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BIR-HAKEIM, EL ÚLTIMO BOX
MIENTRAS ESAS ESCENAS ocurrían en Europa y en vuestro asentamiento en el África Ecuatorial Francesa, en el norte de África Rommel avanzaba por la línea de fortificaciones británica como si Satanás hubiese lanzado su furia contra los seres humanos. Llamas y humo, nubes de polvo y arena, ruido y sangre, muertos y lisiados, olor a cuerpos quemados y a gasolina incendiada era su rastro.
El objetivo del Eje era el puerto de Tobruk, cuya ocupación permitiría a sus columnas motorizadas alcanzar Alejandría y el Canal de Suez. Las defensas de los Aliados eran firmes y se jalonaban en box a lo largo de la costa mediterránea, pero habían sucumbido casi todos al avance de los Panzer. Tres mil prisioneros, centenares de cañones, vehículos y blindados constituían el botín, sin mencionar a los muertos a los que nadie enterraba y quedaban esparcidos por los arenales del desierto en el norte de África.
Al Deutsches Afrika Korps, en su camino hacia Alejandría, aún le quedaba por anular Bir-Hakeim, el más importante de los puestos fortificados: el último box. Los suministros de combustible eran insuficientes y Erwin Rommel detuvo los blindados a varios kilómetros de la posición. Debía estudiar su defensa antes de lanzar el grueso de su fuerza.
«Es un campo fortificado en forma triangular de dieciséis kilómetros de superficie y sin defensa natural alguna por el terreno llano», citó el Generaloberst Rommel las notas que el Estado Mayor alemán había enviado sobre la fortificación.
—¿Quién lo defiende? —preguntó al general Gustav Von Vaerst.
—El general Koenig, pero sólo dispone de tres mil setecientos hombres.
—No subestime su número, y recuerde —advirtió con voz firme Rommel—: Un puñado de soldados puede transformarse en un puñado de héroes si los manda un oficial medio loco. O en un atajo de cobardes si los manda un oficial medio cuerdo. ¿Cómo es Koenig?
—Tal vez… un general medio loco.
—Vaya informándome. Primero, el armamento.
—Creemos que poseen un centenar de cañones del 75, medio centenar del 45 y un par de docenas de antiaéreos. Sabemos que cuentan con gran cantidad de tanquetas Bren Carriers inglesas, pero…
—¿Por qué no se ve nada de eso en las fotos que nos ha enviado nuestra aviación?
—Suponemos que todo el material se encuentra enterrado o semienterrado. Lo mismo que el puesto de mando, el hospital de campaña y los depósitos de municiones y víveres.
—Interesante —murmuró Rommel—. Así no sólo se protegen de nosotros sino también de las tempestades de arena. ¿Cuál es su estructura defensiva?
—Un extenso campo de minas anticarro y antipersonal es la línea defensiva inicial. «Los Jardines del Diablo», lo llaman nuestros soldados. A continuación han vallado todo con una densa barrera de alambradas que protegen a más de mil nidos de ametralladoras semienterrados.
—Si superáramos los nidos, ¿qué nos encontraríamos?
—Una barrera de trincheras. El este y el centro lo defiende la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera con destacamentos volantes para tapar posibles huecos. El resto está defendido por tropas coloniales de Centroáfrica, el batallón Oubangui-Chari, y fuerzas del Pacífico.
—Hábleme de esos tres mil setecientos soldados.
—Podríamos dividirlos en tercios casi idénticos: franceses, soldados negros de las colonias y españoles exiliados.
—«Rojos» españoles —murmuró Rommel—. ¿Por qué nuestros soldados prefieren enfrentarse a ingleses y franceses y dejan a los españoles para los italianos?
—Es que los demás se suelen rendir cuando ven nuestra aplastante fuerza, pero ellos prefieren morir matando.
—«Los trescientos de Tebas fueron muertos, pero nunca derrotados».
—Perdón, mi Generaloberst. No le he entendido.
—No tiene importancia. Me limitaba a recitar a Séneca.
—¿Cuál será nuestra distribución? —preguntó el general Gambara, que mandaba las divisiones del Duce.
—La división Brescia se situará aquí —dijo, señalando con su dedo un punto en el plano—. La Pavia en este lugar y la Ariete ahí.
El general italiano tragó saliva. «Ahí» significaba el lugar más próximo a las defensas de Bir-Hakeim. El otro general italiano que le acompañaba, también veterano en la guerra de España, Annibale Bergonzoli, se secó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Las divisiones Panzer se situarán de esta forma. Esta parte la cubrirá la 15.ª, la 21.ª abrirá brecha por esta otra zona y detrás avanzarán la 90.ª Ligera. Nuestra fuerza la constituyen diez mil blindados. Su resistencia no puede alargarse más de veinticuatro horas. Alejandría nos espera y no podemos dar un minuto de respiro al VIII Ejército británico.
—¿Orden de ataque?
—Si llega el combustible, será mañana. Palabra clave: Venecia.
EL 25 DE MAYO EL CARBURANTE seguía en puerto sin que los oficiales de la Wehrmacht se atreviesen a trasladarlo hasta los blindados del Afrika Korps. «Los Jardines del Diablo» los intimidaban.
El Zorro del Desierto se impacientaba. Cada día que transcurría permitía a los ingleses organizarse mejor al oeste del Canal de Suez. Ni lo dudó: el combustible se trasladaría a través de los campos de minas.
El día 26 se presentó despejado y sin tormentas de arena. Desde el último box y sus posiciones enterradas apenas se percibían movimientos y el silencio lo cubría todo. Rommel estaba preparado para la batalla, y en cuanto el sol se acercó al ocaso, a las ocho y media, se oyó una sola palabra de labios del Generaloberst:
—Venecia.
De inmediato, seis divisiones mecanizadas del Eje avanzaron cubiertas por nubes de arena y entre la cortina de fuego de la artillería. Los campos de minas y las cargas de los cañones Mle de 75 milímetros impactaban sobre los blindados de vanguardia que quedaban averiados o destruidos antes de encontrarse con los nidos semienterrados.
El avance italoalemán era lento; «Los Jardines del Diablo» los mantenían a raya sin necesidad de que los batallones de defensa del box salieran de sus trincheras.
Sin embargo, al amanecer del día siguiente a la orden de ataque, la división Ariete abrió un pasadizo en el campo minado.
Una de las divisiones italianas del general Gambara había traspasado las líneas. «Es el mismo fascista que colaboró con Franco y nos expulsó al Mediterráneo», se escuchó en las posiciones españolas. Tal vez eso añadió más rabia a la sangre.
La sección de carros Armato M 14/41, que iba en vanguardia, arrasó las alambradas y, al no distinguir ningún nido antitanques oculto en el suelo, siguió avanzando. Habían rebasado la posición del legionario Artola, otro veterano de la guerra de España, que desconcertado, miraba la trasera de los carros sin saber qué hacer. Buscó con la vista al teniente Ardura para solicitarle órdenes. El oficial respondió en el acto, estirando el brazo derecho mientras alzaba el dedo índice; después mostró la palma izquierda extendida y los dedos separados. El legionario había comprendido: el primero y el quinto.
Con calma, salió del nido y apuntó el cañón del 47, modelo Pak 181, a la trasera de los blindados. El primer impacto, al de cabeza; el segundo, al de cola. La sección entera había encallado sin posibilidad de avance o retroceso. En medio del infierno de ruidos de metralla y metales retorcidos, se oyó el grito de Toro Ardura:
—¡A por ellos!
De repente, como muertos que salen de sus tumbas, de todas las posiciones semienterradas aparecieron legionarios con botellas de gasolina. Saltaron sobre los carros y las arrojaron en sus torretas abiertas, o dispararon por sus aspilleras. Bajo el sonido de las piezas de artillería y las llamas de la gasolina sobre los Armato, se oían los gritos de los legionarios:
—¡Cómo en Madrid, camaradas!
—¡No pasarán!
Lo mismo que en Noruega o en Gabón, el recital español resurgía en la defensa del último box, pero nunca se vio con tanta rabia e intensidad, y es que el nombre de Gastone Gambara les espoleaba.
En menos de cuarenta y cinco minutos la división Ariete había sido reducida a una fuerza insignificante de treinta y tres carros y hubo de replegarse. Esqueletos de M 14/41 quedaron diseminados sobre las posiciones de Bir-Hakeim.
Los defensores, por su parte, presentaron dos heridos y un camión destrozado. Botellas de gasolina, antitanques del 75 y del 47, más la rabia en las venas de los soldados, fueron la clave de la victoria el primer día.
Sin embargo, el resto de las divisiones del Eje seguía avanzando y arrasando todas las fortificaciones hasta dejar Bir-Hakeim aislado.
Cuando, el día 29 de mayo, el sol iluminó en su último momento la tierra desértica que separa Bir-Hakeim de la Cirenaica, el capitán Morel distinguió un movimiento extraño en las líneas alemanas. Dirigió los prismáticos de seis aumentos hacia el lugar y visualizó un convoy que, aprovechando la oscuridad, se disponía a salir. Allí se encontraban los prisioneros de la 3.ª Brigada india del ejército inglés escoltados por una sección de infantería de la Wehrmacht. «Los llevan a la costa para embarcarlos a algún campo de concentración de Alemania», se dijo, y gritó:
—Necesito voluntarios.
—La 5.ª a sus órdenes, mi capitán —se oyó veloz a tu hermano.
Aprovechando el elemento sorpresa, cien legionarios saltaron sobre los camiones de transporte. La sección alemana no dispuso de tiempo para ofrecer resistencia ante aquel golpe de mano, y el resultado no pudo ser más satisfactorio: treinta y dos prisioneros y seiscientos soldados ingleses liberados que unían sus fuerzas a la Francia Libre.
El 31 de mayo la prensa egipcia daba la noticia ante la euforia de las tropas aliadas acantonadas en El Alamein:
«Españoles enganchados en las fuerzas de la Francia Libre, pertenecientes a la 3.ª compañía de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, salidos voluntariamente de la posición de Bir-Hakeim, a las órdenes del capitán Morel, a pesar del cerco de hierro alemán, en un audaz golpe de mano, consiguen liberar del cautiverio a…».
En aquel box sitiado no salía nada bien, se dijo Rommel, que hubo de detener de nuevo el avance. Otra vez sus líneas de abastecimiento de combustible eran muy largas y se veía obligado a esperar. Seis días de resistencia eran demasiados. «Los ingleses han dispuesto de tiempo para organizarse», calculó. De nuevo la gasolina le llegó a través de los campos de minas. De aquellos sesenta mil mortíferos artefactos, había explotado la mitad.
El 2 de junio, séptimo día de resistencia, nada más llegar la luz pastosa del alba Rommel lanzó el ataque. Era el más mortífero: ciento cincuenta Panzer con otros cien vehículos auxiliares se unieron a la aviación y destrozaron mil doscientas nidos trinchera.
El fuego cesó. El futuro mariscal alemán quería que los resistentes contemplaran la plantación de cadáveres cuando el viento dispersara el humo y la arena. A las diez de la mañana, un carro italiano se acercó con bandera blanca hasta el puesto de mando de Bir-Hakeim. Portaba un ultimátum de Rommel.
«Cualquier resistencia prolongada significa un derramamiento de sangre inútil (…). Cesamos el combate si alzan banderas blancas y se dirigen hacia nosotros, sin armas».
Zapico, el chófer del teniente coronel Amilakvari, jefe de la 13.ª, terminó de leer en voz alta el comunicado y preguntó a Koenig:
—¿Cuál será nuestra respuesta, mi general?
—Que se vayan a la mierda —respondió y dio una calada al cigarro para añadir—: Pero se lo diremos finamente.
Aquella contestación se tradujo en una salva del 75 que destrozó tres camiones alemanes.
La artillería del Afrika Korps reaccionó con violencia y el ataque fue dirigido por el propio Rommel apoyado desde el cielo por escuadrillas de Stuka.
Aunque los campos de minas eran traspasados, la precisión, la intensidad y la violencia del fuego de los defensores inutilizaban los éxitos del Eje. Pese al hambre y la sed, los legionarios parapetados rechazaban un asalto tras otro.
Las granadas del 105 hablaban sobre Bir-Hakeim en el momento más crucial, la batalla más dura. Rommel se disponía a redactar otro comunicado de rendición, pero antes quería que los soldados escondidos en sus agujeros sintieran el miedo.
Habían sido cuarenta y ocho horas sin tregua: cañones del 105 en rotación, los Stuka en picado. Pero en el último box, la 13.ª, para el Afrika Korps, seguía siendo invisible.
Un prisionero inglés portó la segunda solicitud de rendición. Era el anochecer del día 3. En esa ocasión Koenig ni se molestó en contestar. Se limitó a trasladar la orden de que había que restringir recursos ya que la defensa sería larga:
—De los cinco litros de agua diarios, se pasará a uno y medio.
El 4 de junio regresó la plena humareda y la espesa nube que portaba viento, arena, humo de explosiones y olor a carne quemada. A los cañones de 105 se unieron los de 210 y la lluvia de obuses se repitió una docena de veces.
El día 5 sólo atacó la artillería que preparaba el gran asalto combinado italoalemán, tan esperado por Koenig. Pero no hubo tal; Rommel sabía que había de continuar castigando posiciones invisibles antes de introducir sus máquinas en un pedregal del que saltaban alimañas —eso pensaba de aquellos soldados— y convertían los blindados y la guerra en una barbacoa.
La RAF dio un respiro a los legionarios, pero posteriormente fue la Luftwaffe quien se unió a la artillería.
—Notable resistencia la de esta plaza aislada del mundo —exclamó Rommel, antes de anotarlo en su cuaderno de ruta.
En las posiciones semienterradas, los legionarios se daban ánimos ante la sed, el hambre y la sangre de miles de heridas.
—No es para tanto —dijo el cabo primero Millán a sus compañeros españoles.
—En el Ebro ya hubiésemos muerto todos —apoyó el legionario Iniesta—, y en esta madriguera aún seguimos vivos.
Hasta le dedicaban cánticos a un viejo conocido suyo, el general italiano Annibale Bergonzoli, jefe de la División Littorio, al que ya habían derrotado en Guadalajara en 1937.
General de las derrotas
para tomar a Bir-Hakeim
con los bambinos que portas
no basta con pelotones;
hay que venir con pelotas…
A las cinco de la tarde del día 9, aunque los bombardeos seguían con la misma cadencia, un comunicado de la 7.ª División Inglesa con base en El Alamein presagiaba que algo había cambiado.
«No es necesario seguir defendiendo la posición. Ya no es vital para nosotros. Pueden abandonar Bir-Hakeim».
—Pasen el aviso a todos sus oficiales y soldados de que se preparen —ordenó el general Koenig a sus coroneles—. A las cero horas del día 11 abandonamos el box.
Llegada esa hora, los zapadores minadores abrieron un corredor de doscientos metros de ancho. La orden era clara: abandonar el campo atrincherado aquella noche. Y a las cero horas y quince minutos del 11 de junio, el 2.º batallón de la 13.ª salió de sus posiciones y se desplegó en los flancos para proteger la evacuación.
El capitán Lamaza concentró cuarenta tanquetas Bren Carries y dio la orden de salir con él en vanguardia. Su blindado entró en la zona minada como si pisara terreno seguro y se dirigió hacia una posición de ametralladoras alemanas. Pasó por encima de sus tiradores, sin dejar de disparar para abrir una brecha entre el resto.
Detrás iba la Carrie del teniente Davé y su conductor, el veterano miliciano español Fernández, encaró como un meteoro apuntando sus proyectiles hacia otra posición enemiga. Le contestaron, y hubo un carro ligero L6/40 destrozado. Avanzó escupiendo metralla. Un AB41/201 volaba por los aires. Aquello era un duelo a pistola en la noche iluminada por bengalas alemanas, que según descendían azulaban el cielo de Bir-Hakeim. Otro Armato descuartizado. Un Panzer disparó en la bruma, y la Bren Carrie, con el teniente Davé y con Fernández, se convirtió en chatarra que voló en mil pedazos. Los primeros muertos de la evacuación.
Los legionarios abrieron más los flancos desplegándose en abanico, lanzándose sobre nidos de ametralladoras a bayoneta calada. El cielo se mantenía añil.
—Ya son nuestros, muchachos. ¡A por ellos!
El grito del teniente Ardura, tu hermano, adquirió una reverberación sobrenatural entre el estallido de las bombas de mano, el tableteo de las ametralladoras y el silbido agudo de los obuses.
Las tanquetas Bren Carries (chicas de servicio, como las llamaban los republicanos, porque se usaban para todo) desfilaron por encima de pozos de tirador o cráteres abiertos por las explosiones que se llenaron de cadáveres enemigos o amigos. Los flancos se abrieron más y más para permitir una salida expeditiva. Más bengalas. El cielo no perdía el tinte zarco.
Recordando aquella noche veinticinco años más tarde, el general Koenig me aseguró que los efectos especiales cinematográficos, a pesar de sus progresos, no alcanzaban a reflejar con exactitud la pirotecnia que se vio sobre Bir-Hakeim. Pero en ese momento, en que aquellos fuegos no eran precisamente de artificio, él se subió a su vehículo, se colocó de pie ofreciendo un blanco fácil, y, como un guerrero medieval, alzó el brazo derecho apuntando al frente para exhortar a sus capitanes:
—Hacia Alejandría.
Le seguía el jefe de la 13.ª, el teniente coronel Dimitri Amilakvari, aquel príncipe de Georgia enrolado en las fuerzas de la Legión Extranjera, que imitó el gesto de Koenig.
Desde su pertrechada posición, el general Gustav Von Vaerst contemplaba por sus prismáticos la evacuación, y a Koenig y a Dimitri encima de sus vehículos. Meneó la cabeza.
—Locos —barruntó, y ordenó al tirador del Sd. Kfz 6—: Abra fuego.
El jeep del teniente coronel se desintegró en la bruma de Bir-Hakeim. Instantes después, el príncipe georgiano se arrastraba herido, mientras el cuerpo del conductor, el español Zapico, había quedado destrozado.
—A moi la Légion! On avance! —gritó el teniente coronel.
—Apóyese —ofreció tu hermano, ayudándole a caminar hasta la Carrie que se aproximaba.
—Halt! Wer ist da? Stehen bleiben…! —Las voces alemanas se escucharon cercanas en la niebla.
Las explosiones continuaban, cuerpos sepultados volvían a la superficie y legionarios vivos quedaban enterrados debajo: un baile macabro entre el exterior y el interior de la tierra bajo las bengalas y el bramido de los cañones del 75.
La última bengala se extinguió; ya no eran de utilidad. La naturaleza se había aliado con las fuerzas sitiadas en Bir-Hakeim alzando una intensa niebla que cubrió el campo de batalla. No había brisa. El humo no se disipaba y se sumó a la espesura de la noche.
—¡Dispersión!
Todos los legionarios sabían lo que significaba el grito: ya no hay órdenes concretas, sólo un lugar de encuentro, un mojón de la pista británica 837 a diez kilómetros al noreste. Y mil senderos para llegar.
AL ALBA, EL BRILLO DEL SOL iluminó el cementerio del último box. Nadie ni nada se movió; ni el viento. Ignoraban cuántos muertos había parido la noche. Nadie sabía ya nada, excepto Rommel que, loco de ira por el tiempo perdido en el asalto a aquel inmundo pedregal, ordenó el ataque de doscientos Stuka sobre los defensores que aún quedaban en Bir-Hakeim.
Todo fue arrasado.
El batallón del Pacífico, el batallón cautivo, ofreció al Afrika Korps doscientos muertos, doscientos veinte heridos y cien prisioneros. Era el único trofeo del futuro mariscal.
Rommel preguntó por las bajas en sus filas:
—Casi tres mil —respondió Gustav Yon Vaerst.
LAS FUERZAS ALEMANAS e italianas cargaban combustible en sus blindados para dirigirse al encuentro de los ingleses en El Alamein. Quince días de retraso, el factor sorpresa eliminado. Y todo por culpa de hombres medio locos introducidos en nichos y cubiertos con arena. Soldados que saltaban sobre los Armato y Panzer con botellas de gasolina pronunciando frases que al Generaloberst le resultaban ininteligibles.
Sin embargo, Rommel era un soldado y admiraba a aquellos legionarios que habían defendido del avance imparable del Afrika Korps en el pedregal de Bir-Hakeim, aquella pequeña estación de agua enclavada en un cruce de pistas en pleno desierto, a sesenta kilómetros de la costa y al borde de los inmensos arenales de Cirenaica.
El cable del Führer de aquella mañana no admitía dudas sobre el futuro de los prisioneros del batallón del Pacífico: «Fusílelos».
El Generaloberst lo leyó mientras paseaba por encima de cráteres con cadáveres. La orden le parecía un despropósito. «El coraje de estos hombres ha de ser premiado», pensó.
—¿Qué hacemos con los prisioneros? —preguntó el general Von Vaerst.
—Que les faciliten alimentos y agua.
—No hay provisión de agua para ellos.
—Pues reduzca un litro nuestra asignación.