13
FRUSTRACIÓN
EN WILHEIM IM OBERBAYERN os reagrupasteis con el grueso de la II División que arribaba desde el norte. Habían desbordado las ciudades de Augsburgo y Múnich en una competición con la 3.ª División de Infantería norteamericana cuyo destino era Praga con parada en Salzburgo. Fuera quien fuese aquel a quien se considerase ganador del derbi, el departamento bávaro de Suabia había sido ocupado y sólo restaba la Alta Baviera para conquistar todo el sur de Alemania.
Nada más emprender la marcha, las secciones de Moreno y de Larita II, que habían acompañado al grueso de la II División, se os unieron. Otra vez La Nueve cabalgaba unida.
—Los yanquis también se dirigen hacia Berchtesgaden —os informaron.
Al Nido de Águila teníais que llegar antes que ellos. Ese era el anhelo que aleteaba en todos vosotros, aunque no lo comentaseis: para eso erais el rayo de Leclerc, el trueno de la sangre y el eco de la muerte.
—Será la guinda en este pastel —aseguró un confiado Iriarte, recién ascendido.
—El teniente quiere dar la vuelta al ruedo —bromeó Larita II, ante la sonrisa del resto.
Avanzabais hacia Bad Tölz, al asalto de la Academia Militar de las Waffen-SS. Los cuarenta y cinco kilómetros del trayecto presentaban la misma imagen que dejabais atrás: las suaves colinas moteadas de casas y cuadras exhibían banderas blancas y los caminos hablaban todas las lenguas. Era evidente que las unidades militares alemanas se replegaban hacia Austria con la intención de atrincherarse.
Os acercabais a la frontera con el país vecino, convertido en provincia de Alemania desde 1939, y las cumbres nevadas de los Alpes marcaban el límite de vuestro avance, pues conquistada Bad Tölz debíais seguir paralelos a la linde con Austria por los senderos que conducían hasta Berchtesgaden. El eje de marcha, en esos momentos, se cumplía sin estridencias ni aventuras del general. Vosotros ibais en silencio encima de los Half-Track, con la voluntad inflexible, la mirada sobre los parajes, los dientes apretados, los dedos en los gatillos de las ametralladoras, el foehn azotando las mejillas y los brazaletes con la bandera de la II República destacando alrededor del bíceps.
Antes del almuerzo distinguisteis las aguas del Isar. Las primeras casas blancuzcas con tejados rojizos o de pizarra negra, las calzadas empedradas y los balcones con barandillas de madera repletos de flores rojas os anunciaron la entrada en el criadero nazi. Pudisteis haber envuelto la ciudad creando otra bolsa repleta de banderas blancas, pero no queríais. Además, el jefe de la agrupación, el coronel Guillebon, parecía necesitar un poco de acción después de tanto alemán rendido sin condiciones y, tal vez, una ligera parada en la progresión sin escalas desde Haguenau.
Apenas los artificieros revisaron el puente sobre el Isar y confirmaron que se hallaba libre de cargas —a Guillebon le había resultado extraño que permaneciera intacto—, los carros lo atravesaron. De inmediato distinguisteis una fortificación precedida de una planicie y de una bandera con las SS bordadas, que ondeaba por el viento alpino en la punta de un enorme mástil. Detrás, la cresta blanca de la cordillera.
Los blindados se desplegaron en formación de combate y avanzaron hacia la ciudadela.
—Joder, nos han copiado los molinos —vociferó Turuta.
Los españoles comprendisteis de inmediato las palabras del ciudadrealeño: el arco de la puerta, por el que cabrían cuatro Sherman en paralelo, incluso dejando un pasillo holgado entre ellos, se encontraba flanqueado por dos torres blancas y cilíndricas coronadas por un tejado cónico de pizarra, idénticas a enormes molinos sin aspas. A derecha e izquierda, adosado a las atalayas, se desplegaban unos trescientos metros de una edificación de dos plantas salpicada de ventanas.
—Deben de ser los chiqueros —bromeó Larita II desde el «Teruel».
Un Flak del 88 abrió fuego contra vosotros, el obús se perdió en el horizonte sin alcanzaros. De inmediato, los treinta Sherman de vanguardia dispararon sus cañones del 75 sobre la fortaleza. Cuando el humo se disipó, la fachada presentaba decenas de manchas y boquetes negruzcos. Aunque una bandera blanca se izó en uno de los torreones, seguisteis aproximándoos.
A menos de cien metros del arco de acceso, oísteis un himno acompañado del sonido de instrumentos musicales, proveniente del interior. En aquellos cánticos, os pareció identificar algún término: «Gloria, gloria…». A continuación, unos cincuenta jóvenes soldados alemanes se dirigieron hacia vosotros marcando el paso de la oca en tres columnas. Iban precedidos de una bandera blanca y de un estandarte con la esvástica bordada. A su lado desfilaba un comandante de las SS; detrás, seis uniformados redoblaban los tambores a su paso y doce les acompañaban con el toque de trombones de varas.
—En vez de morlacos, nos ofrecen cabestros.
Las palabras de Larita II definieron la situación: cien blindados dispuestos a abrir fuego y repletos de soldados que habían derrotado machete en mano al Afrika Korps, se encontraban frente a cinco docenas de niñatos rubios y arrogantes, envueltos en el uniforme de las SS, que desfilaban al ritmo de una marcha militar antes de entregarse.
—¡Basta! —gritó el capitán Tuyeras desde las filas de la 12.ª compañía y vació el cargador de la Thompson a los pies del soldado que portaba el estandarte.
Los tambores y trombones callaron y ensordecieron los cánticos. El miedo inundó el rostro de los alemanes. Todos lo aventurasteis: al capitán de la nariz ganchuda se le habían revuelto los intestinos ante el desfile de los nazis. De buena gana hubiese vaciado el tambor de su ametralladora sobre aquellos imberbes que se creían semidioses y habían gaseado a su pueblo.
A continuación entrasteis a inspeccionar la fortaleza, buscando Waffen-SS que no se hubiesen rendido. Pero sólo encontrasteis enormes comedores vacíos; salones con maquetas de antiguos escenarios de victorias de la Wehrmacht; piscinas con trampolines a varias alturas; caballos pura sangre mimados como bebés; habitáculos con cientos de tablas y bastones de esquí; gimnasios repletos de colchonetas, paralelas, floretes y guantes de boxeo colgados sobre las cuerdas de dos cuadriláteros; aulas de estudio y largos corredores colmados de las imágenes de jerarcas nazis. Todo relucía y brillaba.
Al contemplar aquello recordaste a Fábregas a las puertas del Hôtel de Ville en la liberación de París cuando se sorprendía por las ironías de la Historia. En esos momentos te encontrabas ante otra: oficiales entrenados con todos los medios técnicos a su alcance y bajo la supervisión y mimo de grandes estrategas capitulaban ante campesinos que habían cambiado los arados por fusiles, los miserables y hambrientos vagabundos del ejército de ratas que habían desembarcado en las costas de Normandía a golpe de guitarra desde los inmensos mares de arena de la tierra vacía.
Al amanecer, cuando el sol iluminó las espaldas de los Alpes y tiñó las montañas de negro, salisteis en dirección a Aschau. En los alrededores, uno de los subcampos de Dachau había sido liberado por los norteamericanos y antiguos presos vagaban por las sendas con la mirada perdida. Vuestro avance se ralentizó: no sólo para auxiliar a los prisioneros perdidos, sino también porque los alemanes habían destruido todos los puentes en la ruta que conducía hacia Berchtesgaden y la frontera austríaca. Aunque sólo habíais encontrado abundantes milicianos Volkssturm, no dudabais de que, en algún instante, fuerzas bragadas de las Waffen-SS os harían frente.
Atravesasteis como un meteoro las calles empedradas de Aschau. Los balcones lucían banderolas blancas junto a jardineras con cientos de flores. Nadie se asomó ni os recibió. Revisasteis casa por casa en aquella villa señorial rodeada de un paisaje idílico. Las informaciones recogidas seguían apuntando a que las compañías alemanas se habían replegado a Berlín o hacia los desfiladeros de Inzell, en un intento por refugiarse en Austria. Parecíais pieles rojas rastreando las huellas de Waffen-SS o de soldados de la Wehrmacht en medio de los desfiladeros.
Después de la carne y las judías en lata salisteis a recorrer los cuarenta y cinco kilómetros que distaban hasta Siegsdorf. Los motores de los Half-Track y Sherman rugían por los caminos que zigzagueaban en las faldas de las montañas a la vera de lagos, restos de extintos glaciares rodeados de abetos. Al anochecer, bajo una luna llena que se desinflaba, penetrasteis en la ciudad. La escena se repitió: banderas blancas por doquier tapaban los frescos de las fachadas, en casas que parecían sacadas de un cuento de hadas, pero ningún soldado compareció frente a vosotros, ni de la Wehrmacht ni de las Waffen-SS ni del Volkssturm. Acampasteis con la expectativa de acometer los últimos once kilómetros hacia Inzell y otros cuatro a Berchtesgaden. Antes de los frijoles en lata de mañana, pensaste, ya tendrías la cabellera de Törni entre tus manos.
En un amanecer brumoso, el general Leclerc separó la II División en agrupaciones y las lanzó por diferentes caminos, motivándoos al instalar entre vosotros la competición por quién llegaría antes que el resto.
Cuando vuestra columna divisó las primeras casas de Inzell, los Sherman, Half-Track y hasta el jeep del Patrón se orillaron, cediendo la vanguardia al capitán Dehen a bordo del «Inzell». El honor de entrar el primero en la ciudad debía ser suyo.
El silencio inundaba el pueblo. Incluso era posible distinguir el sonido que, al descender en torrente, producían las aguas de un río de apenas seis metros de cauce. Las casas de estilo alpino albergaban a hospitalarios vecinos que os ofrecieron cerveza, uno de ellos hasta se aproximó con salchichas bávaras desde una pequeña tienda que debía de regentar. Los gestos de amabilidad os anunciaban que habían visto a los Waffen-SS huyendo hacia la frontera o que os esperaba una emboscada en cualquier desfiladero. De todas formas no perdisteis mucho tiempo en Inzell. Una revisión rápida del aceite, combustible y cadenas de los blindados y de nuevo en ruta. Sólo restaban cuatro kilómetros a Berchtesgaden.
Al salir del poblado, el paisaje se agrió y las quebradas se incrementaron. Apenas habíais recorrido quinientos metros entre caminos que serpenteaban en las laderas de los montes, cuando os topasteis con un lóbrego túnel de un hectómetro de longitud escarbado en el monte a golpe de cincel y cartucho de dinamita. Desde aquella ruta, era el único acceso posible. La alternativa era atravesarlo, arriesgándoos a que se derrumbase sobre vosotros por efecto de explosivos camuflados, o retroceder y buscar otro camino.
La cabeza de la columna se detuvo en la boca del corredor. El coronel Guillebon vacilaba mientras el tiempo transcurría en contra vuestra.
—En revisarlo tardaríamos lo mismo que en localizar otro camino —le oíste quejarse.
De repente, un jeep se puso al frente. De pie en su cabina, Leclerc se santiguó y apretó los dientes.
—¡Que sea lo que Dios quiera! —masculló mientras el todoterreno se adentraba en las tripas de la montaña.
El vehículo del Patrón circulaba despacio con las luces de los focos iluminando el frente y las linternas de sus acompañantes examinando las paredes y el techo. Una presión en el pecho debió de inundaros a todos ante la idea de un desenlace fatal.
—Dios está siempre con los vencedores —expresó un lacónico coronel—. Estamos a punto de comprobar quién ganará esta guerra.
—Comienza el último tercio en el coso: la «suerte suprema» —murmuró atónito Larita II desde su Half-Track, con la mirada fija en el avance de Leclerc.
El jeep del general había alcanzado la mitad del trayecto, cuando los motores de los blindados de la agrupación mugieron, acompañándolo en la suerte suprema de los matadores.
—La suerte o la muerte —farfulló vuestro novillero en mitad del túnel.
Traspasado el conducto, ya no había dudas: el corazón fullero de los dioses apostaba por vosotros.
Larita II resopló y encendió un cigarro.
—Esto se llama torear a lo crudo —sentenció.
Tal vez tenía razón y, tras tanto tiempo junto a Leclerc, os habíais convertido en una casta que necesitaba oler el miedo sin lances de capote. O en unos locos, que se engallaban cuando las pezuñas el morlaco nazi sacudían la arena. O en unos héroes, que, sin trampas de tahúres, os encontrabais en estado de gracia.
Fuera como fuese, vuestro convoy marchaba por los caminos rodeados de barrancos. Ibais tensos y vigilantes, ya que, aunque apenas quedaban tres kilómetros hasta la meta, el terreno era muy favorable a las emboscadas. De repente, lo que temíais desde la entrada en Baviera ocurrió en los desfiladeros de Alpenstrasse: varios obuses del 88, lanzados desde Flak y ocultos en la densa vegetación de las laderas, impactaron sobre los carros y semiorugas. Un Half-Track en llamas se precipitó al vacío; sus ocupantes pudieron salvarse saltando entre las rocas, y varios Sherman quedaron bloqueados con las cadenas destrozadas.
El teniente Iriarte sostenía a un hombre entre sus brazos. Era su ayudante, que sangraba por la cabeza y no se movía. Pero la llamada de Gitano te obligó a mirar hacia la tripulación del «Santander»:
—¡Solana! ¡Solana!
El veterano soldado cántabro presentaba heridas por el impacto de esquirlas en el hombro derecho y en la clavícula:
—Estoy bien —dijo, presionando con las manos los orificios, para gritar a continuación—: ¡Metedles el «Mari-Luz» por el culo!
—¡Seguidme! —exclamaste, saltando del blindado como si el alma de Campos, el instinto del guerrillero nato, se hubiese apoderado de ti.
Penetraste con tu pelotón en el pastoso bosque de abetos. Sin palabras, sólo a golpe de gestos, dirigías el avance de tus hombres árbol tras árbol. Otra compañía, que no lograste identificar, os seguía. El bramido de los Flak mantenía estancada a la agrupación en la cañada y los cañones de los Sherman callaban impotentes. No había opción: había que alcanzar el asentamiento de las piezas de artillería alemanes y destruirlas.
Os habíais adentrado cien metros en el monte; los Flak aún se encontraban lejos. De repente los visteis: soldados alemanes avanzaban, buscando sorprender a vuestra agrupación. Disparasteis. Respondieron. La estrategia de la contención se impuso.
Vuestras miradas, junto con la boca del cañón de los fusiles, se dirigieron hacia los huecos entre los troncos, para disparar en cuanto un soldado alemán intentara adelantarse alcanzando un árbol o una roca. Ellos hacían lo mismo. Era una lenta espera en la que se sucedían las carreras y los disparos certeros. El tiempo se paralizó.
Anochecía, pero el cielo se tiñó de azul y naranja. La luz de las bengalas acompañaba el rugir de los obuses y el martilleo de las ametralladoras ante enemigos invisibles. Aquella columna alemana había logrado detener vuestro avance hacia Berchtesgaden.
La oscuridad se cerró sobre vosotros. No podíais abrir brecha en sus posiciones, sólo mantener la vuestra impidiendo que avanzasen. En esos momentos, sin visión en la noche, sólo se disparaba en dirección a sonidos inesperados. El valor del oído en la guerra, como te había enseñado Fábregas.
Habías empleado las lentas horas nocturnas en calcular los límites de las posiciones enemigas entre sus bengalas, las bocachas que se encendían en la noche y el crujir del ramaje. Preparabas el asalto al amanecer. Aquella columna no podía teneros empantanados más tiempo o el retraso en el asalto a Berchtesgaden, como el de Rommel en Bir-Hakeim, podría ser mortal, ya que tal vez facilitase la entrada de refuerzos desde Austria.
Vuestras granadas certeras y el fuego desde las bazucas y lanzallamas anunciaron el amanecer. Los troncos de los abetos se astillaban por el impacto de cientos de balas y hasta la húmeda hierba ardió. Las banderas blancas comenzaron a asomar entre los árboles. La sección de las SS había sido diezmada.
Seguisteis avanzando, ganando palmo a palmo. Los interrogatorios a los alemanes os habían colocado sobre la pista de las fuerzas oponentes: dos compañías Waffen-SS y tres cañones Flak 88. No supondrían peligro a menos que el terreno os fuera desfavorable.
Hacia las dos de la tarde, veinticuatro horas después del primer fogonazo alemán, las cuatro compañías del III Batallón ya os encontrabais medio kilómetro internados en la ladera. El avance seguía pausado, sin aventuras: trescientos soldados os esperaban en algún lugar de aquellos desfiladeros. Vuestros estómagos crujían, pero no atendíais a su reclamo. No era el momento, y menos cuando el eco de los combates en el extremo izquierdo llegaba nítido.
—La 12.ª ha encontrado resistencia —informó Gitano, después de escuchar el aviso por la emisora.
La vegetación iba desapareciendo. Las puntiagudas rocas anunciaban las trincheras naturales de los SS. Era preciso salir de la linde del bosque con rapidez y precaución, de uno en uno y observando de dónde llovían los disparos, esperar refuerzos y, al crepúsculo, cuando el sol cegase al enemigo y convirtiese vuestra espalda en una mancha que la sombra de las cumbres oscureciera, atacar.
Las tinieblas ganaron terreno. El asalto final se preparaba. En cuanto la sombra de los peñascos tocó la primera línea defensiva alemana, se oyó la orden. Casi dos mil soldados del Regimiento de Marcha del Tchad, precedidos del fuego de las bazucas, os lanzasteis hacia adelante. Las rocas se resquebrajaban por el impacto de las cargas; los alemanes disparaban ciegos, sin precisión. Cuando las trincheras de vanguardia capitularon, continuasteis avanzando al ritmo en que se extendían las sombras.
Cuatro horas más tarde, habíais alcanzado las posiciones de las piezas de artillería. Sin disparar, los artilleros se rindieron.
—Son franceses —dijeron los soldados que los mantenían con los brazos en alto.
En efecto, eran colaboracionistas de Pétain con uniformes de las Waffen-SS. El coronel Guillebon transmitió esa información por emisora a Leclerc, que en media hora se personó en el lugar.
—¿Por qué visten ropas nazis? —preguntó, zarandeando al de mayor grado, y, como escupiéndole, añadió—: Son una deshonra para su patria.
—¿Por qué nos lo recrimina? —expresó calmo el otro—. Usted lleva uniforme norteamericano.
Leclerc le soltó. Encendió un cigarro y el humo ocultó sus rasgos. Un instante después, la máscara macilenta que se le dibujó en Ksar Rhilane había regresado.
—Ese rostro ya se lo vi al general en el cuartel general de Bradley —apuntó Iriarte.
—¿Cuándo fue eso? —preguntaste al teniente.
—En el momento en que Bradley le prohibió entrar a París si encontraba resistencia. La única diferencia es que entonces sonrió.
Tenía razón. También había sonreído en Ksar Rhilane, cuando le anunciaron que la bandera de la Francia Libre no ondearía en Túnez. Pero la orden del general cortó tus evocaciones:
—¡Fusílenlos!
Apenas Leclerc pronunció la orden, varios soldados franceses se presentaron voluntarios para constituir el pelotón que la ejecutara.
Descendíais hacia los blindados, cuando oísteis la voz de un oficial francés («¡fuego!») y, de inmediato, la salva de balas.
Los cuerpos de los doce colaboracionistas quedaron en las cumbres del desfiladero. Pero aquello ya no os interesaba; llevabais un retraso de casi treinta y seis horas que era preciso recuperar. Proseguisteis el avance en la noche. La luna llena de hacía unos días aún os acompañaba por el serpenteo de aquellos cansinos hacia Berchtesgaden.
En una alborada que os hubiese gustado detener arribasteis a las afueras de la villa. Otras agrupaciones de la II División habían llegado antes que vosotros por itinerarios sin resistencia alemana.
—Pudieron haber avisado —se quejó el sargento Moreno desde el «Don Quijote II».
No ser los primeros entre los soldados de la II División no os hacía mella, lo que realmente os molestó fue que también se os habían adelantado los norteamericanos de la 3.ª División de Infantería, que paseaban triunfantes por las calles envueltos en cánticos y alcohol. La frustración se apoderó de vosotros, sobre todo de Iriarte y de ti.
A partir de ese momento, no te quedaba más remedio que buscar al Obersturmführer entre los prisioneros, eludir la vigilancia yanqui y matarlo.