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LA CRUZ DE LA LIBERACIÓN
FIRME, ENHIESTO, desafiando los rayos solares que impactaban en tus ojos, esperabas la imposición de la Cruz de la Liberación en la plaza de L’Etoile junto al resto de la II División. Era el 2 de abril de 1945. Habían transcurrido casi siete semanas de castigo al general Leclerc, y vosotros habíais sufrido las consecuencias. Hubieseis debido encontraros en Alemania, diezmando a las divisiones Waffen-SS, y os hallabais en París para que os condecoraran.
—Cuando a uno le organizan homenajes, es que lo quieren retirar —aseguró el teniente Bamba.
No sabías si el teniente acertaba, pero tu decisión era inamovible: si no salíais de inmediato hacia Alemania, ibas a desertar. En cuanto los discursos de los políticos y generales concluyesen y os condecoraran, si la orden prometida de cruzar el Rin no se cumplía, cargarías el petate al hombro y cruzarías la frontera tú solo para internarte en tierras alemanas en busca del Obersturmführer.
Mientras las soflamas patrióticas de un tipo trajeado y desconocido os aburrían, tu mente recorrió el mes y medio de destierro.
Leclerc no había regresado a Alsacia y el general Langlade asumió momentáneamente el mando de las unidades. No tenías nada contra Langlade, pero el único parecido con el Patrón era la «L» pintada en las puertas de su jeep, ya que al número de estrellas de cinco puntas en su quepis le faltaba una unidad para igualar la constelación de vuestro antiguo jefe.
«Periodo de descanso en Châteauroux», decretaron. Alguien había aventurado que habíais alcanzado el límite de un soldado en el campo de batalla: doscientos cuarenta días sin tregua. Más allá de esa frontera, según decían, os invadirían el insomnio, la ansiedad, las pesadillas, los temblores, la inestabilidad emocional, las alucinaciones, las obsesiones, el alcohol, la apatía y el miedo.
—Estos franceses son unos señoritos —alegó Turuta, en cuanto se enteró de la noticia, para agregar, con sorna—: Siete meses desde Normandía y ya tienen fatiga de combate. Después de nueve años, ¿qué tendremos nosotros?
—¡Percebes en los cojones! —sentenció Gitano con el Gauloises en los labios.
Las carcajadas de los soldados de la 3.ª sección retumbaron en el vagón del tren que os alejaba de Alsacia; aunque abstraído en otros pasajes, tú tampoco pudiste evitar una sonrisa.
Las locomotoras se encadenaban con decenas de furgones en un interminable convoy que os condujo desde Estrasburgo al centro de Francia, al departamento de Indre. El bosque de Châteauroux, a las afueras de la ciudad y a orillas del río, os acogió.
La instrucción diaria era relajada; la comida, buena, y disfrutabais de descanso todas las tardes y domingos. Solíais aprovechar el asueto para recorrer la ciudad e internaros en las tabernas de la plaza de la República; en las de la antigua Rue Víctor Hugo, rebautizada por los nazis, llena de pequeñas tiendas con toldos de diversos colores desplegados a lo largo de la acera que protegían los escaparates del sol primaveral y señalaban la dirección hacia la iglesia de Saint-André; y también en las de la Rue Saint-Luc, pero sin visitas a su catedral.
Las casas de una planta culminadas en tejados de pizarra negra imprimían un toque triste a la ciudad, aunque la alegría en el rostro de las gentes indicara lo contrario. Aquello sólo conseguía que te ensimismaras aún más, manteniéndote ajeno a las muestras de entusiasmo de Gitano y Turuta:
—Ojalá todas las guerras fueran así: prácticas de tiro y limpieza de las armas por las mañanas, almuerzo y paseo piropeando a las mozas —resumió, en una oportunidad, alguno de los dos.
Un día, sin pedirlo ni ganarlo, os llegó la orden del Estado Mayor de la División en la que se detallaban ascensos a la mayoría de vosotros. A ti te ascendieron a sargento jefe y a Gitano a cabo primero.
—Langlade quiere ganarnos; por eso ha ascendido a la mayoría —interpretó Larita II, promovido a adjudant-chef.
Aislado en la ribera del Indre, entre sus altas hierbas y helechos, era como mejor te sentías. Metidos los pies en sus mansas aguas, contemplabas los peces escabullirse o te tumbabas en la pradera con la mirada en los cielos. Estabas rodeado del color luz, diría un pintor: blanco con una pizca de amarillo y otra de rojo.
En esos momentos, veías de nuevo a Fábregas con su guitarra en los grandes arenales; a Campos, en las hoyas, esperando el vientre de los Panzer o, tiznado como un piel roja, internándose en las posiciones de la Wehrmacht buscando carótidas; a Reiter, Juanito, gritando a las columnas de prisioneros alemanes: Schnell!, Schnell!; a Granell, con su quepis ladeado y sonriendo en la portada de Libération; a Larita II, ayudando a Robert Capa a trepar al «Teruel»; a Sophie…
—A veces, un ambiente se transforma en escenario…
La voz del teniente Bamba te obligó a abrir los ojos.
—Perdone, estaba adormilado —dijiste, para incorporarte a continuación, sentándote en la pradera.
El teniente te acompañó y sacó una cajetilla de Gitanes. En la hierba, ante el manso transcurrir de las aguas del afluente del Loira, fumasteis en silencio como solíais hacerlo meses atrás en la ribera del Mosela, allá en Lorena.
—Antes, al verte con los ojos cerrados, se me ocurrió que basta apagar la luz para que un determinado ambiente se convierta en un escenario de sueños.
No le pediste que se explicase. Desaparecido Fábregas, Bamba le había relevado en las frases enigmáticas.
—Mi teniente, ¿cree que este destierro se prolongará mucho?
—¿Sigues con tu obsesión?
Asentiste, cerrando los ojos.
—Ah, están acá —exclamó el souslieutenant Iriarte a vuestra espalda—. Ando buscando voluntarios.
—¿Para entrar en Alemania? —preguntaste con impaciencia.
—No. Langlade está formando una agrupación para dirigirse al estuario del Gironda.
—¿Para qué? —preguntó extrañado Bamba.
—En los dos márgenes de la desembocadura, en Royan y Punta de Grave, aún queda resistencia alemana —manifestó, y se sentó a vuestro lado.
—¿No había liberado la Resistencia todo el Mediodía? —preguntaste.
—Sí, pero quedaron bolsas. Concretamente a esta todavía la están combatiendo españoles enrolados en los batallones Libertad y Guernica. —Os miró interrogante, pero, ante vuestro silencio, añadió—: Bueno, ¿qué me dicen, muchachos?
—No cuente conmigo —contestaste airado, y acompañaste tus palabras con un giro de cabeza—. El estuario del Gironda se encuentra en la dirección contraria a donde quiero ir.
—Primero, Royan. Luego, Berchtesgaden —exclamó rotundo Iriarte.
—No —respondiste airado y te levantaste—. A mí ya no me engañan. Primero Francia y luego España, dijeron. ¿Y dónde estamos? En una puñetera pradera de Châteauroux fumando un cigarro.
—Leclerc se incorporará…
—Le concedo una semana; después, deserto.
Y te alejaste furioso.
Al día siguiente, una agrupación de carros del 501.º y un regimiento de spahis partió hacia la desembocadura del Gironda, acompañados por el souslieutenant Iriarte. Iban pocos españoles en sus filas, no por la dichosa fatiga de combate, sino en señal de protesta por no dirigir la II División hacia el Rin.
Tú seguías sin disfrutar de los paseos, vinos y piropos a las castelrousinsse. Como no sabías ni cantar ni tocar la guitarra como Fábregas, comenzaste a imitar a Campos y a Reiter. Todas las tardes te ejercitabas lanzando el puñal contra un tronco en el que habías dibujado siete muescas, los días de plazo concedidos a Leclerc para que regresase. El puñal, el tronco, el sonido de las aguas y tú seguíais a solas con vuestros fantasmas mientras ibas cruzando las muescas, una a una, con una equis.
Una tarde se acercó el adjudant-chef Larita II hasta tu cubil en las praderas.
—Me han dicho que piensas desertar si no nos lanzan cuanto antes sobre Alemania —te espetó.
Sin responderle, lanzaste el puñal sobre el tronco. La punta se clavó en la única muesca sin cruzar. Y sentenciaste:
—Quedan veinticuatro horas.
—Ay, qué alarde de verticalidad… Como un maestro —exclamó y dirigió su mirada al horizonte para añadir—: Sabes, los soldados apátridas somos como los matadores: lloramos por dentro…
—Si ha venido a convencerme, puede marcharse. Estoy decidido.
—Cometes un error —aseveró calmo, y se sentó a tu lado con la vista en el río—. A tu Obersturmführer y a su jefe los buscan todos los franceses. No pueden escapar.
Las mismas palabras de Fran cuando os relevaron en Estrasburgo, pero ahora resultaban insuficientes para ti. Encendiste un cigarro y dejaste que Larita II explicase sus símiles taurinos.
—Eres joven, Bête. Te ocurre como a Joselito, El Gallo, en Talavera frente a Bailaor. Quieres buscar la ligazón a muletazos, y no es así. Aprende de Belmonte: para, templa y manda.
—¿Qué quiere decir? —preguntaste con una sonrisa, la primera desde que arribasteis a Châteauroux.
—Que te largues… —indicó, entregándote un papel doblado—, pero a París, con esa novia tuya.
Lo desplegaste. Era un permiso firmado por el capitán Dehen para siete días.
Saliste hacia la capital en el primer tren. Aunque sabías que las cortas vacaciones te las habían conseguido los muchachos, presionando al capitán, con la intención de que alejases de tu mente la idea de desertar, sólo habían conseguido que se te fijara con más fuerza.
—¿Qué te pasa, Nico? —preguntó tu madre nada más verte—. Tienes la mirada de los locos.
—Está agotado —exclamó Sophie con una sonrisa, cogiéndote del brazo—. Unos días aquí y regresará el Nico de siempre.
Os instalasteis en la buhardilla del Barrio Latino que servía de cuartel general a Gitano y Turuta en sus visitas a París y desde la que se veía el teatro Odeón. Cuando Sophie trabajaba, tú no salías del pequeño cuarto. Te limitabas a asomarte a la ventana y a contar cien veces los peldaños de acceso al teatro o sus columnas; en otras ocasiones, pero siempre con el pitillo en los labios y en camiseta de tirantes, observabas a los clientes del quiosco pegado a tu portal. Dejaste de asearte y volviste a la barba espesa, como en África. Nada conseguía que las imágenes de la guerra y tus muertos se disipasen. Ni siquiera Sophie, con su eterna sonrisa y su voz cantarina, logró que abandonases el cubil, aunque se engalanara con el vestido verde de seda para incitarte a pasear por París, la única en aquellos tiempos que se podía llamar ciudad de la luz.
Tumbados en la cama, te acariciaba el pecho y te susurraba:
—Lo he visto en muchos soldados. Tienes fatiga de combate. —Añadía un beso y remataba con aquellas palabras—: Te ayudaré a superarla.
La semana de permiso finalizaba y no tenías intención de regresar a las filas de la II División. Comenzaste a frecuentar la periferia de la ciudad para comprar armas en el mercado negro. No era difícil: después de la liberación de Francia y la orden de desarmar al Maquis, las pistolas y las ametralladoras Thompson abundaban en todos los callejones y se podían conseguir por unos pocos francos. Luego buscaste planos de Alemania.
—¿Qué haces? —preguntó Sophie nada más abrir la puerta de la vivienda y toparse contigo arrodillado sobre varios mapas extendidos en el suelo.
—Quiero aprenderme de memoria la ruta más corta hacia Berchtesgaden —respondiste sin alzar la mirada de las líneas que habías trazado desde el Rin al Danubio.
—Debes dejar eso. Te está matando.
Depositó las bolsas con comida encima de la mesa y se acercó a ti. Acarició tus cortos cabellos y te besó. Repitió el beso y se tumbó a tu lado sobre los planos. Y abrazándote con fuerza, te susurró:
—¿Regresarás mañana a Châteauroux?
—No.
—Deberías olvidarte. Nada le devolverá la vida a tu hermana.
—Lo sé, pero he de hacerlo. No podría vivir en paz sabiendo que Rudolf Törni sigue con vida.
Te dio otro beso, cogió tu mano y se levantó, instándote a que la acompañaras. Un momento después, boca arriba en la cama, te acariciaba el pecho. Antes de besarte, te indicó:
—Sé que si en vez de Lucía, hubiese sido yo la violada y asesinada, también irías en su búsqueda. Por eso nunca dejaré de quererte.
Los días posteriores seguiste localizando mapas que detallaban las diferentes topografías con las que te encontrarías en la travesía hasta el búnker de Hitler en los Alpes, casi en la frontera con Austria. Recorrer veredas sólo transitadas por lobos, bordear núcleos poblados, eludir las lomas desde las que nidos de ametralladoras batían las llanuras, atravesar cauces a nado para evitar las posiciones fortificadas de la Wehrmacht… Calculaste que tardarías ocho días en encontrarte a los pies de las montañas. Luego, ocultándote día y noche en la espesura de los bosques, estudiarías la mejor forma de internarte en el Nido de Águila.
El 1 de abril, al atardecer, cuando repasabas por enésima vez los mapas repletos de vértices geodésicos, golpearon la puerta. No debías hacer ruido; hacía seis días que eras un desertor y seguro que ya habían dado la orden de apresarte. Llamaron de nuevo, esta vez con más intensidad. No estabas dispuesto a dejarte detener, así que agarraste la Thompson. De repente, a los golpes se unió una voz conocida:
—Sargento jefe Bête, soy el souslieutenant Carlos Iriarte.
¿Cómo te había localizado? ¿Te habría delatado alguien? ¿Le habrían enviado a él a detenerte? Instintivamente te dirigiste a la ventana con la intención de huir por los tejados. En ese momento, viste un jeep con la insignia de la II División, al lado del quiosco, y, sobre él, dos conocidos.
—¿Qué cojones hacen aquí Gitano y Turuta? —escupiste.
—Abra, sargento jefe —la voz de Iriarte sonó con más fuerza.
Si aquellos dos habían acompañado al souslieutenant, es que no venían a apresarte. Se trataba de otro asunto.
—¿Qué se le ofrece? —preguntaste.
—Quiero comentarle algo que le va a interesar.
Quitaste el cerrojo de la puerta y dejaste que un rayo de luz entrase en el habitáculo. Iriarte se encontraba en el pasillo, inerme y solo.
—¿No me invita a pasar?
Abriste del todo la puerta. Entró y su mirada se clavó en la Thompson, para desplazarse después hacia los planos dispersos en el suelo.
Notaste algo extraño en él. Ya no parecía aquel ingenuo oficial de enlace que se presentó bajo la lluvia torrencial alsaciana con la intención de unirse a vosotros. No. Alsacia y el asalto a la bolsa de Royan le habían convertido en otro Soldado del Infierno: porte recio, mirada de fuego y gestos rápidos.
—Vengo a informarle que Leclerc asumió de nuevo el mando de la II División…
—Me importa una mierda.
—Déjeme terminar —dijo calmo—. Mañana salimos hacia Alemania.
Sonreíste.
—Qué más me da. Ya estaré considerado como un desertor.
—Aún no —dijo, tendiéndote un papel con el sello del III Batallón—. Le pedí a Dronne que revocase la orden del capitán Dehen y prolongase su permiso.
Lo leíste. La autorización se había ampliado hasta el día 2.
—¿Por qué hasta mañana?
—Porque nos imponen la Cruz de la Liberación en la explanada de la plaza L’Etoile y no tiene que faltar ni uno. Así que véngase perfectamente uniformado y afeitado. Tiene que estar sobre el «Santander» apenas toquen diana.
—¿Y luego?
—Alemania.
Volviste a mirar el documento firmado por el comandante y le preguntaste:
—¿Por qué hace esto?
—Le devuelvo el favor por abrirme los brazos en Alsacia. Ya estamos en mano, como dicen en mi tierra.
Dio media vuelta, avanzó tres pasos en el pasillo y, antes de que cerrases la puerta, giró su rostro hacia ti y añadió:
—Además, necesito a los mejores para asaltar el Nido de Águila.