10: Ce n’est qu’un au revoir

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CE N’EST QU’UN AU REVOIR

LA TRAVESÍA POR EL ATLÁNTICO en el Franconia duró diez días. Fue casi un viaje de recreo, excepto por el temor a cruzaros con submarinos alemanes y, sobre todo, cuando divisasteis las costas españolas de Cádiz y Huelva. En ese momento era fácil distinguir a los tres mil quinientos españoles de la 2.ª División. Todos os encontrabais en la cubierta de los buques y acorazados mirando al este, las palabras se habían exiliado de vuestras bocas. Cualquiera de los soldados franceses sabía lo que os ocurría. Era muy fácil leer vuestro pensamiento. ¡Cómo os hubiese gustado desembarcar en Palos de la Frontera y rememorar a la inversa la gesta de Colón, dirigiendo vuestros blindados hacia El Pardo!

—Franco es un insecto comparado con Hitler —exclamó Fábregas, partícipe del anhelo, y sentenció—: Primero derribemos las esvásticas y los fasces, y luego iremos a por los yugos y las flechas.

Los cánticos y toques de guitarra regresaron a la cubierta del Franconia, por lo que Fábregas añadió:

—Me alegra que os librarais del Síndrome del Sauce.

Vuestras miradas de desconcierto solicitaban una explicación.

—El sauce se alza más y más —dijo—, como si quisiera tocar el cielo. En un punto determinado, su crecimiento se detiene y se queda mudo e inmóvil, como anonadado ante lo que contempla. Eso es lo que os ocurrió al ver las costas de España.

Al décimo día, vuestro buque fondeó en la desembocadura del río Clyde, en la ensenada de Greenock del País de Gales. Leclerc ya se encontraba esperándoos delante del banderín con el dragón rojo galés. En cuanto lo identificasteis, los aplausos, palmas y silbidos, desde las barcazas que os acercaron a tierra, le saludaron. Era evidente que estaba más impaciente que nadie por pisar suelo francés y liberarlo de la bota nazi. Por eso le queríais y respetabais.

Después os embarcaron en un tren cuyas ventanas y locomotora lucían la bandera de la Francia Libre. Vuestra sorpresa llegó nada más ascender a los vagones: en sus asientos os esperaban paquetes de té, chocolatinas y cigarrillos ingleses. Sin preguntar, te apoderaste de todos los dulces que pudiste.

—Esta guerra comienza a gustarme —dijo Gitano al sentarse y recoger las cajetillas de John Player.

Pese que Inglaterra era el país menos devastado por la Luftwaffe, en el trayecto hasta Escocia comprobasteis el impacto de la guerra sobre aquellas tierras: el aspecto bucólico de sus condados había desaparecido, dejando el lugar a casas derruidas y escombros dispersados en las calles; incluso se mantenían focos de hierba quemada y tierra negruzca, cubiertos de cientos de cráteres provocados por las bombas de la Luftwaffe, sobre los que pastaban caballos y vacas, indiferentes a vuestro paso. Pero eso no impidió que, desde los andenes de cada estación que atravesabais, sus habitantes os saludaran y os obsequiaran con bizcochos horneados en sus viviendas. Era la primera vez que contemplabais esas muestras de entusiasmo y la población os vitoreaba, pero no sería la última.

Os bajasteis en la región de Hull y, durante tres meses, las montañas y colinas verdes, las largas playas de fina arena, las cristalinas y virginales aguas de los ríos y torrentes de Escocia, las ruinas de sus castillos y torres, las murallas derruidas de color cobrizo, junto a sus apasionados, alegres y hospitalarios vecinos se convirtieron en el oasis sobre el que reanudasteis los extenuantes entrenamientos y las clases teóricas.

—Señores, no malgasten munición sobre el frontal del tanque —explicaba en el aula el comandante norteamericano Baker, responsable de vuestra formación, ante el croquis de un Panzer Tiger despiezado—. Su capa de tungsteno lo hace infranqueable, incluso para un impacto del 75 de un Sherman. Cíñanse a sus puntos débiles —dijo, para dirigir su báculo hacia el plano y añadir—: Los flancos y sus cadenas.

Cada vez que Baker os indicaba algo del Tiger y su temible cañón del 88, te venía a la mente su hermano gemelo, el famoso Flak 88, que Hitler estrenó en la Guerra Civil española, pero preferías apartar aquella imagen de la cabeza y centrarte en el nuevo escenario de la misma guerra.

A veces entrenabais en condiciones extremas, como cuando os golpeaban los fortísimos vientos del norte que doblaban árboles y desprendían tejados, pero no dejaba de ser una rabieta de niño mal criado comparado con las tormentas de arena del desierto del Sáhara.

El clima había cambiado: el sol secando vuestros cuerpos había dejado paso a un cielo gris y encapotado; el aire se cargó de pesadez y la lluvia constante os señaló el tributo que había que pagar para que jamás desapareciera el verde de las colinas. Las heladas noches de los arenales se habían transformado en húmedas y cálidas, por lo que las charlas alrededor de la fogata fueron sustituidas por las visitas a los pubs.

—Compórtense —exhortaba el capitán Dronne en cada salida nocturna—. Cada uno de ustedes será embajador de su bandera, de su patria. Que los ingleses no se lleven una mala imagen.

Nadie en Hull, Leeds, York o Beverly tuvo motivo de queja de ninguno de vosotros. Cuidasteis vuestra indumentaria y algunos hasta se afeitaban dos veces al día para que ni la sombra de la barba quedara. Solíais frecuentar las tabernas, pero se bebía cerveza con moderación. Varias noches, en un pub del centro de York, el Jórvic, prestaron a Fábregas un contrabajo y se sumó al sonido de la trompeta de Campos. Dicen que el jazz te traslada hasta el Vieux Carré de Nueva Orleans, al lento transcurrir de las aguas del Mississippi, a los viejos barcos impulsados por una enorme rueda trasera, al majestuoso lago Pontehartrain, a la magia de sus calles, a los guiños pícaros de mujeres que te conducen a la perdición, al corazón y al alma de los desterrados. Pero vosotros cerrabais los ojos y el hechizo de Nueva Orleans se desvanecía frente a la diáspora, los lamentos del exilio, los refugiados, los prisioneros en los campos de exterminio, los muertos jalonando las tierras de España y las huestes desharrapadas del ejército de la II República, el único del mundo que nunca se rindió y que renacía en cada batalla contra el fascismo.

Jamás pudiste evitar que, ante aquellos sonidos, un nudo te atase la garganta o tu corazón se oprimiera y tu piel se erizase. Entendiste por qué los nazis la denominaban «música degenerada»: era la melodía de los expulsados, de los apátridas, de los perdedores; el ritmo de los nómadas y de los corsarios.

Los españoles gozabais de una aureola mítica entre aquellas hospitalarias gentes: veníais de la guerra en España, de derrotar a Rommel y caminabais hacia Francia para asaltar Alemania y librar la lucha final, todo ello sin perder la alegría. Eso era lo que interpretaban de vuestras canciones de la Guerra Civil o de los poemas recitados a golpe de guitarra por vuestro sargento jefe. No conocían el dicho patrio de que el canto no es síntoma de gozo sino máscara de penalidades.

Recordarás a grupos de inglesas esperándoos en los pubs al atardecer. Todas tenían los mofletes redondos, los ojos claros, la piel muy blanca y los cabellos dorados, lo que provocaba que contrastasen aún más con vuestros ojos y cabellos negros y vuestros rostros enjutos y morenos. Eran muy amables, pero, ante vuestras insinuaciones, la mayoría os apartaba con un «No, baby».

El que más éxito tenía entre ellas era Fábregas, no sólo por su calidad de juglar, sino también porque era el único que hablaba inglés a la perfección. A veces, hasta una docena de ellas se sentaba a su alrededor embobadas ante el sonido que sus ágiles dedos arrancaban a las cuerdas de la guitarra. Luego llegaba Larita II, e invitaba con cortesía a alguna a acompañarlo en un fandango.

—Su compás temerario es lo más parecido a la jota —aseguraba el maño cuando le preguntábamos por qué le gustaba ese baile.

Sustituisteis con palmas la ausencia de castañuelas, pero los versos octosílabos eran cosa de vuestro sargento jefe. Fue en aquel periodo cuando Fábregas comenzó a perfilar, junto a varios oficiales franceses, entre los que se encontraba el capitán Dupont, la letra y música del himno de vuestro regimiento del que deseaban fuese la base para la futura marcha de la II División Blindada. Las estrofas que más te gustaban eran aquellas que decían:

Après le Tchad, l’Angleterre et la France

le grand chemin qui mène vers Paris…

Cuando se corrió la voz de que había republicanos españoles enrolados en las fuerzas de la Francia Libre, compatriotas del exilio —económico y político— se acercaron hasta vuestro campamento. No sólo venían a saludaros y a hablar de la represión en España, también os traían noticias de cómo se estaba desarrollando la guerra en Europa. Al parecer, los alemanes esperaban la invasión aliada por el norte de Francia, pero desconocían en qué punto exacto se realizaría. En eso estaban igual que vosotros. De hecho, les sorprendió que mil tres cientos aviones Lancaster y Halifax hubieran descargado diez toneladas de bombas en el litoral francés, sobre las baterías de costa nazis. A eso se sumaba que los Aliados se encontraban a las puertas de Roma. Y tus pensamientos regresaron a Fran.

También os aportaron la información de que Inglaterra había formado el Royal Pioneer Corps con soldados republicanos españoles del exilio. Añadieron que la primera compañía había sido bautizada como «Spanish Company Number One» y que la componían los legionarios que después de Dunkerque se habían negado a sumarse a De Gaulle en Trentham-Park. Además os dieron otra buena nueva: esas compañías desembarcarían en Francia al mismo tiempo que vosotros.

Fue en esas tierras y en esos momentos, cuando Fábregas terminó de leer un libro que se compró en una librería perdida en York. For Whom the Bell Tolls, se titulaba.

—Te lo regalo, Bête, así vas aprendiendo inglés —dijo. Al notar tu gesto de extrañeza, continuó—: Habla de nuestra Guerra Civil y no creo que se publique en España hasta dentro de muchos años. Así que tendrás que leerlo en otro idioma.

En la contraportada, el rostro de su autor, un tal Ernest Hemingway. No sospechaste, en ese instante, que quedaba poco tiempo para que lo conocieras en persona.

FALTABAN DOS DÍAS para que finalizase el mes de junio de 1944 y os ordenaron formar para la última revisión de los norteamericanos. La realizaría el mismísimo general Patton. Os sentíais impacientes. Hacía varias semanas, desde el 6 de junio, que fuerzas norteamericanas habían desembarcado en Normandía y a vosotros no se os había tenido en cuenta, aunque se os dijese que vuestro estado era el de «alerta máxima».

Eran las diez de la mañana. El sol de Escocia se presentaba tímido en los cielos rodeado de nubes. Los cuatro mil doscientos vehículos de la división formaban diez hileras de casi un kilómetro cada una. Patton, acompañado de Leclerc, paseaba despacio entre los blindados, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, con andares y postura mayestáticos. «Parece un tuareg recorriendo las tierras vacías», te dijiste.

Cuando encaró el frente del Regimiento de Marcha del Tchad, apenas reparó en su jefe, el coronel Dio. Su mirada se clavó en el teniente coronel Joseph Puzt, a la vez que derivaba su ruta delante del III Batallón. Patton se acercó a un enhiesto Puzt y detuvo su paso. Sólo se vio al general mover los labios, gesticulando. Entonces, el teniente coronel giró su cabeza hacia vosotros y gritó:

—Sargento jefe Fábregas, acérquese.

—Ahora es cuando Patton ordena fusilarnos —murmuró Fábregas mientras se alejaba del «Santander», y vosotros apenas pudisteis contener una sonrisa.

Por la manera de volverse hacia el sargento jefe cada vez que uno de los otros dos hablaba, era evidente que lo habían requerido como traductor, pero la intriga se incrementaba en las filas de La Nueve. Sin moveros, por el rabillo del ojo, espiabais a Campos. Se encontraba rígido, estático, como si aquello no fuera con él. Al cabo de cinco minutos vuestro juglar regresó sonriendo al blindado y Patton continuó a grandes zancadas con su revista de reconocimiento.

Cuando todo terminó y ordenaron romper filas, muchos os abalanzasteis sobre Fábregas.

—Ha dicho: «Si creyeron que me habían engañado —explicó Fábregas, imitando la voz grave de Patton—, pueden darse por jodidos». Luego continuó: «Enrolaron los soldados robados a Giraud en la división de Leclerc. Pues yo ahora sumo toda la 2.ª División Blindada al Ejército norteamericano. Es como si me los hubiesen entregado a mí desde el primer momento». —Encendió un Gitanes y, antes de despedirse, añadió—: «Pero me gustan ustedes. Tienen agallas».

El general Agallas, como lo rebautizasteis, no sólo os había dado el visto bueno, también os integraba en el ejército que ya había desembarcado en el norte de Francia. Pero parecía que aquello era insuficiente. Cinco días más tarde sufristeis una nueva inspección, la del príncipe de Luxemburgo —de quien, dada su estampa, podía jurarse que lo más cerca que había estado de una batalla había sido al hojear las páginas de Guerra y Paz— y la del general Koenig, que os entregó las nuevas banderas de los regimientos, batallones y compañías, todas ellas con la Cruz de Lorena. La Nueve ya tenía su grímpola.

La impaciencia por embarcar hacia Normandía y uniros a los norteamericanos, ingleses, canadienses y neozelandeses os estaba carcomiendo. No veíais llegar la hora:

—¿Ahora quién queda por pasarnos revista? —bromeó Fábregas—: ¿La Virgen Purísima?

Fue el 20 de julio, mes y medio después del Día D, cuando os trasladaron de nuevo en tren hacia los puertos ingleses del sur. Toda la división, hombres y blindados, estabais dispuestos.

Llegó el día soñado, 30 de julio de 1944. La bandera con tres estrellas y la Cruz de Lorena ondeaba en la proa de los buques. Antes de embarcaros, decenas de fotógrafos que pululaban por los alrededores escupían sus focos sobre vosotros. En el momento de partir, el capitán Dronne pidió que retratasen a la compañía al completo, pero de los ciento cincuenta y seis soldados, sólo os prestasteis ochenta y dos. El resto temía que los franquistas los reconocieran y emprendieran represalias contra sus familias en España.

Las dársenas se encontraban repletas de franceses y españoles exiliados, que, junto a un numeroso grupo de ingleses, habían acudido a despediros. Desde la cubierta contemplabais a las mujeres secándose la cara con pañuelos, y a niños con el puño levantado. De repente, alguien desplegó una bandera de la II República española.

—¡Qué diferencia de cuando salimos de Alicante en el Stanbrook! —comentó el teniente Granell.

No dudaste de que, en aquel instante, Fábregas desempolvaría la guitarra y pondría letra y música al adiós, pero te equivocaste. Fue el capitán Dupont, jefe de la 11.ª, quien, enroscándose los extremos del mostacho, se despidió cantando en solitario con su voz de tenor:

Ce n’est qu’un au revoir, mes frères.

Le siguieron los suyos:

Ce n’est qu’un au revoir.

De inmediato os sumasteis los del III Batallón:

Qui, nous nous reverrons, mes frères.

Luego la totalidad del Regimiento de Marcha del Tchad desde la cubierta del Liberty Ship:

Ce n’est qu’un au revoir, mes frères.

Los navíos salieron del puerto de Southampton con la II División Blindada convertida en un impresionante coro.

Al poco tiempo, la bruma cubrió las costas de Inglaterra ocultándola y alejándola de vosotros. Los buques avanzaron rompiendo las olas.

Normandía aguardaba en el horizonte.