12
ASALTO A LIBREVILLE
TU INDIGNACIÓN ERA MENOS que nada comparada con lo que ocurría en el centro de África. Llovía; siempre llueve sobre Gabón. Las tropas de la Agrupación M al mando de Leclerc, a las que se habían sumado las del batallón colonial con Campos a la cabeza, seguían reclutando soldados entre los bantúes y eshiras. No les era difícil: ambas tribus odiaban a una tercera, privilegiada: la de los fang, protegida en Libreville por los franceses de Vichy.
Utilizaron el cauce navegable del Ogooué para acceder a la ciudad de Lambaréné, situada en una de sus islas. Los profundos meandros y las violentas aguas quedaron atrás cuando asaltaron el islote. No encontraron resistencia, y la guarnición vichysta capituló el 5 de noviembre. El objetivo inmediato, bloquear y controlar el aeropuerto, fue conseguido. El siguiente paso era esperar.
Noviembre, 8: el Milford, a las órdenes del almirante inglés Andrew Browne, abatió al submarino Poncelet. Aviones Lysander sembraron Libreville de bombas; el crucero Bougainville fue bombardeado y se hundió sin remisión: la Francia de Vichy en Gabón se había quedado sin fuerza naval. Tercer vuelo de los Lysander sobre la ciudad. Cargas de artillería desde el Milford.
A lo lejos, se veía el humo y el fuego en la noche. En las trincheras de Libreville esperaban el asalto en cualquier momento.
Los blindados de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, al mando de Koenig, desembarcaron en Pointe La Mondah con fusileros senegaleses, cameruneses y los republicanos españoles del campamento de Trentham-Park, entre los que se encontraba tu hermano.
La Agrupación M de Leclerc había llegado a la puerta sur de Libreville por la ruta de Kango, tras atravesar montes y selva machete en mano, provocando la estampida de antílopes y elefantes. Sus rostros lívidos, cubiertos de sudor, aparecían deformados por las picaduras de mosquitos, y llevaban el torso y los brazos cubiertos de manchas oscuras. Eran decenas de sanguijuelas, adheridas a su piel.
Cinco de la mañana del 11 de noviembre: era la hora. La 13.ª se apoderó del aeródromo de la ciudad, no sin que seis Lysander le prestasen apoyo desde el cielo.
La Agrupación M penetró por el sur y partió Libreville en dos. Calle por calle, barricada por barricada, trinchera por trinchera, casa por casa, cobertizo por cobertizo, sonaron los disparos y las explosiones de granadas, y bayonetas francesas se clavaron en cuerpos franceses. Refugios reventados, alambradas derrumbadas o cortadas, restos de chapas metálicas, maderas ardiendo, miles de casquillos cubriendo el suelo, proyectiles sin explotar y miembros humanos quemados o cortados encharcaron de sangre el pavimento levantado.
Día 12: las fuerzas vichystas capitularon en Port Gentil y el gobernador Masson se suicidó. Libreville había sucumbido. El África Ecuatorial Francesa pertenecía a la Francia Libre.
La 13.ª Semibrigada y la Agrupación M se encontraron en Port Gentil. Koenig y Leclerc, frente a frente, se abrazaron. Ambos se sabían los dos únicos jefes en los que De Gaulle podía confiar ciegamente y, además, los más jóvenes. Aunque Koenig era cuatro años mayor que Leclerc —lo que significa, en jerga militar, cuatro promociones más antiguo— los dos eran comandantes, pero soñaban con servir a la Francia Libre como generales. Sueño que, sin la victoria, resultaría hueco.
—Cuando la 13.ª asaltó el aeródromo —dijo Leclerc—, se oyeron gritos en español desde sus filas.
Koenig sonrió.
—¿Gritos como estos? —preguntó, y alzó la voz—: «¡Cómo en el Ebro, compañeros!». «¡Cómo en Madrid!». «¡No pasarán!»…
—A eso me refiero.
—Lo llamamos el «recital español». Todos los republicanos españoles se lanzan al ataque a golpe de esas consignas. Para ellos esta guerra es continuación de la suya.
—¿Cuántos españoles tienes en la 13.ª?
—La mitad: quinientos. Pero en la 1.ª División hay casi tres mil. ¿Y tú?
—Apenas un puñado.
—No te preocupes, se irán sumando más. Todo el exilio español está asumiendo este conflicto como la revancha que les ofrece la Historia.
—Koenig, tienes más experiencia que yo en mandar a los españoles. Todos dicen que son reacios a recibir órdenes.
—Lo que ocurre es que no respetan a nadie que no se juegue el pellejo como ellos. Odian a los jefes y generales que dan órdenes y se quedan en retaguardia a contar los muertos.
—¿Qué me recomiendas?
—Hum… —Dio una calada al cigarro como dándose tiempo a pensar, y respondió—: Dos cuestiones. La primera, para cuando tengas blindados o carros de combate, colócalos de conductores. Atravesarán las líneas enemigas sin preguntar si el terreno está minado o no. La segunda es que ellos mismos se manden. Que sus suboficiales sean compatriotas y, si es posible, sus oficiales también.
Leclerc guardó silencio, miró la Polar y preguntó a su compañero:
—¿Sabes cuál es el próximo frente?
—De Gaulle ha ordenado que la 13.ª se una a la 1.ª División y nos sumemos al ejército británico que combate en Egipto y Libia contra los italianos. Si no se les derrota rápido, el Estado Mayor aliado teme que Hitler envíe para reforzarles a las divisiones blindadas de Rommel.
AL DÍA SIGUIENTE, al coronel Leclerc le llegó un teletipo desde Duala, firmado por Charles de Gaulle. En él, le decía que ya no era necesario que aparentara ser coronel: había sido ascendido. Pero lo que nunca supo el general De Gaulle es que, en la historia militar de su patria, jamás existió ascenso más amargo.
Solitario, el coronel caminó apoyado en su bastón por la arteria principal de la ciudad, llevando el papel con su nombramiento arrugado en la mano izquierda.
Casas derruidas, impactos de balas y metralla en las escasas fachadas que quedaban en pie, sobre calles tapizadas de cadáveres de civiles gaboneses; alguna vivienda que aún ardía; un disparo de francotirador que resonaba a lo lejos; movimiento de tropas de la Francia Libre silenciando los últimos focos de resistencia y cuerpos de soldados franceses atravesados por armas blancas de compatriotas flanquearon su paseo por aquella población de doscientos mil habitantes. Aún hoy, en el corazón del pueblo francés, sobrevive aquella tragedia que duró hasta noviembre de 1942. Casi dos años de guerra civil, que se desarrolló no sólo en Brazaville, también en los desiertos de Libia, Siria y el Líbano y hasta en la metrópolis europea. Pero dejemos de momento lo que ocurrió a partir de ese nefasto día y regresemos a las calles de la capital de Gabón y a Leclerc después de contemplar la masacre en las trincheras.
Sus lágrimas se confundieron con la bruma que cubría la ciudad. Releyó por última vez el despacho que anunciaba su ascenso y lo rompió en trozos que dejó al viento. Siguió caminando.
—Buenas noches, mi coronel —le saludó una voz grave a su derecha.
Leclerc giró la cabeza y distinguió las facciones de su interlocutor entre las sombras de una noche de agria victoria.
—No son buenas, Campos.
—¿Puedo acompañarle?
—Puede, adjudant-chef.
Las dos figuras, la baja y delgada del coronel y la alta y hercúlea del barbudo, caminaron en silencio hasta el final de la avenida. En los peldaños que daban acceso a una iglesia, Leclerc se sentó. Campos permaneció de pie a su lado, sin pisar los escalones.
—Sabe, Campos. Cuando los africanistas españoles se levantaron en armas contra la legalidad de la II República española, yo, desde Francia, aplaudí ese gesto. Creía que había llegado el momento de poner orden en el desbarajuste en que, según nos habían contado, los rojos habían sumido su país. No comprendí entonces que aquel era sólo un ensayo de lo que el fascismo se proponía para el mundo entero: la destrucción de la civilización y la imposición, para el resto de los pueblos, de regresar a la barbarie.
—¿De qué desbarajuste habla, mi coronel?
—Nos llegaban noticias de las iglesias y sacerdotes que ustedes mataban a sangre fría.
—¿Nunca se enteró de lo que hacían los caciques locales, los curas armados en los pueblos, los matones al servicio de los terratenientes o los sanguinarios falangistas?
—Aunque suene triste, a los aristócratas franceses eso no nos interesaba. Hoy lo veo diferente.
—¿Qué ha cambiado?
—En primer lugar, que nos han masacrado a nosotros. —Leclerc sacó su pitillera—. ¿Quiere uno?
—No debería fumar en la noche, mi coronel. Puede ser blanco de francotiradores. Primera norma de la guerra.
—Hoy me da exactamente igual, adjudant-chef. ¿Le apetece acompañarme en esta debilidad por convertirme en una diana humana?
Campos sonrió y le dijo:
—Si he de morir, que sea aquí y con usted.
Encendieron los cigarros y, después de dar la primera calada, Leclerc continuó:
—Luego está este horror: franceses contra franceses. Supongo que en su patria ocurrió igual, pero multiplicado por mil. No hay nada más cruel que hermanos contra hermanos. El día de hoy debería quedar oculto y silenciado en la historia de Francia.
—¿Cuál es el siguiente paso, mi coronel?
«Quiere cambiar de tema», se dijo Leclerc. «Normal: este hombre posee en su haber mil días peores que el de hoy».
—Esperaremos órdenes del general De Gaulle.
—¿Sospecha en qué consistirán?
—Supongo que se nos ordenará transformar la Agrupación M en una Columna con todos los desertores de la Legión de Vichy en Libreville, sumando indígenas del África Ecuatorial y soldados senegaleses para avanzar hacia el norte del Tchad y entrar en combare con los italianos por el sur de Libia.
—¿Qué harán Koenig y la Legión Extranjera?
—A él ya le han llegado las órdenes. Debe salir del aeropuerto de Libreville hacia Egipto para agregar sus tropas a las de los ingleses en la defensa del Canal de Suez.
Otra calada provocó un nuevo silencio.
—Comenté con el coronel Koenig la posibilidad de crear una Compañía de Control y ponerla bajo sus órdenes, adjudant-chef —añadió Leclerc.
—¿Cuál sería su misión?
—A usted lo nombraríamos capitán y le entregaríamos el mando de una zona del Gabón, ya que es la más susceptible de revueltas en la retaguardia.
—Hay muchos que aceptarían encantados, pero no es eso lo mío, mi coronel. Yo prefiero seguir en los Cuerpos de Choque, en primera línea de fuego.
—Debe ser usted el primer militar que rechaza una oferta como esa.
—Recuerde que no soy un militar. Sigo siendo un miliciano que pelea bajo dos banderas. Algún día derrotaremos a los nazis y a los fascistas italianos, y avanzaremos hacia España para que recobre la libertad.
—Es usted un caso curioso, Campos. Un anarquista que sueña con liberar su patria del fascismo, acatando las órdenes de la Legión Extranjera.
—Creo que es el único camino posible, mi coronel.
Arrojaron al suelo las colillas de los cigarros; la suela de sus botas de piel de antílope apagó el rescoldo.
—Quería proponerle algo, mi coronel.
—Dígame.
—Que me dé permiso para que, acompañado del sargento jefe Fábregas, vaya con el coronel Koenig en su avión y nos lancemos en paracaídas sobre Argelia.
—¿Con qué objeto? —se extrañó Leclerc.
—Conseguir el mayor número de desertores españoles de la Legión de Pétain para nuestras fuerzas.
—Parece una locura: saltar sobre terreno enemigo para hacer desertar a sus tropas.
—Pero no es imposible.
—Ya lo sé, Campos, nada lo es.
—¿Tengo su permiso?
—Lo tiene, pero antes de dos meses han de estar en Faya-Largeau.
—Estaremos, mi coronel. Y con cien soldados españoles más.
—Si se retrasara, diríjase hacia el norte, a nuestro encuentro. Seguro que nos habremos adentrado en Libia.
—Procuraré ser puntual a la cita.
—Y sea precavido. Para el Deuxième Bureau también trabajan compatriotas suyos como informadores.
Siguieron caminando en silencio hacia el campamento improvisado que les servía de Cuartel General, iluminados por las llamas de la extinta batalla y por una luna llena que hizo su aparición aquella noche del 15 de noviembre. La figura del distinguido aristócrata con bastón y quepis y la del barbudo agitador anarquista se perdían juntas como un garabato en el mapa de la noche.
—Me ha intrigado, Campos. ¿Cómo piensa convencer a los españoles enrolados en la Legión de Pétain?
—Imaginaré que sus destacamentos militares son fábricas y los soldados, los obreros. Me dirigiré a ellos como si quisiera que se afiliaran a una organización sindical. Además, oír hablar del gobierno en el exilio de la Francia Libre les recordará el nuestro.
Leclerc asintió y no pudo por menos que sonreír al analizar aquellas palabras. Su mente, que lo calculaba todo en términos de estrategia y táctica militar, reflexionó en voz alta:
—Curioso, la agitación sociopolítica utilizada como arma de guerra.
Y volvió a sonreír.
—¿Qué le causa gracia, mi coronel?
—Su ocurrencia. Lanzarse en paracaídas sobre el campo enemigo a reclutar desertores… Ni en los mejores manuales militares ha figurado semejante proeza.
Era como si las dos almas escindidas del príncipe Kropotkin, la aristocrática y la rebelde, se hubiesen encontrado en mitad de África gracias a una guerra que nunca quisieron, bajo unos veintiséis grados centígrados, a mediados de noviembre.
Al llegar al edificio que servía de sede provisional a la Francia Libre en Gabon, Leclerc se despidió del adjudant-chef entregándole los números de teléfono de Ford-Lamy a los que debería llamar si su misión tenía éxito.
Camino de su habitación, se dijo:
—Parece buena persona este Campos, pero me temo que no volveré a verlo con vida.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, en el interior del avión, el ruido de los motores se amplificaba hasta convertirse en estruendo. Nada menos que veintisiete toneladas de material militar, tres pilotos y veintinueve pasajeros equipados con paracaídas completaban la tripulación. Pero todos se sentían seguros: sabían que el último invento norteamericano prestado a la RAF —el Douglas C-47 Skytrain o Dakota, como lo apodaron los soldados—, era el avión más moderno jamás construido para el transporte de soldados y de armas.
El sargento jefe Fábregas dirigió su mirada al exterior: anochecía, y se adivinaba un cielo despejado con luna plena. «Somos un blanco fácil para las antiaéreas», se dijo. Bajó la vista. Sobre el terreno, apenas unos cuantos cúmulos de lucecitas dispersas. «No hay ciudades grandes en el sur de Argelia», pensó.
Luego contempló el pasaje del Dakota: al frente, el coronel Koenig, que había permanecido mudo todo el trayecto, sin desprenderse del Gauloises; a su lado, el nuevo jefe de la 13.ª, el fornido y dinámico teniente coronel Cazaud, que había sustituido a Mondar. Este se encontraba a su lado, dispuesto a emprender con brazo firme el mando de la 2.ª Brigada que le esperaba en Egipto. Detrás, un grupo de comandantes y capitanes franceses más tres tenientes extranjeros: uno era polaco y otro noruego, ambos héroes de las campañas de Narvik. El tercero era un español recién ascendido e incorporado a la 13.ª desde Inglaterra, Fran Ardura —el Toro Ardura—, tu hermano, que, alzando la voz y con la boca casi pegada al oído del adjudant-chef le decía:
—Así que combatisteis en el Ebro. Mi hermano fue llamado a filas para unirse al Quinto, pero no supe más de él.
—¿Cómo se llama? —preguntó Campos.
—Nicolás Ardura. Tenía dieciséis años por aquel entonces.
Y le mostró la foto de familia que guardaba en su estrecha cartera.
—No me suena ni su nombre ni su rostro —contestó el adjudant-chef, y dirigiéndose al sargento jefe Fábregas preguntó—: ¿Te es familiar esta cara?
El sargento jefe negó con la cabeza.
De pronto el Dakota realizó un movimiento brusco. De no haber ido pertrechados con trinchas al fuselaje, todos habrían caído al suelo.
—Ya están las putas turbulencias —se quejó el teniente coronel Cazaud—. Espero que no sea una tormenta de arena.
Campos y Fábregas se pusieron en pie y revisaron su equipaje: un paracaídas a la espalda; el de emergencia, al pecho; una cantimplora de tres litros; pistola del nueve largo al cinto y dos granadas en el correaje. Apretaron los dientes, ajustaron las gafas y cerraron los puños. Otra vez en acción.
La luz roja de cabina se encendió. Todos sabían lo que eso significaba: el portón trasero iba a abrirse para que los paracaidistas se lanzasen. Sobrevolaban el interior de Argelia.
El adjudant-chef y el sargento jefe se ubicaron cerca de la salida, acompañados por el teniente Ardura. El coronel Koenig se acercó a ellos y, antes del lanzamiento, les deseó suerte:
—La Francia Libre siempre estará en deuda con ustedes —agregó—
—Usted preocúpese de darle duro a los italianos, mi coronel —contestó Campos, y, dirigiéndose al pasaje, añadió—: Suerte a todos. La próxima… en París.
—Suerte, adjudant-chef —le respondieron al unísono, justo antes de que Campos se arrojara hacia el territorio de Argelia.
Fábregas contempló el despliegue del paracaídas de su compañero. Apoyó su mano en el hombro de tu hermano y le dijo:
—Mi turno. —Dirigió su mirada al resto de los tripulantes y añadió—: Si no nos volviéramos a ver, que sepan que fue un honor combatir contra el fascismo codo a codo con ustedes.
Y el cielo del desierto lo acogió como a su hijo.
La misión particular de los dos barbudos había comenzado. Cuando Fran Ardura confirmó que el paracaídas de Fábregas se había desplegado, empujó la palanca cerrando el portón trasero. El coronel Koenig, al pasar a su lado, comentó:
—Teniente, con soldados como ustedes no entiendo cómo les derrotó el fascismo.
Tu hermano le miró con ojos enrojecidos por la brisa del exterior o por la rabia acumulada durante años, y le espetó:
—Es que a nosotros no nos ayudó nadie.