4. Obras

Incluidas la mayoría en el género policíaco, se caracterizan por su originalidad, amenidad y sorpresas constantes. Pocas veces insiste en los motivos tétricos, sino que exhibe un delicioso optimismo, un humorismo suave y seductor, preconizando el bien y la virtud. Al final, se enaltece la inteligencia al servicio del bien y triunfa el orden.

El universo de sus personajes está formado por doncellas inocentes, burgueses honrados, ancianos indefensos, jóvenes inexpertos y policías competentes. La diferencia entre los héroes de Wallace y los de otros escritores es enorme: los policías de Wallace ya no son fríos investigadores, ni tampoco flemáticos razonadores de una matemática aplicada al crimen, sino hombres cordiales y hasta campechanos, que también cometen torpezas.

Wallace prescinde del hermetismo de A. C. Doyle y se dedica sólo al misterio. No deja que sus personajes se ahoguen en los espacios interiores, cargados de humo. Es más moderno e higiénico y coloca a sus criaturas en una meditación cómoda: sus mansiones victorianas disponen de teléfono y calefacción y sus habitantes pasean por los parques, hacen excursiones al campo, viajan fuera de Londres y prefieren los placeres mundanos a los martirios de los viejos castillos.

Nuestro autor crea con gran facilidad figuras interesantes en un mundo sumamente atractivo. Los temas se enlazan por medio de los episodios más singulares, con trucos asombrosos, en un ritmo vertiginoso. Todas sus obras son ingeniosas, con la intriga y el riesgo como ingredientes básicos y, aunque no repite personajes, sí abundan dos motivos: el del detective que resulta ser el verdadero delincuente y el de la mujer sospechosa que apila indicios de culpabilidad pero que es inocente y, además, imprescindible para el esclarecimiento del misterio.

Llamado el «Shakespeare del folletín» y «el Alejandro Dumas de los bajos fondos», Edgard Wallace dijo de sí mismo: «Soy un átomo que salió del barro espeso que se pega a los pies de los millones de hombres que luchan». En efecto, sus personajes, novedosos en el momento de la publicación de sus obras, se hacen habituales mucho más tarde: villanos muy villanos, rubias explosivas conduciendo deportivos, policías locales reacios a Scotland Yard, periodistas intrépidos, bellas heroínas en peligro, abogados y tutores corruptos, médicos que practican experimentos horribles, ladrones de guante blanco, gánsteres acosados, niñeras perversas, extranjeros diabólicos, asesinos psicópatas… Wallace se revela como un magnífico creador de caracteres, con la humanidad como rasgo dominante, pero sin descuidar su psicología.

Los complejos argumentos de Wallace se reducen al clásico triángulo villano-chica-héroe, con elementos que parecen elaborados a través de lo insólito: puertas de varias cerraduras, misteriosas velas dobladas, astros amenazadores, etc. Lo principal es su moderno planteamiento, un reto a la sagacidad del lector para que acierte las claves antes de que se las presenten: un juego en que el autor actúa con limpieza, sin trampas, sin violentar la narración, proporcionando pistas que, bien captadas por el lector, pueden revelarle el misterio desde el principio, aunque multiplicadas (las relevantes y las irrelevantes), para que la conclusión no deje de resultar sorprendente.

La acción de las novelas es, por otra parte, revolucionaria en su forma narrativa, con técnicas cinematográficas. Wallace publicó sus mejores obras en las primeras décadas del siglo XX y se anticipa y se revela como un gran maestro del ritmo narrativo y del cambio de escenario, dejando la secuencia interrumpida en el momento culmen.