XLI
¿Quién es el Círculo Carmesí?

Yale no se molestó en averiguar más detalles de los que ya había leído y tomó un taxi para ir a su oficina, adonde no había ido desde hacía ya dos días.

La fuga de Thalia Drummond era una cuestión mucho más seria de lo que Parr parecía sospechar. ¡Parr! A Derrick Yale se le ocurrió un pensamiento terrible. ¡John Parr! Un hombre obstinado y con cara de mentecato…

¡Era inadmisible! Sacudió la cabeza, pero puso a funcionar su cerebro, con toda la resolución de que era capaz, en la tarea de ir recomponiendo, fragmento a fragmento, cada incidente en que el inspector Parr hubiera figurado, hasta que por fin dijo:

—¡Imposible! —murmuró de nuevo, mientras subía ensimismado las escaleras de su oficina, después de rechazar el ofrecimiento del botones para tomar el ascensor.

Lo primero que advirtió al abrir la puerta fue que el buzón estaba vacío. Era un buzón muy amplio, con un marbete[104] que disponía de un mecanismo diseñado de modo que ningún rufián pudiera echar mano desde fuera a cualquier cosa del interior. Aquella jaula de alambre llegaba casi hasta el suelo; las cartas que caían por la abertura de la puerta habían de pasar por unas hojas rotatorias de aluminio, lo cual lograba poner la carta fuera del alcance del ratero. ¡Y el buzón estaba vacío! No había ni una simple hoja de propaganda.

Cerró la puerta sigilosamente y entró en su despacho. No hizo más que dar un paso hacia el interior y se detuvo. Todos los cajones del escritorio estaban abiertos.

La pequeña caja de caudales, embutida en la pared junto a la chimenea y oculta a la vista por el revestimiento de la madera, había sido forzada. Miró debajo del escritorio. Había allí un pequeño compartimento que sólo un experto habría podido encontrar y que era donde Derrick Yale guardaba los documentos relacionados con el Círculo Carmesí más esenciales. No vio más que una tabla rota en el suelo y la señal del escoplo con que se había desclavado.

Permaneció bastante tiempo sentado en su sillón, mirando por la ventana. No tenía ninguna necesidad de preguntarse quién era el artífice. Podía adivinarlo. No obstante, hizo investigaciones superficiales y el chico del ascensor le proporcionó toda la información que él precisaba.

—Sí, señor, esta mañana ha estado su secretaria, esa señorita tan guapa. Llegó poco después de que se abrieran las oficinas. Estuvo aquí poco menos de una hora y luego se fue.

—¿Llevaba alguna bolsa?

—Sí, señor, un maletín —dijo el muchacho.

—Gracias —dijo Derrick Yale, y regresó a la jefatura para volcar en los flemáticos oídos del señor Parr una historia de cajones abiertos y documentos robados.

—Ahora voy a decirle a usted, señor Parr, una cosa que no le he dicho a nadie, ni siquiera al comisario —dijo Yale—. Todos pensamos que el Círculo Carmesí es una organización regida por un hombre. Yo conozco de cierto la cita de esta joven con un hombre que la inició en los misterios de la banda, sean éstos cuales fueren. Pero también sé que, en lugar de ser el jefe, ese enigmático caballero del automóvil obedece las órdenes, como todos los demás miembros, del verdadero centro de la organización…, ¡qué es Thalia Drummond!

—¡Santo Dios!

—¿Se preguntaba usted por qué la contraté como secretaria? Le dije que era porque creía que nos acercaría al Círculo Carmesí. Y yo tenía razón.

—Pero ¿por qué la despidió? —preguntó el otro rápidamente.

—Porque hizo algo muy grave que merecía el despido, y si no la hubiera destituido entonces, se habría dado cuenta de que yo la tenía en mi oficina con algún objeto. Al parecer pude ahorrarme esta molestia —sonrió—, pues su trabajo de esta mañana prueba que conocía mis actividades —su estrecho y demacrado rostro se ensombreció y luego dijo, casi con aspereza—: cuando haya usted contado esta noche su historia al primer ministro y a sus amigos, también yo tendré un cuentecito que contar, que seguramente lo va a asombrar.

—Nada de lo que usted diga me asombrará nunca.

El tercer sobresalto del día lo recibió Yale al volver a casa. La primera mitad de la sorpresa fue encontrarse con la ausencia de la criada. La mujer que había contratado no dormía en la casa, pero permanecía en ella hasta las nueve de la noche. Eran exactamente las seis cuando Derrick Yale entró y se encontró el lugar en tinieblas.

Dio la luz y se dio una vuelta por las habitaciones. Al parecer, la sala de estar era la única estancia que había sido allanada, pero en ella, cualquiera que fuera la persona intrusa (y podía adivinar su nombre), había efectuado una labor concienzuda y esmerada. No le era necesario ir en busca de la criada para descubrir lo que había sucedido. Ya suponía que había sido alejada de la casa para realizar un recado en su nombre. Y mientras la criada estaba ausente, Thalia Drummond había examinado a placer el contenido de su vivienda.

«¡Una jovencita muy inteligente!», pensó Yale sin resentimiento, pues sabía admirar el ingenio, incluso cuando se empleaba contra él. Ella no había perdido el tiempo. En doce horas se había evadido de la cárcel, había registrado su oficina y su casa y se había apoderado de documentos que tenían relación capital con el Círculo Carmesí.

Se vistió con parsimonia, preguntándose cuál sería su próxima actuación. Estaba seguro de lo que tenía que hacer. Antes de veinticuatro horas, el inspector Parr sería un hombre caído en desgracia. De un cajón de su cómoda sacó un revólver, lo contempló reflexivamente durante unos segundos y se lo metió en el bolsillo de atrás. La caza del Círculo Carmesí iba a tener un final sensacional y sorprendente, completamente imprevisto por los espectadores del trágico juego.

En el amplio vestíbulo de la casa del Primer Ministro se encontró con un visitante cuya razón para hallarse presente no lograba comprender. Jack Beardmore había sufrido ciertamente a causa de las acciones del Círculo Carmesí, pero también había tomado parte en los últimos incidentes.

—Supongo que se sentirá extrañado de encontrarme aquí, señor Yale —dijo Jack, mientras estrechaba la mano del otro—, pero no lo estará usted más que yo de ser invitado a una reunión de ministros.

Rió entre dientes.

—¿Quién lo ha invitado…? ¿Parr?

—Para ser exactos, el secretario del Primer Ministro.

Pero creo que Parr debe de haber tenido que ver algo con la invitación. ¿No se siente usted abrumado con esta compañía?

—No mucho —dijo Yale, dándole golpecitos en la espalda.

Un secretario particular de juvenil aspecto vino hasta ellos, apresurado, y los hizo pasar a un austero salón, donde una docena de hombres conversaban en dos grupos.

El Primer Ministro se adelantó para recibir al detective.

—El inspector Parr aún no ha llegado —dijo, mirando interrogativamente a Jack—. Supongo que este caballero es el señor Beardmore, ¿verdad? El inspector insistió en que usted estuviera presente. Supongo que podrá arrojar una luz sobre la muerte del pobre James Beardmore…, por cierto, el padre de usted era un gran amigo mío.

El inspector llegaba en ese momento. Vestía un traje de etiqueta que había conocido días mejores y un cuello bajo, al cual iba cosido un lazo con desaliño, ofreciendo una imagen incongruente en aquel ambiente elegante e intelectual. Tras él venía el comisario de entrecano bigote, que saludó con brusquedad a su subalterno y llamó a un lado al Primer Ministro.

Los dos se enfrascaron durante unos minutos en una conversación susurrante y luego el comisario se acercó adonde estaba Yale con Jack.

—¿Tiene usted alguna idea sobre la clase de conferencia con que nos va a obsequiar Parr? —dijo, con algo de impaciencia—. Me figuraba que iba a hacer una declaración a instancias del Gobierno, pero, por lo que me dice el Primer Ministro, fue Parr quien propuso hacer una exposición del caso del Círculo Carmesí. Espero que no haga el ridículo.

—No creo que lo haga, señor.

Era la voz tranquila de Jack la que había contestado y el comisario lo miró inquisitivamente hasta que Yale presentó al joven.

—Estoy de acuerdo con el señor Beardmore —dijo Derrick Yale—, y estoy muy lejos de creer que el señor Parr vaya a hacer el ridículo; es más, creo que va a arrojar luz a una serie de puntos oscuros y a enlazar acontecimientos aparentemente inconexos. Por mi parte, vengo dispuesto a completar ciertas lagunas que su informe pudiera tener.

La concurrencia tomó asiento y el Primer Ministro hizo señas al inspector Parr para que se adelantara.

—Si no le importa, señor, permaneceré donde estoy —dijo Parr—. No soy orador y preferiría contar esta historia como si estuviera hablando personalmente con alguno de ustedes.

Se aclaró la garganta con un carraspeo y comenzó a hablar. Al principio sus palabras eran indecisas y se interrumpía continuamente para encontrar la frase apropiada, pero a medida que iba entrando en materia fue hablando con mucha más fluidez y más lúcidamente.

—El Círculo Carmesí —comenzó— es un hombre llamado Lightman, un criminal que cometió varios asesinatos en Francia y fue condenado a muerte, pero se libró accidentalmente de ser ejecutado. Su nombre completo es Ferdinand Walter Lightman, y el día de su frustrada ejecución tenía veintitrés años y cuatro meses. Fue deportado a Cayena y se fugó de ese penal después de dar muerte a un carcelero. Se cree que huyó a Australia. Un hombre que respondía a su descripción, pero que se presentaba bajo otro nombre, estuvo trabajando para un almacenero de Melbourne durante dieciocho meses y después fue contratado por un colono llamado Macdonald durante dos años y cinco meses. Salió de Australia con prisas, pues la policía local había propagado una orden de detención contra él por intento de chantaje a su patrón.

»No hemos podido averiguar lo que sucedió después, hasta que apareció en Inglaterra un desconocido y misterioso chantajista que se llamaba a sí mismo el Círculo Carmesí y que mediante una meticulosa organización y un gran despliegue de paciencia y energía consiguió rodearse de un gran número de ayudantes que no se conocían entre sí. Su modus operandi —el inspector vaciló en esta expresión— consistía en buscar personas que ocuparan cargos de responsabilidad y que estuvieran apuradas de dinero o temieran persecución por algún delito cometido. Efectuaba las más escrupulosas averiguaciones antes de acercarse a su víctima, con la cual por fin se entrevistaba en un automóvil que conducía el Círculo Carmesí en persona. Generalmente el punto de encuentro era una plaza de Londres que brindara las ventajas de tener cuatro o cinco salidas y, además, estar mal iluminada. Probablemente ustedes, caballeros, se habrán dado cuenta de que los barrios residenciales de Londres tienen las calles peor alumbradas de la metrópoli.

»Otro tipo de soldado a quien el Círculo Carmesí estaba muy interesado en reclutar era el malhechor convicto. Por esa razón atrapó a Sibly, un exmarino especialmente corto de inteligencia, a quien ya se consideraba autor de un asesinato, el hombre apropiado para sus propósitos. Por motivos parecidos hizo caer en sus redes a Thalia Drummond —hizo una pausa—, ladrona y cómplice de ladrones. De igual manera encontró también al negro que asesinó al director de ferrocarriles. Utilizó para sus fines los servicios del banquero Brabazon y habría enrolado a Marl de no haber sido porque, desgraciadamente para éste, ambos habían estado implicados precisamente en el crimen por el cual Lightman estuvo a punto de morir ajusticiado. Fue aún más infortunado el lance de que Marl reconociera a Lightman cuando lo vio en Inglaterra y ésa fue la causa por la que accidentalmente suprimió a Marl, empleando el que quizás haya sido el método más ingenioso jamás usado por criminal alguno.

»Pueden ustedes comprenderlo perfectamente, señores —continuó; los otros escuchaban al hombrecillo con el corazón en un puño—. El Círculo Carmesí…

—¿Por qué se llama a sí mismo el Círculo Carmesí?

Fue Derrick Yale quien hizo la pregunta y durante un instante el inspector guardó silencio.

—Se llamaba a sí mismo el Círculo Carmesí porque ése era el nombre que le habían puesto sus compañeros de presidio: alrededor de su cuello había una señal roja de nacimiento…, ¡y le levantaré a usted la tapa de los sesos si hace el más mínimo movimiento!

La pesada pistola Webley[105] que Parr tenía en su mano apuntaba a Derrick Yale.

—¡Levante bien las manos! —dijo el inspector y luego, de repente, alargó el brazo y arrancó el alto cuello blanco que rodeaba la garganta de Yale.

Hubo un grito de asombro: un Círculo Carmesí, rojo como la sangre, cual si lo hubieran pintado manos humanas, rodeaba el cuello de Derrick Yale.