El día cuatro del mes había pasado y Derrick Yale seguía vivo. Comentó el asunto nada más entrar en el despacho que el inspector Parr y él ocupaban conjuntamente.
—A propósito —dijo—, me he quedado sin mi día de pesca.
Parr refunfuñó.
—Es mejor que se le haya estropeado su día de pesca a que lo perdamos de vista —dijo—. Estoy absolutamente convencido de que, si hubiera realizado ese viaje, no habría vuelto jamás.
Yale se echó a reír.
—Tiene usted una fe tremenda en el Círculo Carmesí y en su capacidad para mantener sus promesas.
—La tengo…, hasta cierto punto —dijo el inspector sin apartar la mirada de la carta que estaba escribiendo.
—Tengo entendido que Brabazon ha declarado ante la policía —dijo Yale, al rato.
—Sí —dijo el inspector—. No ha resultado muy informativa, pero ha sido una declaración al fin y al cabo. Ha admitido que durante una buena temporada estuvo cambiando el dinero que el Círculo Carmesí estafaba a sus víctimas, aunque mantiene que no era consciente de ello. También ha detallado su iniciación en el Círculo, tras la cual actuó como agente consciente.
—¿Va a acusarlo del asesinato de Marl?
El inspector Parr negó con la cabeza.
—No disponemos de pruebas suficientes para eso —dijo.
El inspector Parr secó la tinta de su carta, la dobló y la introdujo en un sobre.
—¿Qué ha descubierto en Francia? Hasta ahora no he tenido la oportunidad de hablar con usted sobre ello.
Parr se recostó en su silla, buscó su pipa y la encendió antes de responder.
—Casi tanto como lo que descubrió el pobre Froyant —dijo—. A decir verdad, seguí una línea de investigación muy próxima a la suya, relacionada principalmente con Marl y sus maldades. Ya sabe que formaba parte de una banda criminal en Francia, y que él y su compañero, Lightman (creo que ése era su nombre), fueron condenados a muerte. Lightman debería haber muerto ajusticiado, pero los verdugos hicieron una chapuza y fue enviado a la isla del Diablo, o a alguno de esos penales franceses, donde murió.
—Se escapó —dijo Yale tranquilamente.
—¡Diablos! —Parr alzó la vista—. Personalmente, estoy mucho más interesado en Marl que en Lightman.
—¿Habla usted francés, Parr? —inquirió Yale de repente.
—Con fluidez —replicó el otro, que volvió a levantar la mirada—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada en especial, simplemente me preguntaba cómo había llevado usted a cabo sus investigaciones.
—Hablo francés…, bastante bien —dijo Parr, que habría cambiado de tema de buena gana.
—Sí, Lightman se escapó —dijo Yale suavemente—. Me pregunto dónde estará ahora.
—Ésa es una pregunta que nunca me he molestado en hacerme —había cierto tono de impaciencia en la voz del inspector.
—Aparentemente, no es usted la única persona interesada en Marl. He visto una nota del joven Beardmore sobre su escritorio, en la que le dice que ha descubierto algunos papeles relativos al difunto Felix Marl. Su padre también realizó algunas investigaciones sobre ese hombre. Era de esperar en un hombre como James Beardmore, pues era muy cauteloso.
Yale informó al señor Parr de que iba a almorzar con el comisario y a Parr no le molestó en absoluto que lo hubieran excluido de la invitación. Tenía muchísimo trabajo en aquellos días, pues estaba seleccionando a los hombres que se convertirían en los guardaespaldas de los miembros del Gobierno y podía prescindir muy bien de tales compromisos, que solían aburrirlo invariablemente.
Además, se daba la circunstancia de que la presencia de Parr hubiera podido resultar harto embarazosa, pues Yale tenía que comunicar al comisario algo que no convenía que el inspector escuchara. Ya casi habían terminado de comer cuando Yale soltó la bomba, y su efecto fue tal que el comisario no tuvo más remedio que apoyarse sobre el respaldo de su silla, boquiabierto.
—¡Alguien de la jefatura de policía! —dijo, incrédulo—. ¡Eso es imposible, señor Yale!
Derrick Yale movió la cabeza de derecha a izquierda.
—Yo no tildaría nada de imposible, señor —dijo—. Además, ¿no le parece que todas las evidencias tienden a confirmar esa teoría? El Círculo Carmesí se anticipó a cada intento que realizamos para desbaratar sus planes. Por fuerza, el que mató a Sibly fue alguien que tenía acceso a su celda. ¿Quién pudo ser sino alguna autoridad de la jefatura? Tenga en consideración el caso de Froyant: había numerosos policías dentro y fuera de la casa y, aparentemente, nadie entró ni salió.
El comisario estaba más tranquilo ahora.
—Dejemos las cosas claras, señor Yale. ¿Está usted acusando a Parr?
Derrick Yale se echó a reír y negó con la cabeza.
—¿Qué? Por supuesto que no —dijo—. No me puedo imaginar a Parr con el más mínimo instinto criminal. Pero si considera detenidamente todo este asunto —Yale se inclinó sobre la mesa y bajó la voz—, y examina cada detalle de todos los crímenes cometidos por el Círculo Carmesí, no dejará de observar que en cada ocasión siempre había un representante de la autoridad rondando por la escena del crimen.
—¿Parr? —preguntó el comisario.
Yale se mordió el labio superior con aire pensativo.
—No quiero especular sobre Parr —dijo—. Más bien me inclino a pensar que es la víctima de algún subordinado suyo, en el cual confía. Comprenderá usted —continuó rápidamente— que yo no dudaría en acusar a Parr si mis descubrimientos fueran en esa dirección. Ni siquiera usted mismo, señor, quedaría libre de sospecha si me diera razones.
El comisario aparentaba sentirse incómodo.
—Puedo asegurarle que no sé nada del Círculo Carmesí —dijo bruscamente. Después, al reparar en lo absurdo de su protesta, se echó a reír.
—¿Quién es esa chica de allí? —dijo, señalando a una pareja que comía en un rincón del gran restaurante—. No deja de mirarlo.
—Aquella chica —dijo Derrick Yale, escogiendo cuidadosamente sus palabras—, es una señorita llamada Thalia Drummond, y su acompañante, o mucho me equivoco, o es el honorable Raphael Willings, uno de los miembros del Gobierno que ha sido amenazado por el Círculo Carmesí.
—¿Thalia Drummond? —el comisario dejó escapar un silbido—. ¿No es la joven que se vio envuelta en graves problemas hace tiempo? Era la secretaria de Froyant, ¿verdad?
El otro asintió.
—Para mí es un enigma —dijo Yale, moviendo la cabeza—, y su desfachatez constituye el misterio más grande. En este preciso momento se supone que debería estar en mi oficina contestando el teléfono y atendiendo la correspondencia que llegue.
—De modo que es su empleada, ¿eh? —preguntó el atónito comisario. Luego, con una leve risita, añadió—: Creo que estoy de acuerdo con usted en lo que respecta a su descaro, pero ¿qué hace una chica de esa clase relacionada con el señor Willings?
Derrick Yale no estaba en condiciones de dar una respuesta.
Aún seguía sentado frente al comisario cuando vio que la chica se levantaba y, seguida por su acompañante, atravesaba lentamente la sala. Para salir tuvo que pasar inevitablemente junto a la mesa de Yale y contestó a su mirada inquisitiva con una sonrisa y una leve inclinación, al tiempo que le decía algo, por encima del hombro, al caballero de mediana edad que la acompañaba.
—¿Qué le parece esto como muestra de desfachatez? —preguntó Derrick Yale.
—Creo que debería usted decirle algo a esa joven —fue el escueto comentario que salió de los labios del comisario.
Derrick Yale era una persona muy poco convencional, tanto en su modo de hablar como en su comportamiento, pero en esa ocasión no tuvo más remedio que usar un método tradicional para enfrentarse a la penosa situación.
La muchacha había conseguido llegar a la oficina unos minutos antes que él, y se estaba quitando el sombrero cuando Yale entró.
—Un momento, señorita Drummond —dijo—. Tengo que decirle unas palabras antes de que continúe con su trabajo. ¿Por qué se ausentó de la oficina durante el almuerzo? Le pedí de modo explícito que se quedara aquí.
—Y el señor Willings me rogó encarecidamente que fuera a comer con él —dijo Thalia, esbozando una sonrisa inocente—. Y, como es un miembro del Gobierno, estoy segura de que a usted no le hubiera gustado nada que yo me negara a ir.
—¿Cómo conoció al señor Willings?
Ella lo miró de arriba a bajo con aquella mirada fría e insolente que la caracterizaba.
—Hay muchas formas de conocer a un hombre —dijo—. Una puede anunciarse en las revistas especializadas en matrimonio, puede encontrarse con alguno de ellos en un parque, o puede ser presentada. Yo fui presentada al señor Willings.
—¿Cuándo?
—Anoche —dijo—, sobre las dos de la madrugada. A veces voy a bailar al Club Merros —explicó—. Es una diversión que a mi edad bien puede disculparse. Allí fuimos presentados.
Yale sacó algo de dinero de su cartera y lo dejó sobre la mesa.
—Aquí tiene el salario de esta semana, señorita Drummond —dijo sin acalorarse—. No precisaré de sus servicios a partir de esta tarde.
Thalia arqueó las cejas.
—¿No iba usted a reformarme? —preguntó con una seriedad que cogió desprevenido al detective. Luego se echó a reír.
—Usted se encuentra más allá de cualquier reforma posible. Hay muchas cosas que puedo disculpar y, si hubiera faltado una gran suma de dinero en la caja, yo se lo habría pasado por alto. Pero no puedo permitir que abandone mi oficina cuando le he dado instrucciones rotundas para que se quede en ella.
Ella cogió el dinero y lo contó.
—La cantidad exacta —dijo en tono socarrón—. Debe de ser usted escocés[90], señor Yale.
—Sólo hay una manera posible de reformarla, Thalia Drummond —su voz denotaba mucha seriedad, y parecía tener dificultades para encontrar las palabras adecuadas.
—¿Y cuál es, si puede saberse?
—Encontrar a un hombre que se case con usted. Y casi estoy dispuesto a hacer el experimento.
Thalia se sentó en el borde del escritorio, tratando de reprimir las carcajadas.
—Es usted tan divertido —dijo al fin—, y ahora veo que es un auténtico reformista —en ese momento Thalia era la solemnidad personificada—. Confiese, señor Yale, que me ve únicamente como a un experimento y que su afecto por mí no es muy superior al que yo siento por aquella moscarda vieja y decrépita que sube por la pared.
—No estoy enamorado de usted, si es eso a lo que se refiere.
—Efectivamente, me refería a algo parecido —dijo—. No; para ser sincera, creo que lo más adecuado es que acepte mi dimisión, que me lleve mi salario semanal y que le dé las gracias por haberme dado la oportunidad de conocer y servir a un genio tan brillante.
Yale terminó la conversación como si acabara de hacer una propuesta de negocios que hubiera sido rechazada y dijo algo acerca de escribir para ella una carta de referencia, dando así el asunto por finalizado. Volvió a entrar en su despacho sin siquiera concederle el honor de cerrar la puerta de golpe tras él.
A pesar de todo, su despido era un asunto grave para Thalia. Sólo podía significar dos cosas: o bien Yale albergaba serias sospechas sobre ella (y aquélla era la posibilidad más funesta), o bien se trataba de una estratagema, parte de un plan más complejo, encaminado a su ruina.
De camino a casa recordó su referencia a Johnson, de Mildred Street. Cabía la posibilidad de que tras esa alusión hubiera algo más que la revelación de que él estaba al corriente de su asociación con el Círculo Carmesí. Quizás se trataba de algo que él sabía y quería dejarle claro que él estaba al tanto.
Cuando llegó a su piso, había llegado una carta para ella, al igual que la noche anterior. El principal regente del Círculo Carmesí era un corresponsal asiduo en lo que a ella se refería. Una vez que estuvo sola en su habitación, rompió el sobre y sacó la carta.
«Ha actuado correctamente —decía la carta—. Ha cumplido usted mis instrucciones al pie de la letra. Su presentación ante Willings fue realizada correctamente y, como le prometí, no ha habido dificultades. Me interesan especialmente su postura y la verdadera actitud del Gobierno hacia mi propuesta. El vestido que llevaba usted en el almuerzo de hoy no era todo lo bueno que debiera. No escatime en asuntos de vestuario. Derrick Yale va a despedirla esta tarde, pero no se preocupe, ya no hay necesidad de que siga en esa oficina. Esta noche va usted a cenar con Willings. Es particularmente susceptible a los encantos femeninos. Si es posible, acepte la invitación para ir a su residencia. Tiene una colección de espadas antiguas de la que está muy orgulloso. De ese modo podrá observar la distribución de la casa».
Thalia miró dentro del sobre: había dos flamantes billetes de cien libras y, mientras los metía en su bolsito de mano, su rostro revelaba una gran seriedad.