XXXVI
El Círculo se reúne

El señor Raphael Willings era un producto de su época. A pesar de que apenas había sobrepasado los cuarenta, se había abierto paso hasta el escalafón ministerial gracias a la enorme fuerza de su carácter. Describirlo como un ministro popular significaría traspasar los umbrales de la realidad más allá de lo aceptable: no era popular, ni entre sus colegas ni entre el electorado, que desconfiaba de él, a pesar de reconocerle sus excepcionales dotes de orador parlamentario y de aclamarlo como el mejor en su género. En verdad, resultaba sorprendente que hubiera llegado a ocupar un cargo tan elevado, teniendo en cuenta las numerosas ocasiones en que había demostrado su capacidad para dejar a un lado la sinceridad.

No obstante, su número de acólitos[91] era considerable: se trataba de personas con una fe inamovible, cuyo voto solamente dependía de las instrucciones de Willings. Además, la mayoría parlamentaria que sostenía al Gobierno era demasiado débil como para permitirse excluir al sector de Willings.

Entre sus colegas no gozaba de buena reputación. No es necesario entrar en detalles acerca de las circunstancias que le habían granjeado una mala fama, pero sí que resultaba notorio el hecho de que había escapado por los pelos a una demanda de divorcio muy desfavorable. El desprestigio de Willings llegaba hasta tal punto, que en dos ocasiones la policía había efectuado redadas en el Club Merros y en otro local nocturno de moda, del cual el ministro era miembro y habitué[92], con ánimo de comprometer a este político, tan amante de la vida nocturna. La incursión había sido planeada por la esposa de uno de sus rivales, algo de lo que Willings estaba al corriente, como demostró el enconado ataque que inició uno de los periódicos propiedad de Willings contra el desafortunado esposo de aquella dama: una ofensiva tan furibunda que el infeliz ministro hubo de retirarse de la vida pública.

Willings era un hombre de constitución fuerte, con cierta inclinación a la obesidad y con incipiente calvicie, que, no obstante, no perjudicaba en absoluto su atractivo personal. Creía que su presentación a Thalia Drummond había sido una hábil maniobra por su parte y, de saber que ella había recibido instrucciones del Círculo Carmesí para que aquella presentación se llevara a cabo, sin duda hubiera quedado horrorizado. El Círculo Carmesí contaba con agentes procedentes de todos los ambientes y de todas las clases sociales: entre el centenar de personas que obedecía sus órdenes, había contables, al menos un director de ferrocarriles, un médico y tres chefs d’hotel. La organización les pagaba muy bien por unas tareas poco trabajosas. En algunas ocasiones, como en este caso, no tenían más que preparar la presentación entre dos personas, a las que el Círculo deseaba relacionar, pero las instrucciones les llegaban de la misma manera, en cada momento.

La organización de esta poderosa red era extraordinariamente concienzuda. El cerebro del Círculo Carmesí parecía contar con la misteriosa habilidad de olfatear la penuria y las calamidades casi tan pronto como sus desventuradas víctimas percibían la presencia de tan funestas desgracias. Iban siendo absorbidos uno por uno, sin conocer la identidad de los demás miembros de la banda e ignorando por completo la de su jefe. Él se había presentado ante ellos en los lugares y circunstancias más imprevisibles. Cada uno tenía una función propia que desempeñar y generalmente la parte que les tocaba a los diversos subordinados de la banda resultaba ridículamente simple y carente de importancia.

Unos pocos miembros del Círculo Carmesí, presos del pánico, habían acudido a la jefatura de policía para declarar y, gracias a ellos, se supo cuán simples eran algunas de las tareas que les encomendaba aquel misterioso personaje.

La mayoría de los miembros del Círculo Carmesí permanecía fiel a su desconocido jefe por el miedo a las trágicas consecuencias que conllevaba un acto de deslealtad. Esta cuestión constituía un tributo destacado a su sistema de espionaje. Y así, cuando el jefe hizo un llamamiento —el día en que Derrick Yale almorzó con el comisario— para convocar a todos los miembros del Círculo Carmesí a la celebración de su primera reunión y darles instrucciones más explícitas sobre la vestimenta que tenían que llevar y las medidas que habían de adoptar para no ser descubiertos por sus perseguidores, omitió a aquellos miembros dudosos o descontentos, como si hubiera podido leer sus pensamientos.

Para Thalia Drummond aquella reunión constituyó el recuerdo más vívido y conmovedor de su asociación con el Círculo Carmesí.

La ciudad de Londres cuenta con muchas iglesias antiguas, pero ninguna lo es tanto como la de Santa Inés, en Powder Hill. Había escapado a la devastación del Gran Incendio[93], sólo para verse asfixiada por la animada ciudad que había crecido a su alrededor. Encasillada entre altos almacenes, su achatado campanario no conseguía perfilarse en el cielo. La iglesia disponía de una congregación que podía contarse con los dedos de las dos manos, a pesar de lo cual mantenían a un vicario que predicaba meticulosamente una vez a la semana ante una comunidad con aspecto de recibir algún tipo de compensación por asistir a los oficios. En otro tiempo la iglesia estuvo rodeada por un cementerio, a la sombra de cuyos muros reposaban en paz los huesos de los feligreses, pero la avariciosa ciudad, resentida por semejante despilfarro de terreno edificable, publicó decretos que trasladaron aquellas osamentas a lugares menos insalubres y cubrieron aquella propiedad salpicada de criptas familiares con edificios de oficinas.

La entrada de la iglesia estaba al final de una callejuela que desembocaba en un pasaje lateral y las figuras que se escabullían por aquel trecho sin luces parecían confundirse con las puertas casi invisibles, en una oscuridad más densa que la misma noche.

La iglesia de Santa Inés fue el escenario elegido para que los servidores del Circulo Carmesí celebraran su primer y último encuentro.

De nuevo, la organización volvió a ser sobresaliente: cada miembro de la banda había recibido instrucciones explícitas que les indicaban el minuto exacto en que habían de llegar, una precaución destinada a evitar que dos de ellos pudieran llegar al mismo tiempo. Thalia Drummond sólo pudo hacer suposiciones sobre cómo habría conseguido las llaves de la iglesia y qué cuidadosas maniobras habría tenido que planear para que la llegada y la dispersión de la reunión coincidieran con los dos intervalos entre los dos períodos en que pasaba la ronda policial por la zona.

Thalia se introdujo en la callejuela puntualmente, subió los dos escalones que conducían hasta la puerta, que se abrió ante su llegada y se volvió a cerrar inmediatamente después de que entrara en el vestíbulo. No había luz alguna, salvo el tenue resplandor de la noche, que se filtraba a través de una vidriera.

—Siga en línea recta —le susurró una voz—. Tomará asiento al final del segundo banco de la derecha.

Había más gente en la iglesia, pero Thalia apenas podía distinguirlas: cada banco era ocupado por dos personas. Se trataba de una congregación silenciosa y fantasmal, cuyos miembros no hablaban entre sí. Finalmente, el hombre que la había recibido entró en la iglesia, se dirigió a las gradas del altar y tras sus primeras palabras Thalia supo que los servidores del Círculo Carmesí se hallaban en presencia de su jefe.

Su voz era baja, sorda y hueca; ella supuso que llevaba la misma capucha que cubría su cabeza la primera noche que se había reunido con él.

—Amigos míos —dijo, mientras Thalia escuchaba cada palabra con suma atención—, ha llegado la hora de disolver nuestra sociedad. Todos han leído mi oferta en los periódicos y, a este respecto, les interesará saber que pretendo distribuir entre todos aquellos que me han servido un veinte por ciento, al menos, del dinero que el Gobierno tendrá que entregarme. Si algunas personas están nerviosas por la posibilidad de que alguien venga a interrumpirnos, permítanme decirles que la ronda policial no vuelve a pasar por aquí hasta dentro de una hora y cuarto, y que es totalmente improbable que desde fuera se escuche el sonido de mis palabras.

Alzó ligeramente la voz y en ella se notaba cierto deje de dureza cuando continuó:

—Y para aquellos que alberguen la traición en sus corazones y piensen que un encuentro tan ampliamente anunciado pueda llevar a mi captura, permítanme aclararles que es imposible que yo sea detenido esta noche. Damas y caballeros, no voy a ocultarles que estamos en grave peligro. En dos ocasiones han salido a la luz hechos que habrían podido permitir a la policía descubrir mi identidad. Derrick Yale me sigue la pista y no puedo negar que es un motivo de ansiedad para mí, así como el inspector Parr… —hizo una pausa—, a quien tampoco hay que menospreciar. En este complicado momento no voy a dudar en pedirles un extraordinario esfuerzo de colaboración. Mañana recibirán órdenes operativas, preparadas con tal detalle que no habrá sitio para los malentendidos. Recuerden que corren el mismo peligro que yo —dijo más suavemente—, y que su recompensa será proporcional. Ahora salgan de la iglesia uno por uno, en intervalos de treinta segundos, empezando por los dos primeros de la derecha y continuando con los dos de la izquierda. ¡Vamos!

A intervalos, aquellas sombrías figuras se deslizaron a través de la nave y se desvanecieron por la puerta situada a la izquierda del púlpito.

El hombre que ocupaba la balaustrada del presbiterio esperó a que la iglesia estuviera vacía y, entonces, atravesó también la puerta que conducía al vestíbulo para salir al callejón.

Cerró la puerta exterior y se guardó la llave en el bolsillo. El reloj de la iglesia estaba dando la media cuando cogió un taxi en el que se dirigió al Oeste.

Thalia Drummond había salido un cuarto de hora antes y, ya en el taxi que la conducía al mismo confín de la ciudad, cambió su apariencia en un abrir y cerrar de ojos: se quitó el viejo impermeable negro que le llegaba hasta el cuello, así como el sombrero provisto de un grueso velo oscuro. Debajo llevaba una capa de delicado tisú que cubría un vestido de noche capaz de complacer a su, al parecer, exigente jefe.

Se quitó el sombrero y se arregló el pelo lo mejor que pudo y, cuando se bajó frente a la centelleante entrada del Club Merros y entregó un pequeño maletín al servicial portero, era la viva imagen de la hermosura más radiante.

Jack Beardmore era de la misma opinión. Estaba cenando con unos amigos, contra su voluntad, pues detestaba el aspecto nocturno de la vida, cuando la vio entrar y contempló, ceñudo y poseído por los celos, a su gallardo acompañante.

—¿Quién es él?

Uno de los compañeros de Jack miró con indiferencia a los recién llegados.

—No conozco a la dama —dijo—, pero él es Raphael Willings. Es un pez gordo del Gobierno.

Thalia Drummond había visto al joven antes de que él la viera a ella y no había podido evitar un suspiro para sus adentros. No prestó atención a la mitad de lo que dijo su acompañante, puesto que su mente se hallaba concentrada en otros asuntos y, sólo cuando llegó a sus oídos una frase familiar, volvió a prestarle atención al ministro.

—Espadas antiguas —dijo, sobresaltada—. Me han dicho que tiene usted una colección maravillosa, señor Willings.

—¿Le interesan? —dijo él sonriendo.

—Un poco; muchísimo, en realidad —dijo con torpeza; no era propio de Thalia vacilar al contestar a una pregunta.

—¿Podría invitarla uno de estos días a tomar el té para que las vea? —dijo Raphael Willings—. Uno no se encuentra todos los días con mujeres interesadas en estas cosas. ¿Mañana, quizás?

—Mañana no —dijo Thalia apresuradamente—. Puede que pasado mañana.

Él concertó la cita en ese mismo momento y la escribió ostentosamente en el puño de su camisa.

Thalia vio a Jack abandonar el club sin mirar una sola vez en dirección a ella y comenzó a sentirse absurdamente miserable por ello. Sentía tal deseo de hablar con el joven, que pedía con toda su alma que éste se acercara a su mesa.

El señor Willings insistió en llevarla a casa en su coche, hasta que ella pudo despedirse, por fin, con un suspiro de alivio. Aquel hombre no armonizaba en absoluto con su estado de ánimo de aquella noche.

Thalia había dejado a su admirador en la calle (él no tenía por qué ocultar su relación con ella). El bloque de viviendas de ella disponía de un pequeño antepatio y había que caminar unos doce pasos para llegar hasta una de las dos entradas, pero, incluso antes de haber despachado a su acompañante, Thalia se percató de que había un hombre esperándola en la oscuridad del patio.

Ella se quedó en la acera hasta que el coche de Willings se puso en marcha y después se dirigió lentamente hacia el hombre que la estaba aguardando. Éste habló durante un instante con una voz que apenas era un susurro y ella le contestó en el mismo tono.

La conversación fue muy breve. Al rato el hombre se dio la vuelta sin un solo gesto o palabra de despedida y se marchó apresuradamente, mientras la chica entraba en el portal.

Aquel hombre sabía que lo estaban siguiendo, aunque no daba muestras de ello. Había estado esperando diez minutos en la oscuridad del antepatio y desde allí había visto la sigilosa figura situada en la puerta de un comercio cerrado en la acera de enfrente. No obstante, no parecía dar importancia a que alguien le siguiera los pasos, aunque sabía que pronto lo alcanzaría e intentaría verle el rostro. Dobló la esquina y se introdujo en una callejuela iluminada por pocas farolas, muy distantes entre sí. Allí disminuyó el paso. Acto seguido, el espía lo alcanzó, escogiendo para abordarlo un lugar iluminado por una de las farolas. Agachó la cabeza para escudriñar el rostro del otro, cuando de repente la presa se volvió y se abalanzó sobre el perseguidor, cogiéndolo desprevenido. Antes de que pudiera gritar, una garra de acero atenazaba su garganta y fue lanzado semiinconsciente sobre el pavimento de piedra. Como por arte de magia, salieron tres hombres de la nada, se lanzaron sobre el postrado perseguidor y lo obligaron a ponerse en pie.

Él miró a su alrededor, aturdido y maltrecho, hasta que sus ojos se clavaron en el hombre al que tenía encargado vigilar.

—¡Dios mío! —jadeó—. ¡Yo lo conozco!

El otro sonrió.

—Nunca podrá usar esa información, amigo mío —dijo.