alambre. Una espina se te incrustó en la mano. Los ojos se te humedecieron.

—¿Te acuerdas de que cuando estuve aquí, Eli vino acompañado de dos mujeres?

—Sí.

—Anda, avísales de que Nico las espera. Te doy un franco.

—Sólo quedó una.

—¿Qué dices?

—A la joven se la llevaron los nazis.

—¿Cómo? Ella no era judía —gritaste desconcertado. Tu mano derecha, apretada sobre el cerco, comenzó a sangrar.

—A ella no la metieron en el camión con los judíos.

—Entonces…

Aquellos ojos abiertos y su palma extendida. Asentiste y le entregaste dos francos. Entonces alzó el brazo, señalando la calle formada por los barracones militares.

—La tienen en el último.

Permaneciste inmóvil, apretadas tus manos alrededor del alambre de espino. No sentías el dolor, pese a que la sangre ya rodeaba tus dedos y comenzaba a gotear sobre la arena.

A tu espalda, el teniente lanzó un grito, quizás dirigido a ti. Algo referido a la valla, creo. No lo supiste con certeza porque no le prestaste atención hasta que le viste lanzarse sobre ti e intentar separarte los dedos del alambre. Cerraste las palmas con más fuerza.

—Soldado, le ordeno que las abra.

No obedeciste. Entonces el teniente te agarró por la nuca y con la derecha golpeó tu estómago. Caíste al suelo, retorciéndote de dolor. Miraste tus palmas ensangrentadas; alzaste los ojos. El sol en lo alto te cegó.

—¿Qué le pasa, Ardura? ¿Se ha vuelto loco?

—Mi hermana, mi teniente. Me han dicho que los nazis se la llevaron al último barracón.

—Vamos, hijo. Levántese.

Te apoyaste en su brazo y, con dificultad, te erguiste. Oíste la voz de tu madre llamándote desde el interior del campo. Caminaste despacio, apoyado en Granell; el golpe había sido de muerte. Llegaste hasta tu madre. No le acariciaste el rostro para que no viese las heridas en tus manos.

—¿Por qué se han llevado a Lucía?

—No lo sé, Nico. No lo sé. Ayer cargaron un camión con mujeres y niños diciendo que eran descendientes de judíos. A Hod y su hijo los subieron a culatazos. Luego recogieron a seis chicas, entre ellas Lucía, y se las llevaron.

—Y usted, ¿qué tal está, madre?

—No te preocupes por mí, soy fuerte.

—Señora, soy el teniente Granell. Vamos a hablar con el capitán y dentro de un momento será usted libre.

—Tráigame viva a mi hija, por favor.

—Lo haremos.

La entrada en aquellos parajes de un jeep os interrumpió. El capitán del campo y dos oficiales de la Gendarmería se apearon de él.

Los dolores del estómago parecían remitir. Te limpiaste las manos en la arena y seguiste al teniente, que corría tras el capitán, llamándole.

El jefe del campo se giró hacia vosotros. Bajo el salacot llevaba un pañuelo que no daba abasto para absorber el sudor de su frente.

—Un oficial de la Legión Extranjera aquí. ¿Qué se le ofrece, teniente?

—Vengo a que cumpla usted el acuerdo de liberar a los familiares de todo aquel que se aliste en la Legión.

—¿Tiene usted familia en esta pocilga?

—No. Se trata del soldado Ardura, al que usted ya conoce.

Te miró con desprecio. Alzó el salacot para sustituir el pañuelo por otro, y añadió:

—No. No le conozco. Como pasan tantos por aquí.

Quisiste saltar sobre aquel puerco. Te encaraste hacia él, pero el teniente extendió el brazo, impidiéndote matarlo.

—Bueno, da igual —dijo calmo—. El caso es que un oficial de la Legión Extranjera le pide que cumpla con su deber y rellene los papeles para la liberación de la madre y de la hermana del legionario Nicolás Ardura.

Sonó un disparo al final de la calle.

Otro.

Al instante, cuatro más. Había movimiento de uniformes grises y negros, de la Wehrmacht y de la Gestapo o de las Waffen-SS. De repente notaste que algunos de esos uniformes sacaban a rastras cuerpos inmóviles de uno de los barracones. Los cuerpos, además, estaban desnudos.

Corriste hacia ellos.

—Ardura, ¡no vaya! —gritó el teniente.

Desobedeciéndole de nuevo, seguiste corriendo. Los cadáveres eran de mujeres. Aceleraste el paso.

—¡Luci! —gritaste.

Ni el dolor en el estómago ni tus manos sangrando redujeron tu carrera. Te encontrabas a cuarenta metros cuando creíste distinguir el cuerpo de Lucía entre los seis que se encontraban tendidos en la arena.

—¡Hijos de puta! —gritaste de nuevo, sin detenerte.

Los estrangularías. Querías sentir su muerte bajo tus manos. «Si hubiese traído el Mosin», te repetías a medida que te acercabas.

Veinte metros.

Uno de la Waffen-SS o de la Gestapo, que iba en camiseta de tirantes con una botella en la mano izquierda, alzó su brazo derecho y te apuntó con un arma. Sonó el disparo.

Notaste la entrada de la bala en tu pierna derecha, tocando el hueso. Tampoco eso te detuvo. Arrastrando el pie sobre la tierra reseca, proseguiste el avance.

Diez metros.

El individuo volvió a disparar. Tu otra pierna. Caíste. Entonces comenzaste a reptar hacia él. Poco después, alcanzaste un cuerpo desnudo, tendido en el suelo. Era el de Lucía.

Las lágrimas se mezclaron con la rabia, la sangre y el desierto. Y seguiste avanzando, acercándote al nazi.

Se adelantó dos pasos y te dio un puntapié en la cara, estampándotela contra la arena.

Escupiste sangre.

Alzaste la vista hacia aquel hombre.

En ese momento, apuntó el cañón de su pistola hacia tu cabeza. Distinguiste una «A» y una raya pequeña, como un signo menos, tatuadas en la cara anterior de su antebrazo.

—¡Deténgase! ¡Alto! —exigió la voz del teniente, desde muy atrás.

El sol te impedía distinguir el rostro del soldado, pero seguías viendo la Luger P-08 a un metro de tu cara.

Sparen Sie sich die Kugel, Obersturmführer Törni, die Skorpione werden ihm den Test geben —dijo otro al de la pistola.

—¡No…! —oíste a lo lejos el grito de Granell.

Y el nazi disparó.