12: Utah Beach

12

UTAH BEACH

LA II DIVISIÓN BLINDADA se acercaba a Normandía con sus cuatro mil doscientos blindados. Ibais desplegados en tres columnas de buques escoltados por torpederos y aviones. En lo alto del cielo, más allá de los cúmulos y cirros, sobrevolaron los primeros aviones alemanes. Amarrasteis cercanos a la costa, al norte de la bahía de Carentan, y, estupefactos, contemplasteis en qué habían invertido el tiempo los norteamericanos desde que desembarcaron: puertos artificiales, puentes colgantes, aeródromos provisionales, almacenes de combustible… Aquello era una gran obra de ingeniería para permitir el acceso a los pesados carros de combate.

Al amanecer del 1 de agosto, las arenas de Utah Beach, la playa más al oeste de todas las que vieron el desembarco, no sintieron el paso de las cadenas de vuestros monstruos de hierro y acero. Habíais atracado, pero alguien os negaba el desembarque.

Las quejas desde las filas españolas no demoraron en hacerse oír:

—¿Qué cojones pasa?

—¡Vamos a echar raíces!

—¡Hemos venido a matar nazis, no de crucero!

La gente comenzó a encolerizarse:

—¡A la playa! ¡A la puta playa!

El Liberty Ship seguía anclado en medio de acorazados, destructores y torpederos. La aviación aliada sobrevolaba vuestra posición ofreciéndoos cobertura ante un posible ataque de la Luftwaffe. Erais un blanco muy fácil para un ataque de los Stuka. Pero el mar estaba demasiado picado para desembarcar vuestras máquinas de guerra con un mínimo de seguridad.

Aún tuvisteis que esperar cuarenta y ocho horas, pero el 3 de agosto las chalanas comenzaron a transportar los semiorugas de la II División. Un golpe de mar casi volcó una barcaza y temisteis por la suerte de un Half-Track. El viento cimbreó otro blindado que colgaba como un péndulo de los cables de la gigantesca grúa.

Poco a poco, los vehículos, salieron de las calas y comenzaron a descender por las rampas hacia tierra firme. Los norteamericanos dirigían el descenso a través de altavoces. Todo se desarrollaba según lo planeado, pero las aguas agitadas impedían que el desembarco obedeciese el ritmo que vuestra ansiedad quería imponer. Del Liberty Ship aún no había bajado ninguno de vosotros. Os impacientasteis aún más.

Si algo aprendiste de Fábregas sobre la guerra —aparte de lo que ella misma te enseñó en el contacto con la mierda, el hambre, la ruina humana, los cadáveres, los lisiados, la sangre y la tempestad—, es que cada copla tiene su ocasión y cada momento posee su ritmo y su melodía:

La cucaracha, la cucaracha

ya no puede caminar

porque no tiene, porque le falta

la patita principal

—¿Qué es eso de la cucagacha?, —preguntó el general Leclerc al teniente coronel Puzt.

—Es un corrido, mi general. Dicen que se originó en la Revolución mexicana.

—¿Por qué esa canción y no otra?

—Están impacientes por enfrentarse a los nazis.

—Yo también estoy impaciente, Puzt. Yo también —dijo el general y, golpeando con el bastón el piso del acorazado, se alejó tarareando—: La cucagacha, la cucagacha

El primero de La Nueve en pisar suelo francés fue el capitán Dronne. Pensaste que se arrodillaría y besaría la arena de su tierra natal. Te equivocaste. Quedó inmóvil en medio de la playa. Su mirada recorrió despacio los quinientos metros de profundidad de las arenas y; pasando de soslayo por los cantos rodados del final, se perdió en el verdoso fondo ofrecido por praderas y setos de arbustos muy tupidos. Sus ojos se humedecieron. Cuatro años desterrado en las colonias y, por fin, había regresado. Aquello lo era todo para él, pero en realidad aún no era nada, salvo la opresión en el corazón que sufríais todos, el tan temido síndrome da Costa de los soldados antes del combate.

Hacia las dos de la tarde habíais desembarcado y partisteis hacia un campamento, supuestamente de tránsito. El séquito de miles de camiones y blindados iba escoltado por cazas yanquis que os sobrevolaban como buitres.

—Precaución con los snipers —la consigna fue pasando de boca en boca al emprender la marcha.

Te sentías tranquilo: localizar tiradores de élite era tu punto fuerte.

Cruzasteis caminos que transcurrían por hondonadas, rodeados de arbustos y muros de piedra musgosos y enormes pastizales, con acequias que oscurecían los cadáveres de animales diseminados por la metralla. Hasta encontrasteis vacas que, portando odres llenos, habían sido acribilladas en las cunetas. Esqueletos negruzcos de Panzer y Sherman eran apartados de los senderos por enormes buldóceres. Casas derruidas, algunas con un solo muro, eran la prueba de la cruenta batalla sufrida. Vosotros comentabais lo parecido que era el pueblo a cualquiera de los de España durante la guerra, pero los franceses enmudecían, atónitos ante tanta ruina. Los pocos habitantes que os encontrasteis caminaban con los ojos muy abiertos sin mirar hacia ningún sitio, como sonámbulos. Te recordaron a soldados perdidos en las dunas de la tierra vacía, aquellos espectros muertos de sed.

Había comenzado a llover y temisteis que vuestro avance se viese impedido, pues os habían asegurado que las cadenas de los Sherman eran demasiado estrechas para progresar sobre el fango. Pero no fue así; salvo por algún jeep atascado en el barrizal, los carros de combate y Half-Track proseguían imparables la marcha. «Por lo menos el agua evitará que se levante más polvo», pensaste.

Bajo la lluvia surgieron dos muchachos franceses —por sus ropas se notaba que eran campesinos— y se dirigieron hacia el teniente coronel Puzt. Dialogaron unos minutos y, siguiendo órdenes del jefe de batallón, subieron a uno de los camiones de la compañía de apoyo, la CHR. El teniente Bamba les facilitó uniformes. La II División ya tenía sus primeros voluntarios en suelo francés. «Parecemos una oficina de reclutamiento», murmuró vuestro gruñón capitán.

El letrero clavado sobre un poste de madera os indicó «Cherbourg, 70 km» y el de más arriba «Bayeaux, 40 km». Aquella era una posición desconocida para vosotros. Sólo sabíais que los norteamericanos habían abierto una brecha en el frente alemán de veinticuatro kilómetros hasta Avranches, apoderándose de un puente intacto sobre el río Selune. Para ello habían precisado casi dos meses y centenares de miles de muertos, heridos o desaparecidos.

Acampasteis en un bosque cerca de La Haya du Puits. Ocultasteis los blindados, camiones y jeeps bajo los árboles y los cubristeis de matorrales. Ante la luna llena se dibujaron veloces cometas negros, como mosquitos mortíferos. De día, la aviación norteamericana y la RAF eran invencibles; pero de noche, la alemana era sinónimo de muerte. Si la Luftwaffe os hubiese localizado, no habría sobrevivido ninguno de vosotros.

No hubo cánticos nocturnos, ni bailes ni sonidos arrancados a la trompeta o a la guitarra. Sólo la espera y la impaciencia que cada uno mataba como podía: Granell, con el capitán, repasaba la topografía en mapas desplegados sobre tableros en la tienda de mando; Gitano y Turuta organizaban timbas, durante las cuales más de un puñal se clavaba sobre la mesa; los Pujol quitaban el barro de las cadenas de «Los Pingüinos»; Juanito y Campos apretaban sus tendones afilando bayonetas y engrasando los Sten; y Fábregas, tumbado en la hierba, contemplaba el firmamento con un Gitanes en los labios. Tú te limitabas a pasear bajo la arboleda y a ojear por enésima vez la foto del Obersturmführer sólo quedaban setecientos kilómetros hasta Estrasburgo.

Sabíais que las fuerzas de Patton y Montgomery tenían cercados a los alemanes en Falaise, en una bolsa. Del resultado de esa batalla dependía vuestro próximo movimiento. Pero a las treinta y seis horas de haber acampado, llegó la orden de atacar a la Wehrmacht por la retaguardia.

—Le vamos a meter a los nazis la II División por el culo —gritó Gitano.

Disponíais de tres días y tres noches para recorrer doscientos veinte kilómetros y entrar en combate. El grito de Leclerc, desde su jeep, llegó alto y claro:

—Hacia Alençon.

Los norteamericanos habían abierto una brecha en Avranches y Patton lanzó por ella los blindados, como atraviesa el agua contenida en un embalse una fisura en su pared. Los carros de combate se diseminaron por doquier, igual que hormigas a las que se les pisa el hormiguero.

Por esa misma abertura os arrojaron, con una misión y un destino: envolver a la Wehrmacht, desbordarla y atacarla en la retaguardia. «Un enemigo desbordado pierde toda su moral», había afirmado el comandante Baker durante las clases teóricas en Escocia.

Rodasteis hacia el sur: Coutances, Gavray, La Haya-Pesnel, Avranches. Lo que encontrasteis era idéntico a lo que dejabais atrás: pastizales aún humeantes, animales agujereados por la metralla, las casas derruidas y los cascarones en llamas de Panzer y Sherman. Aunque vosotros ya conocíais imágenes parecidas en el Jarama, en el Ebro, en Madrid, en Ksar Rhilane, en Túnez…, os embargó una sensación de sobrecogimiento. Aquella desolación era la evidencia de que los yanquis no habían desembarcado en Normandía con la idea de ahorrar munición.

Al atardecer llegasteis a la orilla derecha del río Selune, al sureste de Avranches. «Dispersión y camuflaje», fue la orden. De nuevo ocultasteis los Sherman y Half-Track entre setos y árboles y los cubristeis con maleza y matorrales. «Otra noche en vela», vaticinasteis, con los Stuka bombardeando y ametrallando el puente Pontaubault sobre el Selune.

Del este provenía el chirrido de la gran batalla. Nunca lo hubieses creído, pero el metal al doblarse produce un sonido particular que se distingue de otros. Y el estruendo de hierros retorciéndose o quebrándose era lo que os llegaba, junto a un cielo iluminado por cientos de bengalas azules.

De pronto, un hombre de unos cincuenta años, delgado, de pelo blanco y con ropas de labriego surgió de entre los matorrales como una aparición. Lo apresaron y llevaron ante el teniente coronel y, al cabo de media hora, los rumores corrieron entre las compañías: «Es un excombatiente francés de la guerra del 14. Ha dicho que conoce a la perfección estos páramos y se ha ofrecido a guiarnos». Denormandie, lo bautizó Fábregas. Pero el capitán saltó de alegría al acogerlo, ya que siempre se quejaba de que si os equivocabais de camino sería un desastre dar media vuelta con vehículos tan pesados en aquellos senderos.

Aún no se había puesto el sol cuando llegó la orden por radio: «Avancen a toda máquina hacia Vitré». Apenas hubisteis recorrido dos kilómetros cuando se oyó la contraorden: «Deténganse. Los alemanes han reconquistado Mortain». Otra vez la espera y la impaciencia. Sabíais lo que estaba ocurriendo: las fuerzas yanquis e inglesas junto a una división polaca y otra canadiense se habían extendido por la Bretaña y Maine como una mancha de aceite sobre una mesa barnizada y temían que los nazis les cortasen la retaguardia y quedasen aislados.

Hacia la una de la madrugada llegó la noticia de que Patton había expulsado a la Wehrmacht de Mortain, pero había que seguir aguardando. La Luftwaffe os acribilló aquella noche, teniéndoos cercados excepto por el sur, donde no lanzaban bombas, seguramente con la idea de haceros retroceder. Un trozo de metralla alcanzó a uno de vuestros cabos, a Andrés, al que apenas conocías. Fue vuestro primer herido.

Otra noche allí mimetizados con el terreno, escondidos, esperando la orden de salida. La verdadera batalla en tierra se desarrollaba a varios kilómetros, pero en el cielo era una constante. A las cuatro horas de la recién inaugurada noche del 9 de agosto se os ordenó reanudar el viaje. Avanzasteis con los faros de los vehículos apagados. El sur seguía siendo vuestro destino —Antrain, Vitré, Chateau-Gontier— y la velocidad vuestra divisa: era la moderna y puñetera guerra de movimientos. El fuego de los Stuka inutilizó dos carros del 501.º, que quedaron abandonados en medio de los pastizales. Por la tarde, antes de la puesta del sol, arribasteis a la orilla del río Sarthe. Otra parada cautelar.

El capitán salió a reconocer el terreno en su jeep, acompañado del adjudant Bacaré y su chófer Bodiot. Al cabo de una hora, los tres regresaron caminando. Al parecer, un trozo de terreno había cedido y el vehículo se les había caído por el terraplén. El primer «Mort aux cons» había quedado inutilizado en el fondo del barranco, pero ellos, afortunadamente, habían salvado la vida. Sólo Dronne estaba lastimado en un brazo y se resentía del golpe en el coxis. El médico le dijo que durante unas semanas tendría que sentarse sobre una sola nalga.

—El capitán se ha roto el culo —chismorreaba Turuta a todo el que quiso prestarle un oído.

Antes del amanecer del 10 de agosto, reanudasteis la marcha y atravesasteis el río Sarthe. Distinguisteis a lo lejos a una columna alemana retirarse hacia Alençon; sospechasteis que tenía la intención de atrincherarse allí para contener vuestro avance.

Al atardecer, acampasteis a las afueras de Alençon ocultándoos bajo el arbolado. El capitán, sin motivo aparente, ordenó formar a La Nueve.

—Ha llegado la noticia de que, cuando acampamos el día 3 en La Haya du Puits, uno de ustedes violó a una campesina. —Se levantaron murmullos de desconcierto entre vosotros—. La Policía Militar la traslada hasta aquí para que identifique al responsable.

—¿Por qué está tan seguro de que el culpable es uno de nosotros? —preguntó desafiante el teniente Bamba, jefe de la sección de suministros, la Hors Rang.

—La señora ha dicho que hablaba con un francés extraño, que debía ser español.

—La duda nos ofende —prosiguió el teniente—. Usted ha comprobado en Escocia que ninguno de nosotros forzaría a una mujer.

Todos, al unísono, disteis media vuelta ofreciendo la espalda a Dronne, y esperasteis la presencia de la Policía Militar.

Pero la mujer nunca llegó hasta vuestras posiciones, pues antes de acercarse ya había identificado al responsable. Había sido el ayudante polaco del teniente coronel.

Rompisteis la formación sin esperar la orden del capitán. Dronne lo intuyó de inmediato: a partir de ese momento tendría que hacer milagros para recuperar vuestra confianza. O pediros disculpas de rodillas.

Antes del amanecer, como los días anteriores, reanudasteis la marcha en vanguardia. A los flancos de la II División progresaban los norteamericanos. Atravesasteis las lomas al sureste de Rouese-Fontaine y se produjo el primer enfrentamiento entre Sherman y Panzer. Dos carros del 501.º quedaron destrozados con sus ocupantes dentro. Aún ardían a vuestro paso en aquellos valles boscosos por senderos que se entrecruzaban, rodeados de setos y manzanos. El mínimo instinto de supervivencia indicaba que teníais que abandonar los grandes ejes, batidos con facilidad por el cañón de cualquier Panzer bien situado, e internaros en el terreno para desbordar al enemigo antes de que lo hiciera él.

La Nueve y la 1.ª Compañía del 501.º ocupasteis el puente sobre el Sarthe en Alençon para permitir el paso de vuestra división y las posteriores de los yanquis, y seguisteis avanzando hasta Sees. Aunque atravesasteis el pueblo ante el júbilo de los vecinos, no os detuvisteis; os esperaban los suburbios de Écouché.

La sección del souslieutenant Elías entró en combate contra una columna alemana. Las ametralladoras de sus Half-Track abrieron fuego, acompañadas del cañón del 57 de «El Ebro». El sendero embarrado quedó sembrado de cadáveres alemanes. Un camión lleno de soldados y un vehículo de oficiales se rindieron. Fueron vuestros primeros prisioneros.

Saltasteis de los blindados con los subfusiles Sten y seguisteis a vuestro guía, el oficial en la reserva Denormandie. Os llevó por caminos y desviaciones, atravesasteis un arroyo y entrasteis en suelo pedregoso. Delante de vosotros, un inmenso campo de trigo con gavillas amontonadas. Lo atravesasteis. Luego una arboleda. Os camuflasteis detrás de los troncos y, cuando pasó la columna alemana, la sorprendisteis.

—¡Música, maestros! —gritó el sargento jefe.

Vaciasteis los cargadores de los cuarenta Sten sobre los nazis. A la lluvia de balas se unió el vendaval de granadas. Los camiones ardían y decenas de soldados saltaban en llamas rodando por las cunetas. En el flanco derecho apareció una columna de Sherman y abrió fuego. Sobre la carretera se produjo el desorden alemán. No sabían ni a dónde disparar ni a dónde esconderse. Pero tenían clara una cuestión: eran hombres muertos.

—¡Fin de la obertura! —gritó de nuevo Fábregas.

Los cañones de los subfusiles humeaban. Contemplaste los cuerpos de los nazis que sangraban y se retorcían en el sendero, y sus vehículos ardiendo. Un soldado alemán reptaba entre las piedras y el lodo con las piernas amputadas. Dos camiones explotaron. Una puta carnicería.

El silencio cubrió el campo de batalla. Un Sherman, tocado, ardió primero para explotar a continuación. Las acequias se habían colmado de cadáveres y los camiones en llamas fueron apartados del camino por el empuje de los carros del 501.º.

De repente, como de la nada, un Panzer Tiger recorrió el frente de vuestros Half-Track y giró la torreta. Su cañón del 88 se dispuso a disparar. Tres Sherman abrieron fuego contra él. El fuego lo envolvió. La compuerta se abrió y cinco soldados salieron con los brazos en alto; sus uniformes ardían, lamidos por las llamas. El camino había quedado despejado hasta Écouché.

Caísteis a toda velocidad, precedidos por el fuego de vuestras ametralladoras y cañones del 57, sobre el poblado. La columna alemana huyó hacia el norte dividida en dos, pero al llegar a la altura de la iglesia tuvo que detenerse. El ancho de la calle sólo ofrecía espacio para una fila. Estaban en un puto cuello de botella. Los Waffen-SS maldijeron. La potencia de vuestras armas los acribilló.

—¡Esto, por lo del nombre que leéis en mi Half-Track! —gritó Salas desde el «Guernica», y, al ritmo que su ametralladora del 12.7 escupía casquillos por la ventanilla de expulsión, remachaba a voces—: ¡Recuerdos a la Legión Cóndor!

A las 19 horas, Écouché era vuestro.

Corristeis hacia las salidas de la ciudad para cerrarlas. La 1.ª sección, la de Montoya, había recibido el disparo de un obús, y un soldado cayó herido. La 2.ª, con Elías y Larita II al frente, avanzó hacia el oeste, al entronque de las carreteras que conducían a Ferté-Macé. Los Waffen SS contraatacaron. Elías perdió a dos soldados y a vuestro guía, Denormandie. La 3.ª os dirigisteis al norte, siguiendo a los carros del 301.º, para cortar la carretera a Falaise. Al llegar al puente sobre el Orne divisasteis a otra columna alemana. Bajasteis de los vehículos y, con los subfusiles en la mano y los bolsos llenos de granadas, atravesasteis el puente y seguisteis a Campos, Juanito y Fábregas a través de un bosque. El Panzer de cola os vio y disparó. Un soldado francés perdió una pierna. «Ni siquiera grita. ¿De qué está hecho ese tipo?», te preguntaste al verle en el suelo. Un sanitario avanzó para practicarle un torniquete; misión imposible, la pierna había sido arrancada por la rodilla y lo único que quedaba era el tendón rotuliano.

El Tiger volvió a disparar; esta vez, hacia un Sherman que se encontraba sobre el puente. Un disparo del 88 le arrancó a vuestro carro la torreta, que se desplomó sobre el agua.

No habíais contado los muertos alemanes, no os interesaban. «Más allá de tres cifras, no sé contar», escuchaste decir a alguien en vuestras filas. Por vuestra parte habíais perdido a ocho: dos soldados y Denormandie muertos, además de cinco heridos. La ciudad no sólo era vuestra, sino que también estaba cerrada.

Cuando las balas dejaron de silbar y los carros de combate silenciaron su bramido, en el instante en el que te dabas cuenta de que aún estabas vivo y todo ardía alrededor y el olor a pólvora se confundía con el de combustible y aceite quemados, es cuando podías fijarte y leer el nombre del blindado que habíais perdido, «Massaoua».

Hace años —con el fin de reconstruir vuestra gesta— pasé por Écouché y ese Sherman recién pintado se encontraba a la entrada del pueblo sumado a la foto que los republicanos españoles de La Nueve os sacasteis en Inglaterra antes de desembarcar en Normandía, bajo la leyenda de «Los libertadores de Écouché». Ese es el emotivo reconocimiento que aquellas modestas gentes han tributado a vuestro sacrificio.

Pero dejemos el presente y regresemos a aquel preciso momento, cuando un muchacho en pantalón corto, pelos revueltos y un brazalete con las siglas «FFI» corrió hacia vosotros y le entregó un papel al sargento jefe Reiter, a Juanito. Desconcertado, este lo desdobló y lo leyó.

—Campos —llamó—. Escucha lo que dice este mensaje: «Ha llegado a mi conocimiento que entre las fuerzas francesas se encuentra un suboficial alemán. A él apelo. En el castillo de Menil-Glaise hay instalado un hospital provisional con ciento veintinueve compatriotas heridos y ocho prisioneros norteamericanos. Los Waffen SS nos van a trasladar. Son veinte. Si ustedes deciden liberarnos en el traslado, todos nos pondremos a su disposición».

—¿Lo firma alguien? —preguntó el adjudant-chef.

—Sí, un coronel de la Wehrmacht.

—Puede ser una trampa —adelantó Campos.

—O no —intervino Fábregas—. Desde el atentado fallido a Hitler, el mes pasado, por parte del coronel Claus Von Stauffenberg, parte de la Wehrmacht está enfrentada a los Waffen SS.

Los tres cruzaron sus miradas. Fábregas encendió un cigarro y, sin que nadie te lo dijese, lo supiste: ibais a asaltar el castillo de Ménil-Glaise.