11: De Nîmes a Lyon

11

DE NÎNES A LYON

LA JEFATURA DE LA 3.ª DIVISIÓN de guerrilleros españoles había recibido nuevas órdenes de la dirección nacional de las Fuerzas Francesas del Interior capitaneadas por el general Koenig. El jefe divisionario, el teniente coronel Cristino García Granda, esperaba a sus jefes de brigada en un refugio incrustado en un enclave perdido en la montaña de Lingas, en el departamento de Gard. La paz que se respiraba en las laderas y en los valles bañados por el Ródano no le confundían; él sabía que la batalla más cruenta se libraba en el norte, en Normandía, y que en la región de Languedoc-Rosellón tenían que abandonar los sabotajes para emprender otra estrategia contra la Wehrmacht.

Mientras aguardaba a los invitados junto a sus colaboradores más directos, empleaba el tiempo en fabricar granadas artesanales, las eficaces y ruidosas gaumont. Sus ágiles dedos se movían del explosivo al detonador sin esperar órdenes del cerebro. Y su mente se evadió a las semanas anteriores, al asalto de la cárcel de Nîmes.

Resultaba irónico pensar que una ciudad repleta de Historia y arte, desde el anfiteatro romano a su Maison Carré, o los jardines de la Fontaine y la torre Magna hasta el puente de Gard, pasaran inadvertidos en tiempos de guerra y sólo interesase su prisión. Aquellos muros construidos para albergar a los criminales más peligrosos de Francia se habían convertido en las mazmorras que aprisionaban a los disidentes políticos del nuevo régimen. La cadena de sucesos se repetía: primero, las torturas y preguntas de la Gestapo; después, el traslado a un campo de concentración, posiblemente Dachau, o a uno de exterminio. Mauthausen-Gusen, en la frontera austriaca, solía ser el elegido por los jerarcas nazis.

Un nuevo traslado había sido ordenado y era preciso liberarlos, por lo que había organizado el asalto con sus hombres, un plan en el que empleó semanas buscando los planos de la construcción y hasta estudiando dibujos realizados por antiguos delincuentes en base a sus recuerdos.

Ana, su antigua novia, se había convertido en un elemento esencial en la nueva estrategia. Ella había alquilado la vivienda en la que se fue refugiando el comando de guerrilleros que realizaría el golpe de mano. Allí se vivió el momento más peligroso, cuando la Gestapo revisó la casa. Los partisanos, agazapados en el sótano con sus armas, pensaron que habían sido descubiertos, pero se trataba de una visita ordinaria de las que los nazis realizaban a todos los domicilios alquilados. La improvisación de la mujer y su sangre fría convencieron a los alemanes de que vivía sola esperando la salida de su padre del hospital, al que cuidaba diariamente.

—Le darán el alta pasado mañana —dijo con calma.

—Pasaremos a comprobarlo —respondieron con un toque en la gorra de plato.

Aquello les proporcionó el tiempo preciso. Cuarenta y ocho horas eran suficientes para asaltar la cárcel, liberar a los presos políticos y huir hacia las montañas.

Todo estaba preparado, hasta el enlace interior, un funcionario joven que después de ayudarles se uniría a las filas del Maquis. El muchacho había puesto una condición:

—Que no muera nadie.

Se lo prometieron, pero los viejos veteranos de tantas batallas, Vitini y Cristino, cruzaron sus miradas. Era una promesa casi imposible de cumplir.

Todo estaba preparado: el funcionario había facilitado a los presos tres armas cortas, insuficientes para un motín con éxito; los partisanos, con armas largas y cargados de gaumont, esperaban en el exterior el cambio de guardia y el aviso. Este llegó desde una linterna que se encendió y apagó cuatro veces.

Dos gaumont explotaron en la entrada principal derrumbando sus portones. Ráfagas de subfusiles abatieron a los centinelas de las torres. En el interior habían desarmado a varios guardias, apoderándose de sus armas, y los presos avanzaban por las galerías al encuentro de los partisanos, que entraron con la espalda pegada a la pared, bordeando las esquinas con precaución. Cinco guardias alzaron los brazos y se rindieron.

Siguieron avanzando por los pasillos de las galerías. Los presos fueron a su encuentro llevando cautivos a varios guardias.

La fuga había sido un éxito y la promesa al joven funcionario sólo se incumplió dos veces.

—Cristino —las palabras de Vitini le devolvieron al presente—, ya han llegado todos.

—¿Saben algo?

—No, pero sospechan que el desembarco aliado obligará a la Wehrmacht a movilizar sus tropas hacia el norte y que las nuevas órdenes de Koenig serán impedírselo por todos los medios: volando puentes, líneas férreas y creando cientos de obstáculos en su camino.

—¿Cómo has visto su moral?

—Es buena. Todos estamos convencidos de la victoria.

—¿Cómo supones que recibirán la creación de una 4.ª División partisana bajo tu mando?

—No hay problema. Muchos de ellos se vendrán conmigo.

—Perfecto. Vayamos a la reunión.

Vitini agarró del brazo a su compañero, desviándolo del habitáculo en el que se encontraban los jefes de las partidas.

—¿Qué ocurre? —preguntó extrañado Cristino.

—Alguno de ellos no comprenden por qué has incorporado a la guerrilla a una mujer.

—Ana es mejor guerrillera que muchos de ellos —respondió ofendido.

—Lo sé, pero ya sabes lo que opina el Partido.

—Burócratas de mierda —exclamó. Colocó la mano en el hombro de su compañero y prosiguió calmo—: Amigo, cuando les dé una noticia, te puedo asegurar que la entrada de mujeres en la guerrilla será la menor de sus preocupaciones.

Vitini le respondió con un gesto interrogativo, y Cristino se explicó:

—Todos los jefes partisanos del Comité Militar de la Zona Sur han sido detenidos por el Carnicero de Lyon.

EN LAS MAZMORRAS DEL FUERTE MONTLUC, en Lyon, las mismas que vieron el cautiverio y las torturas a Jean Moulin, se encontraban prisioneros los jefes partisanos del Maquis en el sur de Francia. Una semana encerrados y ya habían probado los puños de Klaus Barbie y de su lugarteniente, al ritmo del eterno requerimiento: «Sus nombres». Pero ellos sabían que de nada servía hablar: su muerte era inminente. El suicidio era lo único que les libraría de los cigarros apagados contra su piel, los dedos apretados por bisagras y las tenazas metidas en sus bocas.

—Llévenselo —ordenó Klaus.

Dos soldados cargaron el cuerpo inconsciente de un guerrillero y, a rastras, lo sacaron de la sala de interrogatorios. Klaus se dirigió al lavabo y abrió el grifo. El agua fue limpiando la sangre de sus puños.

—¡Mierda! —exclamó el Obersturmführer Rudolf Törni arrojando la gorra al suelo—. Apenas nos queda tiempo y estos hijos de puta no hablan.

—Lo sé —dijo calmo el Carnicero de Lyon mientras se secaba las manos—. Si las noticias de Normandía se confirman, hemos de replegarnos hacia Estrasburgo.

—Temes que…

—Estoy seguro. Ya asaltaron la cárcel de Nîmes y de un momento a otro vendrán a Montluc.

—¡Qué impotencia! —se lamentó Törni, sentándose en una silla con el respaldo al frente—. Los partisanos franceses nos combaten en todos los frentes y hasta los piojosos españoles tienen siete brigadas guerrilleras… —Pasó sus dedos por los cabellos y alzó la voz—: Doce mil hombres armados, es increíble.

—Añade los cinco mil franceses en el Maquis de Vercors y los cientos de miles perfectamente armados que esperan en la sombra la orden de Koenig —dijo, mientras se acomodaba la chaqueta sobre los hombros—. Las escaramuzas ya han comenzado en las calles de Toulouse, Nîmes y hasta en París. Y no tenemos tropas suficientes para reprimirlos.

—Todo se nos complica, Klaus.

Törni se alzó de la silla y se dirigió a la ventana. Extrajo del bolso de la guerrera un cigarro liado y lo encendió. Su mano temblaba. Klaus encendió también un cigarrillo, pero su pulso era firme. Después de la primera calada, le dijo a su ayudante:

—No vamos a esperar noticias de Normandía. Hoy mismo nos replegaremos hacia Estrasburgo.

—¿Qué hacemos con los prisioneros? —preguntó Törni girando el rostro hacia su jefe.

—Mátalos.