12: Hacia Alemania

12

HACIA ALEMANIA

LA ALEGRÍA HABÍA RETORNADO a las filas españolas y hasta los jóvenes soldados franceses habían desterrado de sus miradas cualquier fatiga. La cuarentena en Châteauroux, sumada al regreso del Patrón, había conseguido el milagro. En el tren que os conducía desde París hasta Haguenau, sesenta kilómetros al norte de Estrasburgo y cuya locomotora enarbolaba las banderas de la II División Blindada y la de Francia, todo eran cánticos. La tríada —canciones, silencio y batalla— había regresado. Erais lo más parecido a los invencibles Tercios de Flandes.

Todos a quienes pude preguntar sobre aquel viaje lo recuerdan siempre envuelto en una gran algarabía bajo los acordes del Chant du Départ, al que tú te unías en aquellas estrofas:

La liberté guide nos pas.

Et du Nord au Midi,

la trompette guerrière…

No podías evitar entonar aquel cántico, tal vez porque te recordaba la inolvidable batalla contra al Afrika Korps, el desfile en las avenidas de Túnez del Corp Franc d’Afrique y las palabras de Fábregas: «Parece que quieren recobrar los vientos de la Revolución».

En cuanto tenían ocasión, los franceses añadían La Marsellesa, a la que respondíais con vuestra universal Ay, Carmela. En ese momento era curioso observar el gesto en el rostro de los exbrigadistas internacionales: la tarareaban para sí con los ojos cerrados, pero alzaban la voz y su mirada se dirigía al cielo, cuando la canción alcanzaba aquellos tres versos:

Pero nada pueden bombas

rumba la rumba la rumba la

donde sobra corazón…

Tú, en aquellos momentos, entornabas los párpados y evocabas el andén en la estación de París. Tu madre, Ana y Sophie habían ido a despedirte sin que pudieran disimular su gozo por verte recuperado de tu locura y satisfecho al entrar en Alemania sin desertar.

—Sargento jefe, Leclerc quiere verle —te informó el capitán Dehen, apoyándote la mano en el hombro e interrumpiendo tu sueño.

—¿A mí? —preguntaste perplejo.

—¿No se llama usted Nicolás Ardura?

—Sí —balbuceaste.

—Pues ya sabe: vagón de cabeza.

Nadie en la II División te llamaba por tu nombre; es más, pocos lo conocían, por lo que el misterio se incrementó.

—¿Sabe para qué me quiere, mi capitán?

—Yo no pregunto, me limito a cumplir órdenes.

Estiraste la guerrera, ajustaste el cinturón y revisaste el nudo en los cordones de las botas, a las que pasaste un pañuelo, y te encaminaste deprisa hacia la locomotora. Sólo te detuviste en un vagón, cantaban La canción de los partisanos. Aquella letra la habían escrito con sangre tanto los franceses como vuestros guerrilleros españoles, por lo que también os pertenecía.

Cuando llegaron a: «… el enemigo conocerá el precio de la sangre y de las lágrimas», tu verso preferido, el capitán Dehen te exhortó:

—No haga esperar al general.

Corriste hacia el furgón de cabeza. Un soldado con fusil custodiaba la puerta de acceso.

—Leclerc mandó que me personase ante él —informaste.

El centinela dirigió la mirada hacia un teniente, que asintió y gesticuló con la mano indicándote que pasaras. Leclerc se encontraba de espaldas, rodeado de varios coroneles y otro general e inclinado sobre un plano enorme de Alemania. Distinguiste dos trazos gruesos dibujados desde el Rin al Danubio, que luego se unían más o menos a la altura de Wilheim im Oberbayerm, cerca de Múnich. A partir de ahí, no habían trazado más líneas. Si el avance de la II División se iba a detener en Múnich, no te importaba. Hasta el Berchtesgaden sólo quedaba alrededor de un centenar de kilómetros, algo insignificante comparado con lo recorrido desde Koufra.

—Mi general, el sargento jefe Ardura —informó el teniente.

Leclerc, apoyado en su bastón, giró su rostro. Firme ante él, percibiste cómo su mirada se clavaba en tu distintivo de tirador selecto.

—¿No nos conocimos en Koufra?

—Sí, mi general.

—Si no recuerdo mal, usted lideraba la escuadra de tiradores de élite. —Asentiste, y añadió con nostalgia—: Ah, luego vino Ksar Rhilane…

Sonreíste, como si se hubiese establecido una complicidad entre vosotros, y, de repente, cortó la evocación:

—Le mandé llamar para entregarle esto. —Te tendió un sobre y continuó, como excusándose—: Diferentes razones, que usted puede sospechar, han provocado el retraso. Pero lo importante es que se encuentre ya en su poder.

Lo recogiste. Viste tu nombre como el destinatario. Lo volteaste: «Antonio Ardura. Regimiento Kirov». El corazón se te paró y se te secó la boca. Apenas pudiste mover los labios para balbucear:

—¿Puedo…?

—Por supuesto.

Nervioso, estabas a punto de rasgar el sobre, cuando comprobaste atónito que había sido abierto con mucho cuidado, posiblemente con un abrecartas.

—Los Servicios de Inteligencia han de comprobar toda correspondencia desde el extranjero —justificó Leclerc.

No respondiste, te limitaste a sacar el contenido: varios folios, en los que reconociste la letra prolija de tu padre. Los leíste deprisa, en diagonal:

«… Prisionero… minas de wolframio en la frontera de León con Portugal… División Azul… Lago Ilmen… Krasnyj Bor… Julia Natalinova… deserción… partisanos… Regimiento Kirov… camino de Berlín…».

Las lágrimas no acudieron. Hacía mucho tiempo que se te había olvidado cómo se lloraba, pero la falta de costumbre no evitó el nudo en la garganta al leer la despedida: «… Traslada a tu madre, a Fran y a Luci el contenido de esta carta y diles que os quiero con toda mi alma».

—Muchas gracias, mi general —agradeciste, tragando saliva.

—No le prometo nada, pero puedo intentar que su respuesta llegue hasta el Regimiento Kirov.

Asentiste en silencio mientras contemplabas el mapa desplegado. Leclerc, tal vez adivinando lo que pasaba por tu mente, manifestó:

—Sé que le gustaría ir hacia Berlín, pero ese privilegio está reservado a los rusos.

—No, mi general —aseveraste rotundo.

Avanzaste tres pasos entre los jefes del Estado Mayor de la II División, situándote ante el mapa. Lanzaste certero el índice en un punto de la frontera entre Alemania y Austria, justo sobre Berchtesgaden. Y sentenciaste:

—Este es mi destino.

CUANDO ARRIBASTEIS A ESTRASBURGO, la Legión Extranjera ya había atravesado el Rin hasta Khel. De inmediato pensaste en Fran y en los días de adelanto que te llevaba por tierras alemanas. Además se os habían adelantado en otra cuestión: a la 13.ª Semibrigada le habían concedido la Orden de Liberación. Vosotros tendríais que esperar, no sólo para recibir esa distinción sino también para atravesar el río, pues os desplazabais con vehículos blindados de gran tonelaje y se precisaban embarcaciones que soportasen el peso. En ese lapso, el Estado Mayor reorganizó la II División con nuevos destinos y ascensos. A ti te llegó el nombramiento como adjudant y tercer jefe de vuestra sección.

Otra vez os encontrabais en Alsacia, pero en esa ocasión ya no había batalla. Sólo paseos por las calles de Haguenau, deseando que llegasen las barcazas y gabarras que os transportarían hacia la otra ribera del Rin, y cerveza abundante en sus tabernas. El aguardiente alsaciano, el schnaps, lo dejasteis de lado; ya no helaba como en el invierno. No obstante, los huevos y liebres de chocolate te ayudaban a calmar la ansiedad. Apenas te relajabas en esas visitas a las tascas alsacianas, pues tu pensamiento se encontraba en la ofensiva por tierras alemanas y en el deseo de que la carta dirigida a tu padre, que le entregaste a Leclerc, llegase a destino.

En una de tus salidas de asueto, acodado en la barra de una tasca, te encontraste charlando con Carlos Iriarte, vuestro joven oficial. Tenía tu misma edad, pese a su aspecto aniñado, y en pocos meses había alcanzado la categoría de «Cruzado por la libertad», como Dronne solía denominar a todos los que os habíais alistado desde el primer momento con las fuerzas de la Francia Libre.

—¿Le apetece uno? —le dijiste a Iriarte ofreciéndole un Gitanes.

—No acostumbro a fumar, pero…

Cogió un cigarro y lo encendió con la llama de la cerilla que le tendías. Disteis una calada lenta y, a continuación, fuiste tú el que interrumpió el silencio:

—Gracias por no dejarme desertar.

—Faltaría más. Sé que usted hubiese hecho lo mismo por mí. —Dio otra calada y añadió—: Además, le debía una por no haberse fiado de las apariencias y abrirme las puertas en la sección. Yo no estuve en su Guerra Civil, por lo que al principio me intimidaron un poco su aspecto desaliñado, sus barbas, sus miradas cercanas a la locura… Creí que me encontraba más ante dinamiteros y revolucionarios que ante soldados.

—Ya. Si hubiese vivido la Guerra Civil lo habría entendido. Además, a los argentinos no los ha machacado aún el fascismo…

—Por ahora, sólo por ahora, adjudant. El desenlace de esta guerra tarde o temprano nos afectará a todos.

—¿Por qué se enroló?

—Mis padres son emigrantes franceses, por lo que Francia es la patria de mis afectos. En cuanto me llegaron noticias de la invasión, no lo dudé.

—¿Hay más argentinos en las fuerzas aliadas?

—Sí. Me enteré de que se alistaron con los ingleses cuando era el único país que combatía a Hitler. Deben ser más de cuatro mil… —Cogió la cerveza que nos acababan de poner y dio un trago lento, para añadir—: Pero ninguno en Infantería, son casi todos pilotos. Los llevaron a Canadá a entrenarse y ahora combaten en las filas de la RAF como los mejores.

—Me dijeron que, en España, también lucharon argentinos enrolados en las Brigadas Internacionales.

Sonrió.

—Recuerde, adjudant no ha existido ningún quilombo en el mundo en el que no encuentre enchastrado a un argentino. Aún hoy, hay más de doscientos compatriotas prisioneros en el campo de concentración español de Miranda de Ebro…

Una guitarra al fondo os interrumpió. Eran soldados españoles de la 10.ª compañía que comenzaron a cantar Bésame mucho y a acompañar el ritmo con sus botas. El tabernero sonreía mientras, con la agilidad de un lince, les colocaba las cervezas en la mesa del centro y una muchacha con una trenza larga les ofrecía tacos de queso y salchichas. Tuviste la impresión de que, desde vuestra llegada, os habíais transformado en sus mejores clientes.

—Ustedes siempre cantando —comentó Iriarte, apagando su cigarro en un cenicero de latón.

—Es curioso… —Sonreíste—. A usted nunca le he visto unirse a nosotros en los corros nocturnos.

—Las canciones no salvan el planeta.

Fábregas regresó desde el averno de los héroes y trovadores para colocar aquellas palabras en tu boca:

—Las balas sólo silban cuando callan las guitarras. Nunca se han de cansar las palabras.

Sonrió, para añadir:

—Tal vez tenga razón, pero no me sé ninguna de sus canciones. Recuerde que yo no estuve en su guerra. Aunque de tanto oírlas, terminaré aprendiéndomelas de memoria.

—Podría sumarse con un tango.

Sin dejar de sonreír, cogió de nuevo la cerveza y apuró otro trago. Al posar la jarra en la barra, añadió:

—Los tangos no sirven para motivar a los guerreros. Hablan siempre de desengaños, de arrabales en los que se expresa la tristeza… De cosas del amor. Y sé de lo que hablo.

Tu mirada interrogativa le obligó a explicarse:

—Mire, yo nací en Buenos Aires, en el barrio de Almagro, a dos cuadras del domicilio de Carlos Gardel y de su madre. Hasta que falleció en 1935, a todos los pibes, desde Almagro a Balvanera, nos embobaba con sus milongas. Ya le digo: ningún tango motiva al combate, ni Cambalache. En estos momentos sólo sirven los poemas épicos. —Amplió su sonrisa y añadió—: Ahora bien, recuerde que al final de toda gesta, siempre sonará un tango, para rememorar las batallas cuando regresemos al arrabal.

Eran las mismas palabras que Campos te había dicho a su partida: «Los héroes regresarán a las colas de la fábricas a solicitar trabajo por dos monedas».

La guitarra volvió a retumbar desafinando y las gargantas de los soldados entonaron Amor, amor. Aquella canción contradecía a Iriarte. Alzó el entrecejo, encogió los hombros y sonrió.

—Hasta sus guitarras, por muy atorrantas que suenen, encienden la sangre más que cualquier bandoneón.

Pagó vuestras cervezas y, pasándote el brazo por encima del hombro, te dijo:

Adjudant, vayamos a ver qué tal están nuestros soldados. Tengo la impresión de que en cualquier momento cruzamos el Rin.

Al atravesar el umbral de la tasca, los labios de Iriarte bisbiseaban:

… Toujours en avant… Le gars de Leclerc passent en chantant… La victoire n’attend pas…

Las cuerdas de la guitarra repiqueteaban con fuerza un pizzicato apagando la voz de tu compañero. No necesitaste la letra para reconocer la canción, eran los acordes potentes de A las barricadas.

AL CUARTO DÍA DE ESTANCIA en Haguenau comenzó el desplazamiento de todas las unidades hacia el cauce del Rin. La zona elegida presentaba las aguas mansas en un gran embalse. Los remolcadores de empuje, con una docena de barcazas cada uno, emprendieron la salida hacia Alemania, bajo la cobertura de la RAF y el fuego de la artillería pesada en una noche cuya luna llena te trajo las cosas perdidas y los gestos antiguos de los corros en el desierto bajo los acordes de la guitarra.

Los primeros en desembarcar fueron las unidades de spahis que crearon una cabeza de playa para permitir el acceso de los blindados. Después llegasteis vosotros en los Half-Track y, en último lugar, las columnas de Sherman. Cuando los casi veinte mil soldados os encontrabais en territorio alemán, se dio la orden, no de asegurar posiciones y crear líneas defensivas, sino, al contrario, de avanzar en formación de combate. Vuestro querido y eterno en avant!

El primer destino del día fue Rastatt, a las orillas del Murg, el afluente del Rin. Desde vuestra posición distinguíais incluso la fachada del Palacio de Rastatt, pero no os interesaba. Lo importante se encontraba en las instrucciones del Estado Mayor. Bordeasteis la ciudad; si aún restaba defensa nazi quedaría aislada en una bolsa. Ya vendremos por vosotros, pensasteis. De repente, la II División se escindió: el grueso se dirigió hacia el norte, con destino a Karisrube, y a la agrupación del coronel Guillebon se os encauzó hacia el este, a Stuttgart. Aquello no os pilló de sorpresa, y menos a ti, que lo habías visto dibujado en el mapa y conocías de memoria todos los senderos. En realidad, se trataba de otro de los jueguecitos estratégicos de Leclerc, la verdadera causa de tantos cabreos provocados en el mando aliado, al diseñar itinerarios propios sin permiso de los norteamericanos.

Según tus cálculos, el norte de Alemania, desde Bélgica, estaba siendo ocupado por los ingleses que enlazarían con los rusos en los estados norteños; su flanco derecho se lo cubrían los norteamericanos, que bordearían Berlín por el sur en dirección a Praga con escala en Baviera; vosotros cubríais a los yanquis por la derecha y la Legión Extranjera os arropaba entre la frontera y el resto del territorio del estado de Badén-Wurtenberg.

Las colinas suaves, los bosques y viñedos abundaban a las orillas del Neckar. Os encontrabais casi en los arrabales de Stuttgart, la puerta de acceso a la Selva Negra. Si el grueso de la II División había cercado la ciudad por el norte, vosotros por el sur, la población se encontraba en otra bolsa. Y sólo llevabais dos días en el espectacular galope por territorio alemán.

No encontrasteis divisiones Panzer en el camino. Sospechabais que las habían replegado hacia Berlín para protegerla hasta el último instante o huían sin descanso hacia Austria. En las tierras limítrofes a la Selva Negra y para su defensa, los alemanes dejaron a los Volkssturm, los fanáticos milicianos enrolados a última hora entre hombres menores de sesenta años. No eran contrincantes para vuestros carros y semiorugas. A lo único que debíais temer era a sus Panzerfaust, los lanzagranadas germánicos de usar y tirar, distribuidos a miles y que aquellos combatientes voluntarios dominaban a la perfección.

Aquel día habíais dejado atrás la ciudad de Stuttgart y os dirigíais a cruzar el Danubio cerca de su nacimiento, cuando una unidad Volkssturm fuertemente pertrechada os hizo frente. Varios Panzerfaust abrieron fuego y dos Sherman quedaron en llamas a los pies de la Selva Negra. El fuego desde sus nidos de ametralladoras imposibilitaba el avance. Así que el III Batallón emprendió el camino hacia sus parapetos precedido de un recital de balas desde vuestros Half-Track. Los semiorugas pasaron por encima de sus trincheras y las bazucas abrieron cráteres en sus búnkeres. Después los Sherman lo arrasaron todo. Algunos milicianos alemanes aparecieron heridos, con los brazos en alto, entre los matorrales y escombros.

—¡Mierda, hay franceses! —gritó el capitán Dehen.

En efecto, eran restos de la División Charlemagne, que se había unido voluntariamente a las Waffen-SS en época del mariscal Pétain. Pero, en aquella ocasión, del puñado de galos que combatía con los alemanes, ninguno sobrevivió a sus heridas.

—Mi coronel —llamó el capitán médico de la agrupación, con el rostro enrojecido—, se niegan a que les hagamos transfusiones de sangre. Temen que sea de judíos.

Guillebon abrió mucho los ojos, que destacaron aún más en su pálida cara. Calmo se quitó el casco y, después de limpiarse el sudor de la frente, exclamó:

—¡Que se mueran! —Se colocó rápido el casco y, desde su Sherman, gritó: En avant!

Sigmaringen os esperaba, así como los mandatarios del gobierno de Vichy en el exilio.

—¡Joder, si parece una copia del Monasterio del Escorial! —exclamó Gitano, antes de entrar en la ciudad, al contemplar un castillo en lo alto de la colina.

Tal vez ahí residiera la razón por la que Leclerc había enviado a la agrupación del coronel Guillebon por aquel itinerario: quería barrer de franceses colaboracionistas la región y asaltar la supuesta sede del gobierno fantasma de Vichy refugiado en aquella fortaleza.

Un comando compuesto por los más veteranos asaltasteis el aristocrático refugio. Revisasteis los suntuosos comedores, las azoteas, las cocinas, los establos, los salones de baile, la sacristía, la biblioteca y hasta los espaciosos dormitorios. Ya no quedaba nadie. Y los impactos de metralla en sus muros evidenciaban que la Legión Extranjera se os había adelantado en su imparable marcha hacia Austria.

No entrasteis en la ciudad. Otra bolsa, pensasteis. El Danubio esperaba que lo cruzarais cerca de su nacimiento, en el que la profundidad era menor y permitía el paso de los semiorugas. Es verdad que la literatura y la música contaron su historia popularizando lo azul del río, pero en aquella ocasión sus cristalinas aguas circulaban amarillentas, con miles de partículas negruzcas en suspensión, detritus de una guerra que se prolongaba casi seis años, emitiendo incluso un nauseabundo olor a quemado. Más que un río mítico parecían las aguas residuales de una cloaca en medio de las montañas. Lo atravesasteis y el foehn, el cálido viento proveniente de los Alpes, os golpeó el rostro.

Después llegaron más castillos. Los evadidos colaboracionistas del mariscal Pétain no se refugiaban en las trincheras o en barracones. Hitler les había cedido palacetes medievales rehabilitados u otros de la aristocracia prusiana. Eran los huéspedes de lujo de los nazis.

En las ventanas o tejados de las poblaciones alemanas que atravesabais a lo largo de vuestra avasalladora progresión sólo se distinguían banderas blancas. También encontrasteis presos de los liberados subcampos de concentración del norte o el sur deambulando por las calles, trabajadores de las fábricas urbanas que carecían de medio de transporte hacia un lugar que ya no existía y franceses colaboracionistas que se rendían sin ofrecer resistencia. En los caminos que conducían de Baden-Wurtemberg hacia Baviera y los Alpes se oían todas las lenguas. Era el desbarajuste nazi, la debacle del III Reich.

—La puta Torre de Babel nazi se va al carajo —le oíste murmurar al teniente Bamba en cierta ocasión.

Al cuarto día de la entrada en Alemania, en la otra ribera del Danubio, los Half-Track de la agrupación cabalgaron desde Wangen im Ailgàu hacia Wilheim im Oberbayerm para reencontrarse con el grueso de la II División que llegaba desde Múnich. Las noticias sobre la guerra se sucedían: «Los partisanos han detenido y ejecutado a Mussolini cuando intentaba huir de Italia»; «los rusos se encuentran a las puertas de Berlín»; «la Legión Extranjera ya ha atravesado la frontera austríaca».

Aquella noche, que anunciaba el 1 de mayo de 1945, apenas dormiste. Ya estabas acostumbrado: eras un veterano hasta del insomnio. Bad Tölz y la Academia Militar de las Waffen-SS, la incubadora de los supersoldados nazis, se encontraban a cuarenta y cinco kilómetros. Luego restaban treinta hasta Aschau; cuarenta para Siegsdorf; once a Inzell… y Berchtesgaden. Törni se hallaba a un tiro de bala desde tu Mosin.