13
ASALTO AL CASTILLO
EL MUCHACHO DEL BRAZALETE se subió en el «Guadalajara» con los extremeños del sargento Jiménez y os guio a la 3.ª sección hacia el objetivo. A vuestra derecha quedaron las granjas de Serans llenas de pollos frenéticos por el estruendo. Zigzagueasteis entre fuerzas enemigas en dispersión por itinerarios indirectos y caminos escondidos. Recorristeis cuatro kilómetros dentro de las posiciones alemanas y divisasteis el castillo en lo alto de una loma. Dejasteis los Half-Track ocultos en un frondoso bosque de la llanura y a pie, con los subfusiles en la mano, emprendisteis el ascenso hasta la base de las murallas.
Los muros del castillo presentaban muchas aberturas, a causa de su ruina y de los impactos de obuses. Pasasteis a través de ellas y os tumbasteis, protegiéndoos, detrás de bloques de piedra desprendidos de su muralla. A la puerta de la fortaleza se encontraban estacionados varias ambulancias, un camión y un vehículo semioruga. Un centinela de las SS, con subfusil en bandolera, paseaba alrededor de los vehículos. Desconocíais con qué fuerzas contaba en el interior. Se imponía esperar.
Al cabo de media hora, soldados de la Wehrmacht trasladaron en camillas a compañeros heridos ante la atenta mirada de varios Waffen SS. Eran trece. Si la nota del coronel decía la verdad, entonces quedaban en el interior otros siete, posiblemente dirigiendo la evacuación. De repente, ocho norteamericanos con los brazos en alto fueron escoltados por dos soldados alemanes hacia el camión. Ya teníais quince Waffen SS en el punto de mira. Seguisteis esperando. Diez minutos después, el último contingente de heridos alemanes fue introducido en las ambulancias; distinguisteis entre ellos a un coronel. Parecía que ningún SS había quedado en el interior, ya que se disponían a partir y el número ya sumaba veinte.
A las veinte horas y treinta minutos, Campos hizo una seña con la mano. Os erguisteis en vuestras posiciones, dejándoos ver. Los SS estaban rodeados. Alzaron miradas de desconcierto, dubitativos.
Entonces, soldados alemanes heridos, con el coronel en cabeza, saltaron sobre ellos y los desarmaron. No hubo necesidad de disparar. El sargento jefe Reiter se adelantó, acercándose hacia ellos. El coronel alemán se puso a su disposición y le arrancó al jefe de la sección de los SS un cartapacio que entregó de inmediato a Juanito, cuyo contenido conociste más tarde. Se trataba de la distribución alemana en los alrededores de depósitos de combustible y municiones.
Juanito ordenó, con voz imperativa y en alemán, que los heridos subieran a las ambulancias o al camión. El resto continuaría camino a pie. Todo había terminado. Consultaste de nuevo el reloj: eran las veinte cuarenta y cinco.
La columna se constituyó con los ciento veintinueve soldados heridos de la Wehrmacht, los ocho norteamericanos prisioneros y los veinte SS. Al frente iba el «Guadalajara» y el «Brunete», cerrabais vosotros con el «Santander», y la boca del «Mari Luz» protegía la retaguardia. Recorristeis los cuatro kilómetros hasta vuestra posición al ritmo que marca el paso humano.
Antes de llegar al campamento, os cruzasteis con una patrulla de reconocimiento norteamericana en dos jeeps. Dialogaron con Fábregas. El sargento jefe negó con la cabeza y los yanquis, después de un gesto despectivo, se alejaron.
—Curioso, curioso —murmuró Fábregas.
—¿Qué querían? —preguntó el adjudant-chef.
—Que les entregáramos a los alemanes.
—¿Cómo? —inquirió un Campos estupefacto.
—Al parecer, a los yanquis les dan días de permiso como premio por los prisioneros que hagan —explicó el sargento jefe—. Estos tenían ganas de regresar a Oklahoma y nos ofrecían doscientos litros de gasolina, dos ametralladoras ligeras, una docena de subfusiles y quinientos cartuchos por nuestro botín.
—¿Qué les dijiste?
—Que se lo metieran por el culo.
Campos quedó pensativo mientras su «Túnez 43» avanzaba despacio. No sospechaste en ese momento que ahí se había producido la chispa de lo que sería un futuro mercadeo letal.
Al llegar, el júbilo se extendió por la 1.ª compañía del 501.º y el resto de La Nueve. Desfilasteis con la columna de alemanes y americanos rescatados, y te sentiste como un artista de cine.
El capitán Dronne se dirigió corriendo hacia el adjudant-chef.
—Felicidades por la hazaña, adjudant-chef Campos. Pero usted cree que tiene un ejército privado y no piensa en el conjunto. —Levantó la voz—. Su machada ha dejado desguarnecida la parte norte. ¿Y si nos llegan a atacar por ahí?
—Mi capitán, fue culpa mía porque…
—Cállese, Rieter —cerró Dronne—. Lo dicho: que no se vuelva a repetir.
—No hace falta que nos dé las gracias —cortó Campos, entregándole la carpeta facilitada por el coronel alemán.
Al capitán no le faltaba razón, pero desde el incidente con el teniente Bamba y las dudas que arrojó sobre vosotros, se le veía demasiado nervioso. Parecía que estaba perdiendo el control de la compañía.
—Capitán, capitán Dronne…
El cura del pueblo corría, alzando la sotana, a vuestro encuentro. Era regordete y bajito, con los mofletes colorados como pimientos.
—Este ha pasado poca hambre durante la ocupación —murmuró Juanito señalándole.
—¿Qué le ocurre, padre Berger? —se extrañó el capitán.
—Buf —resopló el párroco—. Vengo a decirle que he establecido la capilla ardiente con los cuerpos de los tres fallecidos en la iglesia, para que lo traslade a sus hombres.
—Gracias, así lo haré —dijo Dronne, bajando la vista.
—Quería pedirle otro favor. —El gesto del capitán le animó a seguir—: Hoy es el día de la Asunción y quisiera realizar una modesta procesión por las calles…
Los soldados de la 3.ª sección os mirasteis desconcertados. Alguno soltó una carcajada. El capitán, con los ojos abiertos como dos monedas, le respondió crispado:
—Padre, no es el momento. Le prometo que cuando todo se calme le daré permiso para…
No pudo terminar: unos gritos inundaron la plaza. Varios hombres y mujeres, con las siglas «FFI» en sus brazaletes, empujaban hacia allí a dos mujeres con el pelo rapado.
—¡Hay que colgarlas!
—Hicieron favores a los nazis.
Una ráfaga al cielo por parte del Sten del adjudant-chef Campos puso fin al tumulto.
—¿Qué ocurre? —quiso saber el capitán, dirigiéndose al que parecía el jefe de aquella agrupación de milicianos.
—Se portaron muy bien con los nazis, hasta delataron a gente de la Resistencia.
—Ya —dijo Dronne lentamente—. Castigándolas no se gana nada. Han de hacer algo útil. Llévenlas hasta las escuelas, donde están los prisioneros, y que se encarguen de la limpieza y la comida.
Los miembros de las Fuerzas Francesas del Interior se alejaron con las dos mujeres.
—¿Cuándo cree que podré hacer la procesión? —insistió el cura.
—Pronto, padre, pronto… —alegó Dronne, sacudiendo ligeramente una mano.
—Está bien, me voy a preparar la misa.
—Son como corchos —murmuró Fábregas, con su Gitanes en los labios y el subfusil en bandolera, mirando al cura alejarse—. Sobrevivieron al régimen de Vichy y a la ocupación nazi, y ya se están adaptando para perdurar en una Francia liberada.
Mientras tanto, un chillido acompañado de una marcha militar, desde el primer piso de una vivienda próxima, os obligó a girar las cabezas.
—Los yanquis y la 1.ª División de la Francia Libre con la Legión Extranjera en cabeza han desembarcado en las playas de Provenza.
Era un anciano con boina calada, que se había asomado a un pequeño balcón mostrando una radio. Aumentó al máximo el volumen, con la intención de que el pueblo escuchase las palabras del locutor de la BBC, algo imposible por el estruendo de los obuses que impactaban al oeste y al norte.
De repente, el viejo extrajo de su bolsillo dos pequeños objetos relucientes, los alzó y, con cuidado, se los colocó en su zamarra, junto al corazón. Eran dos medallas. Con calma, se aferró a la barandilla, miró al cielo y comenzó a cantar:
De sur a norte, desafiando todos los climas,
¡Oh Legión!, llevas tu estandarte.
Cuando el universo conozca tus soldados,
deberás por fin dejar de ser extranjera…
Imaginaste a Fran desembarcando en el sur de Francia con los legionarios de la 13.ª, pero no pudiste recrearte en la imagen, ya que el fuego de artillería provocaba la desbandada de los pobladores.
Lo que os habíais temido estaba ocurriendo: los yanquis y los ingleses ejercían una tenaza sobre las divisiones alemanas en Falaise y estos avanzaban hacia vosotros para abrir brecha.
Los impactos de la artillería alemana cayeron sobre la zona defendida por la 1.ª sección, la de Montoya. De repente, un soldado gritó corriendo hacia el capitán:
—Han destrozado «Los Pingüinos».
Tu pensamiento se instaló en tus amigos de Orán: Constantino y Fermín Pujol.
Os desplazasteis de inmediato hacia el oeste para apoyar a los de la sección de Montoya. Nada más llegar os informaron de que a Fermín Pujol lo evacuaron porque la metralla le había alcanzado en la cabeza.
Los proyectiles seguían batiendo un círculo de un radio de cuarenta metros. En el centro, tres cuerpos inmóviles. No se podían rescatar los cadáveres, la zona seguía bajo los obuses alemanes, que al impactar desmembraban aún más los cuerpos. Entre los muertos se encontraba un soldado al que, a pesar de la distancia, no reconociste. A su lado, el sargento Poreski, un polaco de las Brigadas Internacionales, y… el sargento jefe Constantino Pujol, tu amigo.
Apretaste los dientes y los puños, la presión en el pecho se sumó al nudo en la garganta y tus manos temblaron sobre la ametralladora.
—¡Hijos de puta! —gritó Gitano.
Tal vez por rabia o por impotencia, abrió fuego desde el «Santander» con el cañón del 57, el «Mari Luz». El proyectil se perdió en el horizonte sin crear peligro a la Wehrmacht.
Una sección de la 10.ª, al mando del joven teniente francés Carage, acudió también en apoyo de la sección de Montoya. Campos, de inmediato, sin dejaros llorar a vuestros muertos, ordenó dirigiros al noroeste para cerrarlo definitivamente.
El «Túnez 43», el «Brunete», el «Guadalajara», el «Almirante Buiza» y el «Santander» emprendieron una veloz carrera hacia las afueras, cerca del pueblo de Serans, en apoyo de los Sherman del 501.º. Al llegar, los centinelas alertaban de que unidades de las SS habían cruzado el río Orne y avanzaban con trajes de camuflaje, infiltrándose tras las casas aisladas del pueblo.
—Que quede sólo uno en cada ametralladora y que los Half-Track y los Sherman avancen detrás de nosotros —ordenó Campos, ajustándose el casco y saltando del «Túnez 43» con el Sten.
Cinco soldados permanecieron en los blindados; el resto emprendisteis el avance a pie, bajo el paraguas de fuego que os ofrecían.
Alcanzaron a uno de los vuestros. Su cuerpo, inmóvil, quedó en medio de la calle. La orden —«no recoger a los muertos»— fue cumplida a rajatabla. Seguisteis avanzando y disparando. Os protegisteis detrás de los muros derruidos de las viviendas y abristeis fuego a discreción. Cayó uno de los suyos. Los Sherman y Half-Track avanzaban detrás, disparando por encima de vuestras cabezas. Cuatro alemanes, que habían sido alcanzados por las balas de las ametralladoras, se retorcían en el suelo.
—Panzer! Panzer! —solicitaban a gritos sus compañeros, mientras se batían en retirada.
No se dirigieron hacia el puente: se lanzaron al Orne intentando cruzarlo a nado. Desde la orilla, de pie, cada uno de vosotros vaciasteis dos cargadores de treinta cartuchos sobre los SS en desbandada. Tuvisteis la misma piedad que habían mostrado ellos en Guernica.
—¡Alto el fuego! —gritó Campos.
Sin atender a la orden, Gitano y tú permanecisteis con el dedo en gatillo. Constantino muerto y Fermín herido de gravedad no se borraban de la mente y la necesidad de venganza os cegó.
Una ráfaga a vuestros pies, del Sten de Fábregas, os rescató de la demencia.
De los sesenta Waffen SS, sólo quedaron quince con vida. El resto flotaba acribillado sobre las aguas del Orne.
Los apresasteis y registrasteis, por si portaban algún documento con información de interés.
—Vaya, vaya —dijo Juanito—. Todos ostentan la Cruz de Hierro de Primera Clase.
Habíais aniquilado a una unidad de vanguardia de la guardia pretoriana nazi, la SS Panzerdivision Leibstandarte Adolf Hitler.
Reiter paseó por delante de cada uno de los SS y les arrancó la Cruz de Hierro. Algo balbuceó en alemán. Creíste entender algo sobre un «trozo de latón», de lo poco que te había enseñado de ese idioma. Cogió las medallas y las fue arrojando sobre la superficie del río, como si fueran piedras planas. Algunas llegaron a botar sobre el agua un par de veces, otras se estamparon contra los cuerpos de los soldados alemanes que flotaban.
A continuación, escoltasteis a los prisioneros hacia el interior de Écouché. Las secciones de Elías y Montoya añadieron los suyos. En total, La Nueve había capturado vivos hasta ese momento a un centenar de SS.
Los bombardeos seguían, recordándoos que los alemanes aún no habían desaparecido ni se habían retirado. El campanario se convirtió en el objetivo principal de su artillería. Pensaron que desde allí podríamos aposentar francotiradores o vigías, pero se equivocaron: estabais muy ocupados matando Waffen-SS.
Os informaron de que toda la II División estaba desplegada desde Carrouges a Argentan y que Patton se encontraba a quince kilómetros, en Ranes, exactamente el ancho de corredor que les quedaba a los alemanes para huir, el marcado por la línea de Argentan a Falaise.
No dormisteis. No comisteis. Seguíais tensos, inflexibles, atentos a las incursiones nazis nocturnas.
El teniente Granell y Larita II formaron patrullas de voluntarios e inspeccionaban los alrededores. La secciones de Elías y Montoya, apoyados por los franceses del teniente Carage, repelían a cañonazos las incursiones alemanas. Vosotros habíamos hecho infranqueable el noroeste.
En la oscuridad inmensa de la noche —la luna había desaparecido durante vuestra estancia en Écouché, recordándote el borrón de tinta negra del desierto—, repasaste el nombre de nuestros muertos: Constantino Pujol, el amigo, el sargento jefe, el héroe de Narvik, el jefe de «Los Pingüinos»; Poreski, el compañero polaco, el exbrigadista; Luis de Águila; Helio, Sánchez; Vidal; el valenciano Carayón. Siete en total, a los que había que añadir diez heridos. «Os vengaremos», mascullabais con rabia en La Nueve. El Obersturmführer martilleaba en tu cabeza. «Demasiadas venganzas. Demasiadas».
Las horas transcurrieron bajo el fuego de los aviones norteamericanos y la respuesta de la Luftwaffe. El fuego de artillería aliado, que iluminaba el cielo de colores naranja y blanco reflectante, batió las posiciones alemanas. Alguna vez cayó un obús amigo sobre las afueras del pueblo. Les reclamasteis por radio que alargasen el ángulo de tiro, pero fue en vano.
—¡Los paneles! —gritó Campos.
Os percatasteis de lo que ocurría: el enfrentamiento con los nazis había provocado que sobre algunos Half-Track no se colocaran los paneles identificativos que os distinguían de los alemanes, haciéndoos aparecer ante la aviación aliada como enemigos.
El resto de la noche se cristalizó en una calma tensa, que os permitía oír hasta los latidos de vuestros corazones.
Al amanecer, los vecinos os trajeron el desayuno: pan, manteca, jamón y queso, rehogados con sidra o calvados. Un manjar comparado con vuestros botes de frijoles que ya os provocaban náuseas. Mientras dabais cuenta de esas suculentas viandas, por el sendero, bajo el fuego artillero, apareció una familia de antiguos moradores arrastrando un carro lleno de muebles. Esa imagen os devolvió una vez más a las tierras de España, cuando familias enteras huían de sus pueblos en plena guerra con todas sus pertenencias en carromatos y con hatillos, escondiéndose en las montañas o intentando alcanzar las fronteras.
Los dos días y noches siguientes presentaron la misma tónica: las secciones de Elías, Montoya y Campos, apoyadas por los carros del 501.º, defendían las entradas del pueblo de incursiones alemanas; las patrullas móviles creadas por el teniente Granell asaltaban las posiciones nazis de noche, causando numerosas bajas y haciendo prisioneros; la artillería de la Wehrmacht seguía castigando las casas del pueblo, en las que varios tejados habían desaparecido; la aviación aliada derribaba algún avión alemán que se aventuraba en el cielo.
Al amanecer del 18 de agosto, un Mark IV avanzó seguido de dos camiones cargados de soldados alemanes. Pretendían abrir brecha en las posiciones de la sección que había sufrido más bajas: la de Montoya. Los cañones antitanque del 501.º rompieron fuego, el Mark IV se retiró y los camiones quedaron ardiendo en mitad del sendero. Una columna inglesa, que venía de Fles, les sorprendió por la retaguardia y enlazó con vosotros. La tenaza se había cerrado definitivamente sobre la Wehrmacht: era el comienzo del fin de la Batalla de Normandía.
A primera hora de la tarde, os relevaron. Por fin conseguiríais un descanso. Sería el primer día, después de una semana, en el que podríais dormir, bañaros, lavar la ropa que olía a pólvora, sudor y sangre, y enterrar a vuestros muertos.
—¡Las tropas británicas se han apoderado de Écouché! —gritó de nuevo, desde el balcón, el anciano de la boina calada, mostrando la radio.
«La BBC nos ha robado la batalla», mascullaste rabiado, pero creo que lo pensabais todos. La noticia les dolió más a los franceses, pero vosotros habíais aprendido a luchar sin medallas ni reconocimientos. Sólo os importaba terminar cuanto antes con los nazis y los fascistas italianos y entrar en España, y, a ti, llegar a Estrasburgo.
Después de bañaros y cambiaros de ropa, en el momento en el que os disponíais a asistir al cementerio, Gitano se presentó con un odre lleno de vino tinto.
—Hace siglos que no lo pruebo —apuntó Juanito.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Fábregas.
—Me lo vendió un bodeguero de…
—¿Cuánto? —preguntó de nuevo Fábregas, echando un trago desde el pellejo.
—Bueno —Gitano se sonrojó—, es un poco largo de explicar.
—Tenemos tiempo hasta otro ataque alemán —indicó sarcástico el sargento jefe.
—Pues me pidió doscientos francos por litro…
—¿Doscientos? —dijiste perplejo.
—Sí, me dijo que a ese precio lo pagaban los alemanes…
—Ya dije yo que estos normandos no tenían pinta de haber pasado mucha hambre —ironizó Juanito, apurando el sorbo.
—Sigue —animaste intrigado.
—Pues eso, dijo que a ese precio se lo pagaban los alemanes y que no pensaba rebajarlo ni un céntimo. Regateé, pero fue inútil. Entonces cogí el pellejo y le dije: «A partir de ahora cambiamos de ladrón». Y me largué.
DEPOSITASTEIS LOS CUERPOS de vuestros siete caídos en el cementerio, junto a los de los compañeros del 501.º y los spahis abatidos en Écouché; más allá, colocaron la tumba de un spahi musulmán.
«Pujol, Constantino. Sargento jefe. 2.ª DB. 9.ª Cía.», rezaba una de las leyendas que dejasteis atrás sobre una cruz de madera. Era sencilla, pero los héroes no necesitan aspavientos ni oropeles ni llantos ni misas: sólo su nombre en una señal del camino, y la Historia se encargará de trasladarlos a la inmortalidad. Pero Fábregas siempre opinaba que todo suceso guarda un poema que lo narre, y si los versos son del poeta de las batallas, con mucha más razón:
Han muerto como mueren los leones:
peleando y rugiendo,
espumosas las bocas de canciones,
de ímpetu las cabezas y las venas de estruendo…
Una lágrima recorrió despacio tu mejilla antes de que terminase el poema. Al verla, Fábregas pasó el brazo por encima de tus hombros y te dijo:
—En realidad no han muerto. Se han ido al infierno para reagruparse y volver con más fuerza.
Al salir del camposanto, os esperaba un viejo cacharro de gasóleo con cuatro tripulantes. Eran tres chicos de unos dieciséis años (o eso te pareció por su tez pálida, su endeble complexión y sus ojos ingenuos), acompañados de un cincuentón, calvo y nervudo.
—Son mis sobrinos y mi hijo —informó este al capitán Dronne—. Los traigo para que se enrolen con ustedes. Todos hemos de contribuir a liberar la patria. Yo no lo hago porque estoy enfermo y no sería más que un estorbo.
Dronne bajó los ojos, repentinamente humedecidos. Detrás, Fábregas susurró:
—Nos matan a uno y lo relevan tres.
El capitán los acogió, aunque siguiese murmurando aquello de: «Esto no es una oficina de reclutamiento».
Horas más tarde os llegaron los sustitutos de vuestros caídos: dos sargentos y cinco soldados, pero los siete eran franceses. También recibisteis los carros que reemplazaban a los destruidos.
Era el momento de hacer recuento: cuatrocientos esqueletos de blindados y camiones alemanes esparcidos por los prados y más de doscientos prisioneros; ignorabais su número de muertos y heridos. Normandía entera era de los Aliados. Las divisiones de la Wehrmacht se habían rendido, con más de cincuenta mil prisioneros y el resto en desbandada hacia el este.
«Écouché bien vale una misa», debió pensar el padre Berger, cuando informó:
—Capitán, mañana a las doce voy a ofrecer una misa en memoria de los caídos por la liberación de Écouché.
—No sé, padre Berger —dudó Dronne—. Mis hombres son… poco creyentes.
—No importa —cortó el cura, como si hubiese ensayado la respuesta—. La misa será por todos: cristianos, judíos, musulmanes y por los otros.
Los otros erais vosotros. Ignorabas si entre los compañeros del 501.º había creyentes, pero estaba claro que ninguno de los soldados de La Nueve lo era —habíais visto demasiada mierda en el clero español como para creer en sus divinidades—. Lo mismo les ocurría a los spahis, casi todos musulmanes. A lo mejor, Dronne aceptó por agradecimiento al cura, quien había cedido en su momento la sacristía como hospital improvisado, desviviéndose por vuestros heridos. Tal vez, no lo sé. Pero fuera lo que fuese, el caso es que aquel día, a las doce en punto, la iglesia del pueblo jamás vio tanta gente.
No quedaba una vidriera intacta; el techo presentaba un enorme boquete; las paredes mostraban los impactos de la metralla; la estatua de San Miguel, patrono de Francia, estaba dañada y la del Sagrado Corazón era un montón de piedras coloridas.
Antes de concluir la misa, el cura comenzó a cantar La Marsellesa en solitario. De inmediato os sumasteis todos. La mayoría de los boinas negras lagrimearon.
Al terminar, el sacristán pasó una bandeja solicitando donativos para la compra de otra efigie del Patrón de la Patria y del Sagrado Corazón. Al llegar a vuestra altura, Fábregas soltó una moneda. Le imitaste. Gitano se quedó mirando la bandeja; sospechaste que, en otra ocasión, el párroco se hubiese quedado sin estatua y sin la totalidad del cepillo, pero tu compañero también añadió un franco.
—Lo que más me fastidia de esto —farfulló Fábregas— es que algún mamarracho, cuando hayamos muerto, interprete que nos hemos convertido al catolicismo.
Al abandonar el templo, quedaste sorprendido por el enorme número de parroquianos que, en la plaza, portaban el brazalete con las siglas «FFI». Cuando se presentaron los combates sólo habíais contado una docena, que os ayudaron con los heridos, informándoos de rutas o ejerciendo de vigías. Después de la victoria eran cientos. Ese gesto también te recordó el Madrid en vuestra guerra. Mientras se encontraba bajo la bandera de la legalidad constitucional, toda la población se declaraba republicana. Cuando Franco entró en la capital, se transformaron y cantaron el Cara al sol sin rubor.
Las voces del conductor del jeep «Mort aux cons» te recataron del ensimismamiento. Solicitaba que Dronne atendiera un requerimiento por la emisora:
—Es el general Leclerc, mi capitán.
El anciano del balcón se asomó de nuevo con la radio en la mano, subió el volumen y gritó:
—¡Los parisinos se han sublevado!
El júbilo en vuestras filas más las interferencias impidieron que entendieras las palabras del Patrón. No sabíais lo que le habría ordenado, pero barruntabais que había sido algo muy grave. Dronne quedó paralizado, con el auricular de la radio colgando de su mano, y su rostro, del color de las lápidas. Y creíste oír que balbuceaba: «París».