XLIII
La historia continúa

Jack acudió a la comida del día siguiente, igual que Thalia, que tan importante papel había desempeñado y era la heroína pública del momento. El Inspector completó la historia en la sobremesa.

—Si hacen ustedes memoria, señores, recordarán que el nombre de Derrick Yale no comenzó a oírse hasta el primero de los asesinatos del Círculo Carmesí. Es cierto que se había establecido en una oficina de la ciudad, que había repartido folletos de propaganda y se había anunciado en la prensa como detective parapsicólogo, pero fueron muy pocos los casos que llegaron a sus manos: a él no le interesaban los casos, ciertamente, sino que se preparaba para un gran golpe. Fue después del primer asesinato, recuerden, cuando Derrick Yale fue empleado por un periódico que aspiraba a publicar un artículo sensacionalista, para que ejerciera sus dotes parapsicológicas en la captura del asesino.

»¿Quién podría conocer mejor que Yale el nombre del asesino y cómo se había cometido el asesinato? Ustedes recordarán que era capaz de reconstruir el crimen tocando el arma con que se había perpetrado. En consecuencia, se arrestó a un negro en el preciso lugar en que Derrick Yale había dicho que estaría. Claro que, cuando estos asuntos se hicieron públicos, la popularidad de Yale subió hasta las nubes. Era la situación que él buscaba. Sabía que a quien se encontrara amenazado por el Círculo Carmesí le sería imprescindible solicitar su ayuda, y eso es exactamente lo que sucedió.

»Al estar cerca de sus víctimas y ganar su confianza (pues Yale es un tipo de lo más convincente) podía aconsejarles pagar las peticiones del Círculo Carmesí y, si se negaban, los tenía a mano para perpetrar su asesinato fácilmente. Puede que Froyant no hubiera muerto y, desde luego no hubiera muerto a manos de Yale, de no ser porque, indignado por la pérdida de tanto dinero, inició diversas investigaciones por su cuenta. Partiendo de una hipótesis basada en una sospecha fiable, descubrió unas pistas que apuntaban a Yale y fue capaz de identificar a Lightman y a Yale como la misma persona. La noche de su muerte nos mandó llamar con la intención de comunicarnos sus hallazgos; prueba de que sentía bastante miedo es el hecho de que hubiera colocado a su alcance dos revólveres cargados, cuando es bien sabido que a Froyant le disgustaba mucho el empleo de armas de fuego.

»Recordarán también, si han leído ustedes los comunicados oficiales sobre el caso, que el comisario telefoneó a Froyant respondiendo a un recado telefónico que éste le había dejado anteriormente. Aquella llamada dio a Yale la oportunidad. Era el motivo de que Froyant nos hiciera salir de la estancia. Yo salí primero, sin imaginar siquiera que Yale se atrevería a hacer lo que hizo. Cuando pasamos a la otra habitación llevábamos puestos los gabanes y recuerdo con nitidez que Derrick Yale tenía la mano derecha metida en el bolsillo. En esa mano, señores —dijo de forma impresionante—, llevaba una manopla de motorista, y en esa mano sujetaba el cuchillo que truncó la vida de Froyant.

—Pero ¿por qué llevaba la manopla? —preguntó el Primer Ministro.

—A fin de que aquella mano, que yo había de ver inmediatamente después, no estuviera manchada de sangre. En el mismo instante en que le volví la espalda, le hundió el cuchillo exactamente en el corazón y Froyant debió de morir instantáneamente. Dejó la manopla sobre el escritorio, caminó hasta la puerta y fingió continuar una conversación con un hombre que ya estaba muerto.

»Yo sabía que había ocurrido así, pero carecía de pruebas. Él había mandado entrar a mi hija en la casa, que nosotros registramos inmediatamente para poder acusarla del crimen. Pero ella, muy prudentemente, no fue hasta más allá del jardín trasero del edificio, y luego, sospechando su ardid, regresó a casa. Pero me estoy anticipando a los hechos. Entre las personas a quienes tuvimos que proteger estaba James Beardmore, un especulador de tierras y hombre que conocía a todo tipo de personas de dentro y fuera de la ley. Aquel día esperaba la visita de Marl, a quien nunca había visto, y mencionó el nombre de éste a primera hora del día a su hijo, pero no a Derrick Yale. Cuando Marl llegó a la casa, la última persona del mundo que habría esperado ver era a su compañero de crímenes en la cárcel de Toulouse, el hombre a quien había traicionado y que fue condenado a muerte por su culpa.

»Derrick Yale se hallaba seguramente al final de un macizo de arbustos y a Marl le bastó verlo un instante para volverse en tren de inmediato, presuntamente en dirección a Londres, pero apeándose en realidad en la primera parada, preso del pánico y resuelto a matar a Lightman antes de que Lightman lo matara a él. Pero su valentía debió abandonarlo. No era lo que se dice un hombre valeroso, y en lugar de aquello escribió una carta a Yale y la introdujo por una ventana… Yale leyó la carta y la quemó a medias. No sabría decirles el contenido de la carta, salvo que si a él, a Marl, se le dejaba en paz, él dejaría en paz a Yale. Él no podía saber qué es lo que Yale hacía allí, naturalmente. Las palabras «pabellón B» se referían, sin duda, a un pabellón de la cárcel de Toulouse.

»Desde aquel momento, Marl fue un hombre abocado a la muerte. Estaba implicado, por su cuenta y riesgo, en un pequeño negocio de chantaje contra Brabazon, agente del Círculo Carmesí. Brabazon tuvo que notificar el peligro a Yale, quien, en su calidad de detective, visitaba el establecimiento adonde llegaban todas las comunicaciones dirigidas al Círculo Carmesí y, con el pretexto de ayudar a la justicia, las abría, enterándose así de su contenido, sin asumir la responsabilidad de ser el destinatario.

»Brabazon tenía la intención de largarse al día siguiente del asesinato de Marl, y con este objeto había saldado el total de la cuenta de éste y había dispuesto los preparativos para la huida. Naturalmente, al morir Marl las sospechas cayeron sobre él y, avisado por el Círculo Carmesí de que estaba en peligro, huyó a la casa junto al río que nosotros registramos.

El inspector Parr sonrió con regodeo.

—Cuando digo «nosotros registramos», quiero decir que fue Yale quien la registró. En otras palabras, él subió a la buhardilla donde sabía que estaba Brabazon y bajó notificándome que estaba desocupada.

—Hay un punto que me gustaría que usted nos aclarara… La cloroformización de Yale en su oficina —dijo el Primer Ministro.

—Eso fue ingenioso y me engañó, en un primer momento. Yale se puso las esposas, se ató y se cloroformizó a sí mismo, después de haber puesto el dinero en un sobre que dejó caer en el tobogán de las cartas… Un sobre en el que había escrito la dirección de su domicilio particular y que había franqueado. ¿Recuerda usted, señor —se dirigió al comisario—, que el cartero salió del edificio después de haber recogido la correspondencia del buzón, unos minutos después del atentado? Desgraciadamente para Yale, yo había introducido a Thalia en la habitación y la había encerrado en un armario, desde donde fue testigo de toda la comedia. Entonces ella se apoderó de la botella de cloroformo que él había dejado en un cajón de su despacho.

»La última víctima, el señor Raphael Willings —aquí Parr habló de manera muy clara y terminante—, debe su vida a que concibió una pasión malsana hacia mi hija. Ella forcejeaba con él cuando, al mirar por encima de su hombro, vio una mano salir de detrás de la cortina, empuñando la daga que fuera robada aquel mismo día por Yale, de nuevo en su calidad de detective. Iba dirigida al corazón del señor Willings, pero, haciendo un esfuerzo ímprobo, ella consiguió desplazarla, aunque no lo bastante para evitar el golpe. Yale, naturalmente, estaba cerca para descubrir el atentado (me imagino su enorme decepción al saber que su víctima no había muerto) y, por supuesto, no tuvo dificultades en cargar la culpa a madre…, quiero decir, a Thalia Drummond Parr.

»¡Consideren ustedes la astucia de sus operaciones! —añadió Parr con admiración—. Se había situado en la primera fila de los detectives privados, de manera que estaba en la mejor posición para recibir informes que resultaban enormemente valiosos para el Círculo Carmesí. Fue admitido, eventualmente y por sugerencia mía, en la jefatura de policía, donde tenía acceso a los más importantes documentos. Algunos no eran tan trascendentes como él creía, pero el que Yale, por estar allí, fuera el primero en examinar una fotografía de sí mismo tomada unos minutos antes de su frustrada ejecución, salvó la vida al señor Jack Beardmore.

»Y ahora, señores, ¿queda algún punto que ustedes quieran aclarar? Hay uno que aclararé, aunque probablemente no sea muy oscuro. Hace dos días le dije a Yale que generalmente los grandes criminales son descubiertos por errores ridículos. Yale tuvo la desfachatez de decirme que había llegado a la casa del señor Willings después de que éste se hubiera marchado, y que los sirvientes le habían dicho adónde habían ido Thalia y Willings. Esto solo habría bastado para condenarlo, pues no se había acercado a la mencionada casa desde aquella mañana, y estaba en la casita de campo desde una hora antes, al menos, de la llegada de los otros sirvientes.

—Lo que más me preocupa por el momento —dijo el Primer Ministro— es qué recompensa podemos dar a su hija, señor Parr. El ascenso de usted tiene una fácil solución, pues hay un puesto vacante de comisario auxiliar, pero no veo con claridad qué podemos hacer en obsequio a la señorita Drummond, aparte, sin duda, de entregarle la recompensa monetaria que le corresponde por su cooperación en la captura de este peligroso criminal.

Entonces se oyó una voz ronca. A Jack le sonó como si no fuera la suya propia, y el resto de los reunidos en torno a la mesa pareció tener la misma impresión.

—No es necesario preocuparse por la señorita Parr —prosiguió aquella extraña voz, que expresaba en alto los pensamientos de Jack—. Nos vamos a casar muy pronto.

Cuando el murmullo de las felicitaciones se hubo apaciguado, el inspector Parr se inclinó hacía su hija:

—No me lo habías contado —le dijo, en tono de reproche.

—No se lo había contado ni siquiera a él —dijo ella mirando a Jack con asombro.

—¿Quieres decir que no te ha pedido que te cases con él? —preguntó el padre, perplejo.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo—, y tampoco le he dicho que acepto, pero presentía que iba a pasar algo parecido.

* * *

Lightman, o Yale, como se le conocía mejor, fue un preso ejemplar. Su única queja contra las autoridades fue que no lo dejaran fumar cuando iba camino del cadalso.

—En Francia hacen mejor estas cosas —dijo al Gobernador—. La última vez que me ajusticiaron…

Yale le expresó al capellán el interés más efusivo por Thalia Drummond.

—Chicas así, ¡de mil, una! —dijo—. Supongo que se casará con el joven Beardmore… Es un hombre afortunado. Personalmente, me entusiasman muy poco las mujeres y a este hecho debo mi éxito en la vida. Pero si yo fuera hombre casadero, Thalia Drummond sería el tipo de mujer que yo buscaría.

Le gustaba el capellán, porque era hombre de gran humanidad y tenía una conversación amena sobre lugares, cosas y gentes, ya que Derrick Yale había visto la mayoría de los sitios encantadores del planeta.

Una mañana gris de marzo entró un hombre en su celda y le ató las manos.

Yale lo miró por encima del hombro.

—¿Ha oído usted hablar alguna vez del señor Pallion? Era un colega suyo.

El verdugo no respondió, pues estaba prohibido por una ordenanza discutir con el preso otro asunto que el de su disculpa, por lo que se veía obligado a hacer con él.

—Debería usted averiguar algo sobre Pallion —dijo Yale cuando se formó la comitiva—, y sacar una lección de su ejemplo. ¡No beba usted nunca! ¡La bebida fue mi ruina! ¡De no haber sido por la bebida no estaría yo aquí!

Esta pequeña ocurrencia lo tuvo entretenido todo el camino hasta el cadalso. Una vez allí, deslizaron el nudo corredizo en torno a su cuello, cubrieron su rostro con un paño blanco, y luego el verdugo retrocedió hasta una palanca de acero.

—Confío en que no se romperá la cuerda —dijo Derrick Yale.

Éste fue el último mensaje del Círculo Carmesí.