10: Miscelánea de guerra

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MISCELÁNEA DE GUERRA

APENAS HABÍAN TRANSCURRIDO dos semanas desde que el Hauptsturmführer Klaus Barbie llegara del campo de concentración de Natzweiler-Struthof y se instalara con su unidad en el edificio facilitado por la Milicia de Pétain en Lyon, asumiendo la jefatura de la Gestapo en la ciudad. El despacho era amplio y soleado. Desde el ventanal se podía contemplar la Torre Rosa del barrio medieval. «He de ordenar que pinten la esvástica sobre ella», pensó Klaus pegado al cristal, mientras su lugarteniente, el Obersturmführer Rudolf Törni le ponía al corriente de la situación.

—Hemos localizado un orfanato judío en Izieu con cuarenta y cuatro niños

—Mátenlos. No necesitamos bocas improductivas. —Dicho esto se dirigió hacía el sillón. Después de sentarse, se inclinó, y preguntó—: ¿Cómo va la búsqueda de Rex?

—Todas las pistas conducen a Lyon, pero nadie habla.

—¿A cuánta gente se ha interrogado?

—Algo más de cinco mil…

—¿Ninguno sabe nada? —se extrañó Klaus colocando los codos en la mesa.

—O no lo saben o no quieren hablar.

—¿Ni siquiera se ha averiguado quién está detrás de ese nombre? —El otro negó con la cabeza, y el Hauptsturmführer añadió—: A su regreso de Estrasburgo incremente la presión no sólo sobre los judíos, también con el resto: hispanos, gitanos, georgianos, gaullistas y hasta con franceses afines a Pétain, si fuera necesario.

—¿Cuál será mi misión en Estrasburgo?

—Facilitarle al doctor Hirt ochenta y seis judíos de diferentes edades y sexos.

—¿Ochenta y seis?

—Sí. Al parecer serán cuarenta y tres de cada sexo distribuidos en segmentos de edad entre dieciocho y veinticuatro meses.

—¿Con qué objeto?

—Él se lo indicará, pero tiene que ver con un futuro museo.

—¿Un museo? —balbuceó atónito Törni.

—Sí. Quiere sumergirlos en cal viva. Su idea es conservar sus esqueletos en una exposición que muestre a las generaciones venideras cómo eran las razas inferiores extinguidas.

—Como los dinosaurios…

—Algo parecido.

—¿Ordena algo…?

—Que regrese cuanto antes.

—¡Heil Hitler!

—¡Heil…!

Cuando el Obersturmführer hubo abandonado el despacho, Klaus Barbie se dirigió al lavabo anexo. Se quitó la guerrera, y se desabotonó la camisa. En camiseta de tirantes, sus angulosos hombros lucían cicatrices de metralla. Se acercó al espejo y mostró sus dientes. Después de examinarlos, ladeó la cabeza observando su barba. Cogió una brocha, un trozo de jabón y un recipiente con agua.

Preparaba la espuma, cuando irrumpió en el despacho un sargento mayor de la Wehrmacht que lucía la Cruz de Hierro de Primera Clase prendida en una cinta rojinegra enrollada bajo las solapas de su guerrera. Sin darle tiempo a cuadrarse, Klaus le preguntó:

—¿Qué ha averiguado, sargento?

—La copia de la ficha solicitada por el general Heinrich Müller no tiene nada que ver con que se le considere un traidor al III Reich…

—¿Entonces? —preguntó extrañado el jefe de la Gestapo en Lyon, mientras se untaba espuma sobre la barbilla.

—Al parecer, se trata de un intercambio de información con el régimen de Vichy.

—Explíquese —exigió, girándose hacia el sargento.

—Al Deuxième Bureau le interesaban los datos de Rudolf Törni para intercambiarlos por los de un militar de alto rango de la Francia Libre. Posiblemente un general o un coronel.

—¿Sabemos quién es?

—No.

—Continúe con la investigación.

—¡Heil…!

Klaus le despidió con un gesto. Extendió el resto de la espuma por su rostro y extrajo la navaja de afeitar. Deslizó el filo sobre su mejilla izquierda mientras se preguntaba quién podría ofrecer información de un jefe de la Francia Libre a cambio de la de un simple Obersturmführer. Aquello carecía de sentido si no lo hubiese pedido el propio Müller, el jefe de la Gestapo y artífice de la Solución Final. ¿O es que Rudolf Törni era algo más de lo que él sabía? Fuera lo que fuese, era evidente que alguien había puesto precio a Törni en algún lugar y Heinrich Müller, a cambio de datos valiosos para el III Reich, había ofrecido su cabeza, convirtiéndole en prescindible en esa guerra.

EN LYON, mientras Klaus Barbie apuraba el afeitado, en un garaje comunicado con dos calles, se encontraban reunidos Jean Moulin, alias Rex, que mantenía su borsalino y la bufanda alrededor del cuello; el enjuto e inquieto Henry Frenay, jefe de la organización Combat; Eugène Claudius-Petir, de los Franco-Tiradores y Partisanos, que sentado a su izquierda palpaba insistentemente su costado como asegurándose de que la pistola seguía en su sitio; y enfrente, André Mercier, representante de los comunistas franceses, que encendía un cigarro con la colilla del anterior.

Los cuatro se sentaban en el suelo alrededor de la luz de un candil. En medio, desparramados, planos de Francia, París y Lyon.

—La represión en la ciudad está siendo brutal —manifestó Rex, con un estremecimiento—. Llevan más de quinientos fusilados, mil deportados y dos mil detenidos. La gente vive aterrorizada. Hasta han bautizado a Klaus como El Carnicero de Lyon.

—Si esto sigue así tendremos que cambiar el lugar de reunión —dijo el jefe de Combat.

—Las patrullas de la Gestapo y la Milicia fascista de Pétain patrullan las calles —intervino Rex—. Así que, señores, no demoremos el balance.

—Comenzaré yo —dijo André Mercier, pisando la colilla—. Nuestro partido ha entrado en contacto con los sindicatos CGT y CFTC para que nombren un representante y se sumen al futuro Consejo Nacional de la Resistencia.

—Henry, ahora tú —indicó Rex.

—Desde Combat estamos tendiendo lazos a organizaciones diseminadas y sin coordinación en los sabotajes: Front National, Libération-Nord, Libération-Sur y Ceux de la Libération. Hasta creemos que se sumará Jacques Simon, de la Organisation Civile et Militaire.

—Eugène, ¿qué decís los partisanos? —preguntó Moulin, ajustándose la bufanda.

—Sólo somos fuertes en el Mediodía, sobre todo en la zona sin invadir por los alemanes. Pero nuestro problema son las armas. Tenemos una pistola por cada diez hombres.

—Espero arreglar eso en mi próxima vista a Inglaterra —afirmó Moulin. Se frotó la frente, se quitó el sombrero y añadió—: Deberéis marcar los lugares más idóneos y que la RAF lance en paracaídas cajas con subfusiles y municiones.

—En la próxima reunión te facilitaré los sitios que consideramos más idóneos —respondió el jefe partisano.

—A propósito, Eugène, ¿cómo se comportan los exiliados españoles?

—Se han organizado de forma autónoma formando el XIV Cuerpo de Guerrilleros Españoles. En estos momentos son algo así como nuestros instructores. —Sonrió, y añadió—: Los muy cabrones lo saben todo de la guerra.

—¿Se integrarían a nuestro Consejo…?

Molin se vio interrumpido por el partisano.

—Sin dudar. Hoy sólo están combatiendo los comunistas, pero se preparan para abrirlo a otras fuerzas políticas —expuso y, añadiendo un guiño, amplió—: Hasta se mofan del nombre de nuestra organización.

—¿Cómo es eso? —preguntó el jefe de Combat.

—Sí. Dicen que al nombre de Ejército Secreto deberíamos añadirle «y tan secreto», porque no se sabe dónde estamos, pero tampoco si hacemos algo.

Las muecas de desazón fueron cortadas por la voz de Rex:

—En el fondo no les falta razón. Es evidente que ellos van por delante. Nosotros aún nos encontramos en la fase de propaganda y consignas. Y aún así, que la población haga suyo el lema «Ni un hombre, ni un arma, ni un grano de trigo para Hitler» está resultando muy difícil…

—Los españoles no necesitan pasar por esa fase. Se han lanzado directamente al sabotaje —informó el jefe partisano.

—¿Dónde consiguen las armas? —preguntó Moulin.

—Asaltan los polvorines de las minas de Salsigne, los de las canteras y embalses de Aude y Ariège. Son maestros en el uso de la dinamita.

—¿Sabes qué fuerza poseen?

—Sí, tienen dos brigadas desplegadas en los departamentos de Aude y Ariège y están constituyendo otra en el Alto Pirineo…

El taconeo de las patrullas nocturnas nazis y de las Milicias de Pétain los silenció por un momento. Cuando el sonido se perdió, Rex cerró la reunión:

—Señores, si no hay nada más que tratar… —Los otros tres negaron con la cabeza—. Pues la próxima reunión, en mi apartamento de París. Ya saben: Rué Rene Corbin.

El jefe de partisanos recomendó:

—Salgamos de uno en uno en intervalos de diez minutos.

AL FINAL DEL BOSQUE, detrás de los troncos de los últimos abetos, a escasos metros de la hondonada que anunciaba una de las explotaciones mineras de Salsigne, se ocultaba una docena de hombres con puñal en mano. El jefe de aquella partida, el asturiano Cristino García Granda, había ordenado que nadie portase armas de fuego.

Colocaron la daga en los dientes y reptaron sobre la hierba aún húmeda de la lluviosa primavera. La luna plena en el cielo despejado de primeros de mayo les servía de aliada. «Sólo un mes desde la Conferencia Fundacional de nuestro ejército guerrillero en Toulouse —se decía Cristino mientras reptaba—, y ya somos quinientos».

Los partisanos rodearon la garita. Dentro, dos gendarmes jugaban una partida de naipes. No se habían percatado de la presencia en el exterior de los guerrilleros, quienes, tras una patada en la puerta, irrumpieron en la barraca. Saltaron sobre los guardias, les taparon la boca y los degollaron de un tajo rápido. La sangre saltó sobre la mesa y encharcó un rey de picas y un as de trébol. Les arrebataron las pistolas y los fusiles.

—¡Mierda! —exclamó Vitini—. No deberíamos haberlos matado sin que nos informasen dónde está la dina…

Un gesto de Cristino le hizo guardar silencio. Escucharon pasos. Era la patrulla de relevo.

Al cabo de medio minuto la puerta de la garita se abrió.

—Hora del rele…

Eran dos. Una mano agarró por la frente al que había hablado para inclinar su cuerpo hacia atrás, y la hoja de un puñal brilló en su cuello.

—¡Al suelo! —ordenó Cristino.

Los gendarmes obedecieron y la rodilla de un partisano se le clavó al guardia en los riñones.

—¿Cuántos sois? —preguntó Vitini.

No hubo respuesta.

La presión de la rodilla aumentó.

—Diez —gimió.

Les amordazaron y, requisándoles las armas, se lanzaron hacia el barracón en el que dormía el resto. Irrumpieron en él cegándoles con las linternas.

—¡Fuera de las camas! —gritó Cristino.

Los seis saltaron de los camastros y, en calzoncillos, se quedaron firmes ante ellos y también fueron amordazados. Después, tres guerrilleros rompieron el candado del armero, que guardaba cinco Mas-36 a estrenar, unidos a tres Lebel y diez Berthier, las antiguas armas largas de fuego de la infantería, retiradas en casi todas las unidades del ejército. El botín fue traslado al exterior y repartido entre los partisanos.

Ocho apresados y dos muertos, el polvorín de la mina ya se encontraba sin custodia. Rompieron la puerta del cobertizo y, lanzando el haz de luz hacia el interior, iluminó doce cajas llenas de cartuchos de dinamita y una de detonadores.

—Cu-cu-cu-cu-cu-cu…

El sonido emitido por Vitini iba retumbando en la ladera, entre el sotobosque y los matojos. De improviso, como fantasmas amamantados por la niebla, una hilera de hombres, mujeres y niños apareció detrás de los abetos. Los guerrilleros cargaron las arcas y las pasaron al primero de aquella columna nacida en el bosque. Una a una, a medida que corrían de mano en mano, las cajas se fueron perdiendo de vista en la frondosidad del macizo.

—¡Que venga François! —ordenó Cristino.

Un hombre con barba de una semana, enjuto y con pantalones y chaleco negro, se acercó. El guerrillero le exhortó:

—¡Atento! Luego te tocará enseñárselo a los tuyos.

Dicho esto, Cristino cogió seis cartuchos de dinamita y les enrolló una cuerda. Antes de anudarla con fuerza, introdujo entre ellos un detonador del que sobresalía un filamento, ambos de cobre. Apretó el nudo y el manojo se cerró. Amarró los extremos del filamento a un cable que ordenó desplegar a lo largo del monte, y colocó la dinamita sobre el depósito de gasolina del viejo camión que otros guerrilleros habían trasladado hasta la bocamina.

Mientras se alejaron más de cincuenta metros y se protegieron detrás de los troncos, el francés observó que algunos partisanos españoles habían colocado cargas en más puntos estratégicos: en el castillete, en el barracón de generadores, en los vestuarios, en los almacenes…

Cristino hizo un gesto a François para que se fijase en el siguiente paso. Entonces le mostró los dos filamentos del cable y los enrolló en torno a sendos bornes de una caja. El francés asintió. El guerrillero accionó una palanca y la corriente circuló por aquella artesanal pila de volta.

—Tres…, dos…, uno —contó el guerrillero asturiano.

El camión voló en pedazos. La mina quedó taponada por las piedras y la tierra desprendida de la ladera. A continuación la torre de extracción del pozo se derrumbó seguida de hierros y maderas que danzaron en el aire de la noche. Más explosiones. Una humareda negra se alzó hacia las estrellas sumergiendo la hondonada en una niebla intensa de polvo, carbón y metralla.

De inmediato se escucharon las palabras del jefe de aquella partida:

—¡Vámonos! —atronó la voz de Cristino—. Los nazis tendrán que abastecerse de carbón en otro lugar.

MAYO TAMBIÉN HABÍA LLEGADO a orillas del río Voljov. La estación del deshielo convertía los campos y bosques rusos en un cenagal atiborrado de mosquitos. Hasta el aire era más denso, repleto de partículas que transportaban el hedor de cuerpos en descomposición diseminados en la ribera y que se hacían visibles al desaparecer la nieve.

Trescientos camiones arribaron a las posiciones de la División Azul en Voljov. Transportaban seis mil soldados recién llegados desde España. Era el primer relevo, después de nueve meses en el frente ruso: el número exacto de reclutas para sustituir a los muertos, mutilados, prisioneros, heridos, enfermos, agotados y a los que ya habían caído en el abismo de la demencia sin posibilidades de regreso. Las batallas del lago limen y los dos choques con los rusos en Voljov no sólo les habían aportado decenas de medallas; también les mostraron que el optimismo del primer día se había tornado en una entelequia. Por si fuera poco, presentían que el tercer encuentro con el Ejército Rojo en el Voljov sería cuestión de días o incluso de horas.

Antonio, tu padre, y su compañero Marino veían formar a los reclutas delante de los vehículos siguiendo las órdenes trasmitidas a voces del recién ascendido a brigada, el camarada Ricardo, que había abrillantado con cera su Cruz de Hierro y la dirigía hacia el sol para que su luz reflejase y deslumbrase más.

—El niñato se está tomando en serio su nuevo papel —dijo Marino.

Tu padre contempló a Ricardo, mientras este se dirigía a los reclutas. Le había cogido aprecio a aquel muchacho, sin saber por qué. «Me recuerda tanto a Nico», se decía a veces. Pero en aquel momento tu padre quedó petrificado ante el joven brigada. Tenía los ojos enrojecidos, la mirada ida y el gesto abrupto, muy alejado del aspecto de aquel niñato que había recorrido los campos de prisioneros españoles en busca de voluntarios. Era evidente que la paranoia de la guerra se estaba instalando en él.

—Déjalo —contestó tu padre a Marino, y encendió un cigarro—. Tengo la sensación de que es el único que se ha creído esa palabrería de la revolución nacionalsindicalista de Falange.

—¿Te has fijado en los nuevos? —preguntó Marino, aceptando el cigarro que le ofrecía su compañero, y añadió—: No alzan ni veinte años.

—Son soldados de reemplazo —contestó tu padre, al tiempo que le tendía el encendedor de mecha.

—Está muy claro que a Franco se le terminaron los entusiastas y voluntariosos falangistas. Les es más cómodo quedarse en España matando rojos que venir a buscarlos hasta aquí.

Tu padre ojeó el reloj, y recordó a su compañero:

—Queda una hora para el relevo. Debemos aprovechar…

Mientras los dos se alejaban de la formación, se escuchó a su espalda el himno de los voluntarios en boca de los reclutas, capitaneados por el camarada Ricardo:

A la muerte, a la muerte,

con la División Azul te lanzarás,

portando sobre tu pecho

las cinco flechas en haz…

Las alambradas del campo de prisioneros soviéticos aparecieron al final del camino. El centinela de la Wehrmacht les saludó desde la torreta en la que lucía la esvástica. Como cada día desde que estaban allí acantonados, se arrimaron al cerco de espinas y orinaron dirigiendo el chorro hacia el interior. El guardia alemán, emitiendo una gran carcajada, les imitaba desde lo alto.

Lo que nunca sospechó nadie es que aquella era una maniobra de distracción. Mientras el soldado de la Wehrmacht se reía y les copiaba, ellos dejaban caer al suelo sendos paquetes desde el interior de sus abrigos. Después, con un empujón de sus botas, los introducían al interior por una rendija de la alambrada. Los bultos quedaban ocultos entre los hierbajos y el barro.

Más tarde, los soldados soviéticos prisioneros organizarían un partido de fútbol y el balón saldría de la línea del campo hacia los espinos. Solicitarían permiso para recogerlo. Los guardias accederían y cuando lo recogieran, ocultos entre sus ropajes, habría dos pequeños fardos repletos de comida y algún arma corta.

Marino y tu padre continuaron paseando por el sendero que lindaba con el campo. Al llegar al portón de acceso, encontraron a la mayor Julia Natalinova sentada en el suelo, de espaldas, a seis metros de la alambrada semioculta de la mirada de los soldados. Los nazis no le habían permitido conservar su uniforme de oficial del Ejército Rojo y habían vestido su desnutrido cuerpo como al resto de judíos, con la estrella de David cosida en la manga.

Los dos se acercaron a la empalizada.

—¿Qué sabemos? —preguntó tu progenitor en voz baja.

—Nada —respondió ella sin voltearse.

Si algún guardia contemplaba la escena, se imaginaría que estarían insultándola o riéndose de ella.

—Os hemos dejado comida, una Star del 9 largo y veinticinco cartuchos.

—Gracias, pero creemos que no precisaremos partisanos.

—No, mayor —respondió tajante tu padre—. Se hará a mi modo. Os ayudaremos a escapar y nos uniremos a nuestros exiliados. No queremos terminar en un campo de prisioneros soviético.

—Yo puedo interceder ante…

—Gracias, pero no. Atienda, tenemos dos litros de leche. No van en las bolsas pues las botellas se romperían.

La mayor se puso en pie y después de mirar en derredor, se dirigió hacia ellos con paso firme. Aquellos enormes ojos verdes resaltaban aún más con la cabeza afeitada, y tenían hechizados a los dos hombres. Aquella descendiente de sefardíes no sólo hablaba castellano, sino que además había combatido en España en las Brigadas Internacionales.

Natalinova llegó a la alambrada y los soldados se dispusieron a pasarle los recipientes de vidrio. De repente se oyó un disparo.

Un segundo después, tu padre, tendido en el suelo, sangraba por la comisura de los labios, y Marino, boca abajo, presentaba un tajo en la cabeza. La leche, derramada entre cristales rotos, humedecía el suelo teñido de rojo.

—¿Qué cojones está pasando aquí?

Era la voz del brigada, el camarada Ricardo, que se materializó de repente junto a los dos Waffen-SS que habían disparado al aire y derribado a Marino y a tu padre de sendos culatazos.

Cuadrándose ante Ricardo y su Cruz de Hierro, los alemanes le explicaron, en un alemán entreverado con español, que los habían sorprendido entregando botellas de leche a la judía.

—Es sefardí, camarada —gritó tu padre desde el suelo.

—¿Sefardí? —preguntó extrañado el brigada.

—Sí —afirmó Antonio Ardura, irguiéndose—. Descendiente de españoles expulsados por los Reyes Católicos.

Ricardo giró la cabeza hacia Julia Natalinova, que había clavado su mirada en él, y le preguntó:

—¿Es verdad eso?

La mujer asintió.

Ricardo se arrimó a los Waffen-SS, acercó su cara a la de ellos y gritó, como escupiendo:

—¡Un soldado español comparte su comida con quién le sale de los cojones! —Entonces extrajo una botella de coñac de su bolso, la destapó, dio un trago y añadió—: ¡Y también su bebida!

Pasó la botella por un hueco de la alambrada y se la tendió a Natalinova.

Después se giró hacia los atónitos Waffen-SS.

—¿Algún problema, soldados? —les preguntó.

Ambos negaron con la cabeza.

La mayor escondió la botella en su camisa y se alejó hacia el interior del campo y, ante el desconcierto de los Waffen-SS, el brigada ayudó a Marino a incorporarse.

Los tres divisionarios, con Marino en medio apoyado sobre los otros dos, se encaminaron en dirección al acantonamiento de la División Azul.

—Vaya, vaya, con ustedes dos. Así que una mujer tenía la culpa de que se alejasen todos los días del campamento —comentó Ricardo con una sonrisa, para rematar—: No lo podemos evitar: somos una raza de románticos… De conquistadores.

No respondieron. Aunque erradas, las palabras del camarada Ricardo evidenciaron que los tenía vigilados.