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BANDERA BLANCA
MIENTRAS PREPARABAS TU VIAJE a Carnot, los acontecimientos en el África Ecuatorial Francesa se precipitaban sin llegar aún a vosotros. Era viernes cuando noviembre de 1940 hizo su aparición bajo lluvias violentas y una temperatura de veintinueve grados. Aquel día, los integrantes del batallón colonial de Gabón no se despertaron a las cinco al toque de corneta. Media hora antes, una explosión a lo lejos los sacó de los camastros.
—Han entrado en nuestras líneas. Todo el mundo a sus puestos —gritó el comandante Decoux.
Los legionarios revisaron sus correajes, comprobando que las granadas de mano se encontrasen bien amarradas. Después empuñaron los fusiles y corrieron a ocupar las posiciones de defensa que mil veces habían ensayado. Aquella mañana, la bandera no se izó.
—Leclerc pensó que nos cogería desprevenidos, pero se equivocó —sentenció el comandante desde una de las torres de vigilancia, mirando por los prismáticos.
Más explosiones. El cuerpo expedicionario de vanguardia de Leclerc caía en el campo de minas oculto entre la densa vegetación de la tundra. De repente llegó el silencio. «Se retiran», se dijo el comandante. Pero una explosión cercana le impidió saborear la idea. Un proyectil enemigo había impactado contra una de las torres del campamento, derrumbándola.
—¡Mierda, tienen artillería! —aulló Decoux—. ¡Todos a cubierto!
—Por el impacto no parece artillería pesada. Debe tratarse de un proyectil del 75 —opinó uno de sus tenientes.
Tres nuevas explosiones en la selva produjeron más bajas en la vanguardia de Leclerc, pero, además, esta vez habían sonado cerca de las trincheras.
Los legionarios del batallón colonial no habían disparado sus armas. Les habían educado bien y no malgastaban municiones. Con el dedo en el gatillo, esperaban a que asomara alguien entre la vegetación.
Le siguió una media hora sin detonaciones, lo que indicaba que los soldados de choque de Leclerc habían abierto un corredor seguro. En cualquier momento se lanzarían sobre las trincheras y casamatas. La tensión crecía entre los hombres del batallón colonial.
Ahí estaban: un pelotón se lanzó sobre una de las esquinas de la línea defensiva que bordeaba el fuerte. Granadas y balas llovieron sobre ellos. Uno a uno, comenzaron a caer. Sólo dos llegaron con vida, bayoneta en mano, hasta la posición de la primera sección de los coloniales. Una ráfaga de balas los tumbó dentro de la zanja defensiva.
El sargento Torres se acercó a los caídos. Uno de ellos, un muchacho que alcanzaba con dificultad los veinte años, aún vivía. Torres le colocó la mano bajo la nuca y elevó un poco su cabeza del suelo.
—¿Quieres agua, chaval? —le preguntó en francés.
—No, maldito francés fascista —contestó el otro en castellano, y escupió.
—«¿Francés fascista?» —repitió Torres, sin salir de su asombro—. ¿Eres español?
—Claro que… ¿Tú también?
—¿Hay más de los nuestros con Leclerc?
—Sí, algunos que… combatimos a los nazis en…
—¡Médico para este soldado! —gritó el sargento y, mirando a los ojos del herido, añadió—: Muchacho, acabas de detener una matanza.
Torres salió de la trinchera y corrió al encuentro del sargento jefe Fábregas y del cabo García.
—Seguidme —les ordenó—. Hay que liberar a Campos y detener esta locura.
Los tres corrieron entonces entre las balas y el aguacero hacia el interior del fuerte. Su objetivo: el calabozo de tropa.
El cabo García, manipulando una palanqueta, arrancó el candado de la cadena que aprisionaba la puerta de la celda.
—Campos —dijo el sargento Torres—, tenías razón: hay españoles con la Francia Libre.
—¿Qué hacemos? —preguntó el sargento jefe Fábregas.
—Id a detener a los tenientes; si se resisten, los matáis. Luego explicáis lo que ocurre al resto de los soldados españoles e izáis bandera blanca.
—¿Y tú? —preguntó Fábregas.
—Yo me ocuparé del señorito del comandante.
Los tres mandos españoles de aquel batallón, jóvenes veteranos de una guerra perdida contra el fascismo en España y nada dispuestos a desaprovechar la revancha que les ofrecía la Historia, se apresuraron a cumplir las órdenes de su adjudant-chef.
Campos irrumpió con un fusil ametrallador en el despacho de Decoux, que, parapetado tras sacos de arena, oteaba el exterior con los prismáticos.
—¡Qué cojones…! —exclamó el francés, sin acabar la frase.
—Mi comandante, o iza la bandera blanca o queda detenido.
—Adjudant-chef, se lo advierto: esto es sedición y se castiga con la muerte. No sume al quebranto de su arresto mayor gravedad. Baje el arma. ¡Se lo ordeno! —gritó, y llevó rápidamente su mano a la cartuchera.
—Mi comandante, no lo haga.
—No va a mancillar un piojoso español el honor de mis raíces familiares —dijo, alzando la pistola.
—Se lo previne —sentenció Campos, y disparó una ráfaga.
El comandante se retorció mientras su pistola se estampaba contra el suelo y su sangre brotaba del pecho y la boca.
—Este ya es historia —susurró el sargento jefe Fábregas, entrando en ese momento.
—¿Y los tenientes? —preguntó Campos.
—Detenidos.
—¿Alguna resistencia más?
—Ninguna, los suboficiales son nativos y no quieren morir. Y, por supuesto, la tropa española está con nosotros.
—¿Izasteis la bandera?
—Incluso está limpia, la condenada.
Fábregas señaló el mástil donde hasta ese día había ondeado la tricolor para dejar paso a una sábana. Desde la ventana, Campos gritó:
—Coronel Leclerc, soy el adjudant-chef Miguel Campos. Pido un alto el fuego para que hablemos.
Los disparos de los dos bandos cesaron y la tundra se silenció.
—Vamos —ordenó Campos a Fábregas.
En cuatro zancadas alcanzaron la puerta del fuerte y la abrieron. Campos caminó despacio, seguido de Torres y Fábregas; el cabo García iba el último con un fusil ametrallador en bandolera, como protegiendo a los demás. Fábregas se situó a la derecha de Campos, y Torres a la izquierda.
A veinte metros de la puerta y cincuenta del primer arbusto, se detuvieron. El silencio se había apoderado de las trincheras, del fuerte y de la selva. La bandera blanca se sacudía mecida por el cálido y violento viento que presagiaba el reinicio del diluvio.
De pronto un todoterreno se interpuso entre los cuatro mandos y la selva. Cinco galones blancos: un coronel. Su figura les llamó la atención: botas de antílope y traje y gorra coloniales, muy desgastados. No era ningún señorito, sino un combatiente.
Descendió del vehículo y andando con dificultad apoyado en un bastón, se ubicó a diez pasos de Campos. Pero si su estampa sorprendía a los mandos del batallón colonial, al coronel tampoco le pasó inadvertida la imagen de aquellos hombres que le esperaban: camisa abierta, barba de meses y cabeza rapada. El sargento de la derecha del adjudant-chef incluso llevaba un arete dorado. «Dan miedo al miedo. Parecen salvajes», pensó Leclerc.
Frente a frente, los dos jefes de aquellos destacamentos se miraron a los ojos bajo la lluvia torrencial que había regresado y a la que se mostraban ajenos. Comprendieron que tenían algo en común: ambos habían borrado de sus diccionarios particulares la palabra miedo. Leclerc fue el primero en hablar. Tras presentarse, preguntó:
—¿Quiere plantearme las condiciones de su rendición?
—¿Rendición? —exclamó extrañado Campos—. No, coronel. Nosotros nunca nos rendimos.
—Entonces, ¿de qué quería parlamentar?
—De sumar nuestro batallón a la Francia Libre.
Leclerc sonrió y, apoyándose en su bastón, se acercó tres pasos hacia Campos. Se acarició el bigote.
—Contrato hasta echar a los nazis de la Francia ocupada —contestó.
—Hasta el fin de la guerra, coronel.
—Expulsar a los nazis de territorio francés es el final de la guerra.
—Nuestra guerra es contra el fascismo.
—Que así sea, adjudant-chef. Hasta ese final, entonces.
Se dieron la mano y gritos de «¡Viva la Francia Libre!» y «¡Viva la II República!», tanto en castellano como en francés, irrumpieron desde las trincheras y entre la espesura de la selva.
—Puede izar su bandera, mi coronel. —Campos señaló el mástil sobre el que ondeaba la sábana.
—Nuestra bandera, adjudant-chef —corrigió Leclerc, y se giró hacia el jeep para gritar—: Teniente Dronne, ordene traer la bandera de la Francia Libre.
—Tuguta —llamó el teniente girándose hacia la selva.
—¿Tuguta? —murmuró Campos extrañado.
Entonces, de entre la espesura de la tundra, un soldado moreno y bajito, con una trompeta y una bandera tricolor cruzada por la Cruz de Lorena, avanzó rápidamente hacia la puerta del fuerte. Al llegar a la altura de Campos, le dijo:
—A sus órdenes, mon adjudant-chef Soy el Turuta. Nací en Ciudad Real y también combatí contra el fascismo en España. Me llamo…
—Tuguta —exhortó de nuevo el teniente desde el jeep—, coloque la bandera de una puta vez.
El Turuta iba a iniciar la carrera hacia el mástil, cuando Campos ordenó al sargento jefe Fábregas:
—Entrégale una bandera de la II República y que la ice también. Nosotros, a partir de ahora, peleamos bajo dos banderas.
Leclerc sonrió.
—Veo que no es su costumbre solicitar permiso a sus superiores —comentó.
—Mi lema es «Ni Dios, ni amo».
El coronel meneó la cabeza y añadió:
—Extraño sitio para un anarquista.
—Extraño sitio para un aristócrata, mi coronel.
La incipiente tempestad se convirtió en testigo de la alianza de sangre firmada, en aquel instante, entre aquellos dos hombres.
—A propósito, adjudant-chef, ¿este Batallón de Marcha no tenía oficiales franceses?
—Ordené que se les encerrase, al seguir defendiendo al régimen de Vichy…
—Entiendo. ¿Quién estaba al mando?
—El comandante Decoux.
—Ah, Jaques Marie Decoux. El hijo del duque de Mena… Voy a hablar con él.
—Me parece que no será posible, mi coronel.
—Y eso, ¿por qué?
—Contrajo una extraña enfermedad y murió de repente.
—Una lástima. —Leclerc se giró de nuevo hacia el teniente Dronne y le ordenó—: Teniente, que los hombres entren al fuerte a guarecerse de la lluvia.
—¿Cuál es el siguiente paso, mi coronel? —preguntó Campos.
—Tomar el último foco de resistencia del África Ecuatorial Francesa: Libreville.
—Lo defienden franceses, mi coronel.
—Lo sé. —Leclerc tragó saliva, alzó su mirada al cielo y sentenció—: Será nuestra propia guerra civil.