—En cuanto a lo que sucedió, aún he de averiguarlo —decía Derrick Yale a un silencioso pero atento inspector Parr—. Llegué a Onslow Gardens segundos después de que Willings se hubiera llevado a la muchacha. Los sirvientes de la casa se mostraron más bien contrarios a facilitar información, pero pronto descubrí que Willings la había llevado a su casita de campo. Es cosa que aún queda por averiguar si ella lo indujo a él o fue él quien la persuadió a ella. Probablemente él tendrá la impresión de que ella fue allí en contra de sus deseos. Siempre he tenido la sospecha de que Thalia Drummond era algo más que un elemento servil del Círculo Carmesí; como es natural, estaba inquieto y volé a Hatfield, pero llegué a la casa poco después de que ella se hubiera marchado. Se escapó en el coche de Willings, destrozando la verja de la entrada en route[100]; no cabe duda de que la chica tiene arrestos.
—¿Cómo está Willings?
—Se recuperará. La herida no es grave, pero lo más significativo es que el delito fue premeditado. Willings no echó de menos la daga con que se le hirió esta tarde hasta después de haber dejado a la joven sola en la armería, mientras él se ponía el abrigo. Él cree que usted la llevaba sujeta en el interior de su manguito[101], lo que es bastante probable, desde luego. No me ha proporcionado una declaración muy serena ni exhaustiva de los hechos que precedieron a la agresión.
—¡Humm! —dijo el inspector Parr—. ¿Qué clase de habitación era? Me refiero a la habitación donde casi… ocurrió aquello.
—Un elegante saloncito que comunica con lo que Willings denomina su estancia turca. Ésta es una maravillosa reproducción de un interior oriental y habrá sido escenario de sucesos más o menos depravados…, imagino. Willings no goza de la mejor de las reputaciones. Sólo una cortina lo separa del salón, y fue al pie de esta colgadura donde lo encontraron.
El señor Parr se hallaba tan absorto en sus meditaciones que su interlocutor llegó a temer que fuera a dormirse. Mas el inspector no estaba adormecido, sino bien despejado. Era consciente del suceso desalentador que, una vez más, cualesquiera que fueran los éxitos atribuidos a la investigación del último crimen del Círculo Carmesí, irían a parar a su compañero. Sin embargo no le envidiaba este honor.
De repente, expresó un sentimiento que no parecía en absoluto tener relación con el tema de que hablaban.
—Todos los grandes criminales se pierden por ligeros errores de cálculo —dijo, con voz de oráculo[102]. Yale sonrió.
—En este caso, el error de cálculo será, supongo, que no han rematado a nuestro amigo Willings… No es un hombre muy agradable y tengo la impresión de que sería precisamente al que menos habrían echado en falta todos los miembros del Consejo. Pero yo, por mi parte, me alegro mucho de que sus demonios no hayan podido acabar con él.
—No me refiero al señor Willings —dijo el inspector Parr, incorporándose con lentitud—, me estoy refiriendo a una pequeña y estúpida mentira que me ha contado un hombre que debiera haber mostrado más sentido común.
Y con esta enigmática expresión, el señor Parr se fue a darle la noticia a Jack Beardmore.
Era muy propio del inspector Parr que Jack fuera el primero en venirle al pensamiento al saber la noticia del arresto de Thalia. Apreciaba al muchacho mucho más de lo que éste hubiera podido suponer y sabía, aún mejor que Yale, qué grave pesadumbre sería la culpabilidad de Thalia para el hombre que la amaba.
Pero Jack había recibido ya el golpe. La noticia de la detención de la muchacha se había publicado en la sección de sucesos de las últimas ediciones y, cuando Parr llegó, su actitud era la de un hombre desolado.
—Thalia tiene que disponer de los mejores abogados que encuentre —dijo—. No sé si puedo confiar en usted, señor Parr, porque, probablemente, usted debe estar del lado contrario.
—Naturalmente —dijo el inspector—, pero en el fondo yo también siento algo de aprecio por Thalia Drummond.
—¿Usted? —exclamó, desconcertado—. Bueno, yo pensaba…
—Soy humano —dijo el inspector—. Para mí un delincuente es sólo un delincuente. No guardo resentimientos personales contra los hombres que he arrestado. Truland, el envenenador que envié a la horca, era uno de los individuos más agradables que he conocido y llegué a apreciarlo bastante, en cierto modo.
Jack se estremeció.
—No hable de envenenadores y de Thalia Drummond en el mismo tono —dijo, con aire destemplado—. ¿Cree usted que ella es el cerebro del Círculo Carmesí?
El señor Parr apretó sus carnosos labios.
—Si alguien viniera y me dijera que el arzobispo es el jefe de la banda, no sentiría la menor extrañeza, señor Beardmore. Cuando, con el tiempo, se aclare este punto del Círculo Carmesí, todos nos asombraremos. Comencé mis investigaciones dispuesto a creer que cualquiera podría ser Círculo Carmesí… usted, Marl, el comisario de policía, Derrick Yale, Thalia Drummond…, prácticamente cualquiera.
—¿Y sigue usted con esa opinión? —preguntó Jack, conteniendo una sonrisa—. Puestos a sospechar, señor Parr, usted mismo podría ser el malo de la obra.
El señor Parr no negó la posibilidad.
—Madre cree… —comenzó, y esta vez dio rienda suelta a su risa.
—Su abuela debe ser todo un personaje. ¿Tiene alguna opinión sobre el Círculo Carmesí?
El inspector asintió enérgicamente.
—Siempre la ha tenido, desde el primer crimen. Puso el dedo en la llaga, señor Beardmore. Siempre ha mostrado facilidad para esas cosas. He recibido mis mejores inspiraciones de ella; es más, todo lo… —y se detuvo.
A Jack le divertía aquello, pero también sentía cierta lástima.
Este hombre, tan mal dotado por la naturaleza para su trabajo, probablemente había escalado un alto puesto en la policía merced a una perseverancia borreguil, totalmente desprovista de imaginación. En todos los servicios hay hombres que han alcanzado puestos cercanos a la cima sin más mérito que su antigüedad. En aquellos instantes, cuando los cerebros más perspicaces se entregaban de lleno a la caza de aquella desconcertante organización, rozaba lo fantástico oír a este hombre rechoncho hablar solemnemente ¡de un consejo que le había dado su abuela!
—Tengo que volver a visitar a su tía.
—Desde que se ha marchado al campo —fue la réplica—, estoy completamente solo. Viene una mujer por las mañanas a hacer la limpieza, pero no hay allí nadie por las tardes… Ahora ya no me parece un hogar.
A Jack le relajaba aquella conversación sobre los problemas domésticos del señor Parr. Su misma intrascendencia era un sedante para su atribulado cerebro. Le pareció que una tarde pasada en compañía de la docta abuela del inspector podría incluso proporcionarle un poco de normalidad.
Parr derivó la conversación por derroteros más interesantes.
—La Drummond comparecerá mañana y será puesta bajo custodia —dijo.
—¿Hay alguna posibilidad de obtener la libertad provisional bajo fianza?
—No. Tendrá que ir a Holloway, pero eso no le hará mucho daño —dijo en un tono que a Jack le pareció despiadado—. Es una de las mejores prisiones del país, y quizás se alegre de este reposo.
—¿Por qué tuvo que ser Yale quien la detuviera? Tenía entendido que ese trabajo era competencia de usted…
—Yo le di instrucciones. Ahora tiene categoría de detective oficial y, puesto que había estado ocupado en el caso todo el día, pensé que era mejor dejarlo proseguir hasta el final.
Tal como había previsto el inspector, al día siguiente el tribunal se limitó a escuchar la evidencia de la detención y Thalia Drummond fue puesta bajo custodia.
La sala de justicia estaba repleta de personas y una muchedumbre, atraída por el carácter sensacionalista de la acusación, abarrotaba las calles próximas al juzgado.
El señor Willings no se encontraba lo suficientemente bien como para asistir, pero sí lo bastante para enviar su dimisión al Consejo. Así, hubo de responder a la sugerencia del Primer Ministro, contenida en una carta que había redactado en términos tan desagradables (y era célebre el áspero vocabulario del Primer Ministro), que hasta él, el invulnerable Willings, se sintió apesadumbrado.
Sucediera lo que sucediera, había perdido su honra para siempre; hasta los más acérrimos partidarios de su política se escandalizarían ante la declaración que tenía que hacer. Había llevado a la muchacha, que no dejaba de ser una desconocida, a su casa de campo, trató de forzar su voluntad y había recibido una puñalada. No era posible pintar aquella desagradable historia con tintes románticos y en lo más recóndito de su ser se tachó a sí mismo de estúpido.
Parr hizo una visita a la joven mientras estaba en la cárcel. Ella se negó a recibirlo en su celda e insistió en que la entrevista tuviera lugar en presencia de una carcelera. Sólo dio una explicación de su decisión cuando se sentaron juntos en la espaciosa y lúgubre sala de espera de la prisión, él a un extremo de la mesa y ella al otro.
—Tendrá que excusarme por no recibirlo en mi aposento, señor Parr, pero han sido tantos los jóvenes y prometedores agentes del Círculo Carmesí que han encontrado un fin prematuro entrevistándose con policías en sus celdas…
—El único que puedo recordar —dijo Parr, algo desquiciado— es Sibly.
—El cual fue un brillante ejemplo de indiscreción.
Thalia mostró sus blancos dientes en una sonrisa.
—Y ahora, ¿qué quiere de mí?
—Quiero que me cuente lo que sucedió desde que llamó a la puerta de Onslow Gardens.
Ella le ofreció una relación fiel y detallada de lo ocurrido aquella tarde.
—¿Cuándo notó la desaparición de la daga?
—Cuando curioseaba por la habitación, esperando a que Willings se pusiera el abrigo. ¿Cómo está Lotario?
—Está bien. Me temo que sanará…, quiero decir —se apresuró a rectificar— que me satisface poder decir que se recuperará. ¿Fue ésa la primera vez que Willings notó la ausencia de la daga?
Ella firmó con la cabeza.
—¿Llevaba usted manguito?
—Sí. ¿Se supone que en su interior estaba escondida el arma fatal?
—¿Llevaba usted el manguito en la mano cuando entró en la casa de Hatfield?
Ella lo pensó durante un momento.
—Sí —afirmó.
El inspector Parr se levantó.
—¿Recibe usted toda la comida que necesita?
—Sí: la de la cárcel —dijo ella con énfasis—. La comida de la cárcel me sienta muy bien, gracias, y no quiero que nadie, por misericordia dudosa, me envíe suculentos platos de fuera, como creo que se les permite a los presos que se hallan a la espera de juicio.
El inspector Parr se rascó la barbilla.
—Creo que es usted muy prudente —dijo.