10
MIENTRAS TANTO
EN LA ANTESALA DEL DESPACHO del Presidente provisional de Francia, Charles de Gaulle, el general Leclerc consultó el reloj: las nueve en punto de la mañana. Dos horas llevaba esperando que lo recibiera su jefe. Aquello le recordaba el día en el que visitó a Bradley con el fin de solicitarle el permiso para avanzar y penetrar en París.
Golpeó el suelo con su bastón tres veces. Las miradas de los dos oficiales que recibían cables, redactaban informes o simplemente archivaban papeles se clavaron en él. «El león impaciente ha regresado por sus fueros», pensaron.
Leclerc se dirigió hacia un tresillo que rodeaba una mesa repleta de revistas. Se sentó y recogió una, abriéndola al azar. Los columnistas habían atiborrado sus páginas con la descripción de las hazañas de la II División Blindada en su entrada en París, seguidas minuto a minuto. La cerró y la depositó despacio encima del resto. No necesitaba leerla; él la había vivido y cada segundo de esa llegada seguía tatuado en su piel. Se reclinó y recostó el bastón sobre su pecho, entornando los párpados. Su mente se situó en las calles de la capital, las que había recorrido al alba: mendigos llenando los portales; los cuerpos escuálidos de los presos liberados de los campos de concentración o exterminio, esperando su extradición; paisanos paseando en bicicleta hacia las fábricas o talleres; cientos de soldados uniformados de la mano de chicas sonrientes, a las que les contaban aventuras de Narvik, del Tchad, de Koufra, de Bir-Hakeim… aunque nunca hubiesen combatido en esos escenarios.
De repente, la puerta del despacho de De Gaulle se abrió. El general Pierre Koenig, gobernador de París, salió acompañado de cuatro oficiales que portaban varios cartapacios. Leclerc se incorporó, apoyado en su bastón, y se dirigió al encuentro de su compañero de armas.
—¿Ha dicho si me recibirá hoy?
Koenig negó con la cabeza, le colocó la mano en el hombro y recomendó calmo:
—Deberías pensarlo, Philippe. Olvídate de la II División y acepta un puesto de gobernador en… La Picardía, Lorena, Marsella…
—Soy un soldado, Pierre. No puedo vivir sin las trincheras.
—Ahora prima la política y nos van a jubilar a todos. Se terminaron los Bir-Hakeim, los Ksar-Rhilane…
—No entiendo este cambio de De Gaulle. Él era otro soldado.
—Aún así, sigues siendo su hijo predilecto.
Nada más decir eso, el general Pierre Koenig ladeó la cabeza, sonrió y extrajo un libro de uno de las carpetas que portaba.
Se titulaba La epopeya de Leclerc en el Sahara y lo firmaba el general Ingold, lugarteniente del Patrón en Koufra. Lo abrió, y comenzó a buscar una página.
—Ah, aquí está —le dijo a Leclerc—. El preámbulo se lo escribió De Gaulle en Argel. Escucha cómo lo termina: «Hijos de Francia, soñad con ser un día otros Leclerc, leed este libro, aprended lo que vale una libre voluntad…».
El aludido golpeó el piso con el bastón. Negó con la cabeza y barruntó:
—No me sirven las lisonjas. Quiero el mando de mi división.
Guardando el libro, Koenig aventuró:
—Creo que De Gaulle ya ha tomado una decisión. Es mejor que te olvides de todo y aceptes un cargo.
—No. Seguiré esperando.
Los dos amigos se despidieron con un abrazo y Leclerc se volvió hacia el sofá. Miró de nuevo el reloj: las nueve y veinte minutos. Las palabras que hacía ya cinco años había dicho a su mujer, en los albores de una madrugada perdida en el inicio de una guerra que ahora agonizaba, regresaron de nuevo: «La espera será larga».
Se recostó de nuevo y su recuerdo se situó en su antiguo compañero de armas, en Ingold. Había escrito un libro alabando las batallas y escaramuzas en el Tchad, en Libia. Los enormes erg, el serir arenoso, los desmoches, los djebels elevándose tras las garas negruzcas… A la mente del Patrón regresó aquel pasado, sobre el que nunca transcurren las horas. Por último, se le presentó el porte mayestático de los tuaregs recorriendo los grandes espacios de la tierra vacía. Entonces, expulsó despacio el aire de los pulmones y se relajó. Sus latidos disminuyeron poco a poco y su bastón se inmovilizó. En la antesala del Presidente del Gobierno provisional de Francia, parecía estar convirtiéndose en piedra.
No tenía prisa, caminaba fuera del tiempo y del espacio.
—MI GENERAL, mi general…
—Parece que ha entrado en trance.
—Mi general —repitió el primer oficial, zarandeando el hombro de Leclerc, para añadir—: Despierte, mi general.
Leclerc alzó los párpados con parsimonia y su mente regresó de los orhourds, los macizos poderosos y picudos del Fezzan, a los hechizos de las calles de París y a los recovecos de los despachos dirigidos por burócratas uniformados que nunca combatieron.
—Su Excelencia le recibirá ahora.
El reloj de la pared marcaba las tres y media. El general se irguió, se estiró la guerrera, ajustó el quepis y avanzó hacia la puerta que le separaba de De Gaulle con paso firme. Era el hijo orgulloso que se dirigía a recibir, consciente, la reprimenda de su padre.
Un ujier abrió la doble hoja y anunció con voz potente:
—El general Philippe Leclerc, vizconde de Hauteclocque.
Charles de Gaulle lo recibió de espaldas —como siempre que presentía el inicio de una conversación desagradable—, con la mirada perdida en una ciudad en alerta, mientras el humo de su Gauloises ascendía en jeribeques, envolviéndole en un aura de puta que espera al cliente en un bistrot.
—A sus órdenes, Exce…
—Olvide las fórmulas, Leclerc —expresó De Gaulle sin voltearse—. Explíqueme por qué ha tomado los pasillos de la Presidencia de la República como si fueran su domicilio.
—Quiero de nuevo el mando de mi División y no abandonaré…
—¿Lo ve, Leclerc? —Se giró con violencia hacia él, clavándole la mirada—. Ha dicho: «mi División». No es su División, es la II División Blindada y pertenece a Francia. —Alzó la voz y añadió—: Desobedeció a Montgomery y entró en Túnez. Sus hombres, con su consentimeinto, robaron soldados a Giraud. No siguió las rutas marcadas por Patton en Normandía. Entró a París sin esperar a las divisiones de Gerow. Avanzó hacia Estrasburgo desoyendo las rutas marcadas por los Aliados. ¿Usted cree que esto es un juego?
—Hice lo que hice sabiendo que era lo mejor para el honor de la Francia Libre.
—¿«Honor de la Francia libre»? No me haga reír. ¿Se da usted cuenta de que cuando el general Von Choltiz estampó su firma en la rendición de París, lo hizo al lado de la suya y la de Henri Rol-Tanguy? Usted dio protagonismo a Rol, lo puso a nuestro nivel. Y a los comunistas no se les puede allanar el camino.
—Ellos también lucharon por la Francia Libre.
—La Francia Libre ya no existe. Sólo Francia, sin apellidos.
—Una lástima.
—¿Quiere de nuevo el mando?
—Sí, señor.
—Pues rectifique sus declaraciones.
—No puedo, señor. Mis palabras reflejan el sentimiento de miles de franceses que nos unimos desde el primer momento a las fuerzas de la Francia Libre.
—Los tiempos han cambiado, Leclerc —De Gaulle aplastó con violencia el cigarro en un cenicero de cerámica—. Para expulsar a los alemanes necesitamos a toda Francia, incluidos a los indeseables que nos persiguieron amparados por el régimen de Vichy.
—Combatí contra ellos en Libreville y contemplé cómo nos mataban sin dudar.
—¿Se olvida de que yo también luché contar ellos en Rabat?
—No me olvido. Simplemente se lo recuerdo, Excelencia. Como le recuerdo que De Lattre formó parte del tribunal que a usted y a mí nos condenó a muerte.
—Vaya, ha regresado su descaro.
Leclerc permaneció firme, con el bastón clavado en el suelo, sin pestañear antes las palabras de De Gaulle, que añadió, calmo:
—Rectifique y pida excusas a De Lattre y a todos los gobernadores militares exvichystas y tendrá la gloria de penetrar en Alemania.
—A ese precio, no.
—¿Y si se lo ordeno?
—Yo no obedezco órdenes…
—No empiece con la cantinela de las órdenes estúpidas. —De Gaulle regresó al ventanal, encendió otro cigarro y sentenció—: Es mi única oferta: discúlpese y entrará en Alemania con su División. En caso contrario, elija entre un despacho o la jubilación.
Transcurrieron unos segundos monstruosos: una década sin pan ni paciencia.
Los dos —padre e hijo— permanecían inamovibles. En esos momentos, más que nunca en su vida, De Gaulle se había transformado en una madura madame, con las piernas cruzadas, el pitillo en la boca, bebiendo un vino peleón en un bistrot sólo frecuentado por marineros errantes, mientras esperaba que las olas del mar le trajeran una botella con la respuesta de su pupilo escrita con sangre y modestia en un pergamino tricolor sin la Cruz de Lorena. Y la contestación llegó, a los oídos de la vieja puta, con tonada de combate:
—¿Berlín?
—Imposible. La capital es el trofeo de los soviéticos. Confórmese con Baviera.
—¿El Nido de Águila? ¿La Academia Militar de las Waffen-SS?
—Eso sólo depende de usted y de sus soldados, si es que son más rápidos que los yanquis.
—¿De cuánto tiempo dispongo para contestar?
—Veinticuatro horas. Ni una más.
Leclerc bajó la mirada, golpeó la punta del bastón con el pie, pero sólo una vez. Giró despacio hacia la puerta y, de espaldas a De Gaulle, se despidió:
—Regresaré mañana con la respuesta.
El Patrón no había dado dos pasos hacia la salida, cuando la voz de Charles de Gaulle lo detuvo:
—Quisiera que me aclarase una duda.
El general giró despacio, esperando que su jefe prosiguiese. De Gaulle se cruzó de brazos, mirando a los ojos de su pupilo y, con el aire del padre severo, continuó:
—Supongo que estará al corriente del fallido intento de ocupación del Valle de Arán por parte de los republicanos españoles.
—Algo he leído.
—Cuando se replegaron, di la orden de que los desarmasen. No podemos permitirnos tener otro frente abierto. —Leclerc asintió y su jefe continuó—: Lo curioso se encontraba en el modelo de las armas. No eran viejos fusiles franceses, sino moderno armamento ligero norteamericano y alemán. MP-44, MG, bazukas L…
—Curioso, en efecto —exclamó Leclerc apretando el extremo del bastón contra la madera barnizada del piso.
—Los servicios de contravigilancia norteamericanos e ingleses me han informado de que esas armas provenían de un intercambio de prisioneros. Al parecer, soldados de la II División Blindada canjeaban prisioneros por armas y las hacían llegar hasta los guerrilleros por rutas seguras.
—¿Han dado nombres o se limitan a calumniar? —preguntó Leclerc secamente.
—Según ellos, estaban implicados republicanos españoles y varios oficiales franceses, antiguos exbrigadistas internacionales. Creen que los cubría el coronel Joseph Puzt.
—Puzt nació, combatió y murió como un héroe. Su sueño siempre fue un mundo libre. Que no mancillen su memoria. —Y golpeando el suelo, cerró—: No se lo consentiré ni a los norteamericanos ni a los ingleses ni a usted, Excelencia.
—Nada más, Leclerc. Puede retirarse.
El general se volteó violentamente y, con zancadas certeras que habían olvidado el bastón, se dirigió hacia la salida.
—Lo último: ¿sabía usted algo de ese intercambio de prisioneros por armas?
El Patrón no detuvo su marcha ni se giró. Al alcanzar el quicio de la puerta y, con la mano en el pomo, contestó:
—Me parece que mi respuesta ya no tiene importancia.
En ese momento, la sangre de De Gaulle hirvió. Le hubiese gustado que Leclerc fuese en realidad su hijo, para colocarlo sobre sus rodillas y darle una azotaina.
La puerta se cerró de golpe.