XXXIV
Coacción a un Gobierno

Cuando llegaron a Londres, una noticia sensacional ocupaba los titulares de los principales periódicos vespertinos. El Círculo Carmesí había optado por un programa verdaderamente ambicioso. Brevemente, tal y como relataba un comunicado de prensa oficial, la historia era como sigue:

Aquella mañana todos los miembros del Gobierno habían recibido un documento mecanografiado, que no tenía dirección ni ninguna otra indicación sobre su origen que un Círculo Carmesí estampado en cada página. El documento decía:

«Todos los esfuerzos de sus servicios policiales, tanto públicos como privados, el genio del señor Derrick Yale y los laboriosos esfuerzos del inspector jefe Parr, han fallado a la hora de obligarnos a cesar en Nuestras actividades. La historia completa de Nuestros éxitos no es conocida. Por desgracia, ha sido Nuestro desagradable deber arrebatar la vida a algunas personas, no tanto por venganza como para que sirviera de saludable aviso a otros y, de este modo, esta mañana ha sido Nuestra infausta[85] obligación eliminar al señor Samuel Heggit, abogado, que fue contratado por el difunto Harvey Froyant para una determinada labor, en cuyo proceso vino a acercarse peligrosamente a Nuestra identidad. Afortunadamente para otros miembros de esa firma, realizó la tarea él solo. Encontrarán su cuerpo junto a la vía férrea que conecta Buxton y Marsden[86].

Puesto que la policía es incapaz de atraparnos y estamos en completo acuerdo con ciertas autoridades que Nos consideran la amenaza más importante que existe para la sociedad, Nosotros hemos decidido abandonar Nuestras actividades, a condición de que se Nos entregue un millón de libras esterlinas. El método por el que se realizará la transferencia del dinero será detallado más adelante. Esta suma tiene que ir acompañada de un indulto en blanco, para que, si las circunstancias lo requirieran o fuera desvelada Nuestra identidad, pudiéramos avalarnos mediante el citado documento.

La negativa a aceptar Nuestras condiciones conllevaría desagradables consecuencias. Enumeramos a continuación a doce eminentes miembros del Parlamento, que serán tomados como rehenes hasta que Nuestros deseos se vean debidamente cumplidos. Si al finalizar esta semana el Gobierno no ha aceptado Nuestras exigencias, uno de esos caballeros será eliminado».

La primera persona con la que se encontró Parr a su llegada a Whitehall[87] fue Derrick Yale y, por una vez, el famoso detective parecía preocupado.

—Temía que los acontecimientos se desarrollaran de esta forma —dijo—, y lo más curioso es que todo esto ha sucedido justo cuando pensaba que me encontraba en situación de echar el guante al jefe de la banda.

Yale tomó la mano de Parr entre las suyas y lo condujo a lo largo del lúgubre pasillo.

—Esta contingencia[88] me va a estropear el día de pesca —dijo, y entonces el inspector se acordó de algo que había olvidado.

—¡Pues claro! ¡Hoy es el día en que usted ha de morir! Pero supongo que está incluido usted en la amnistía general concedida por el Círculo Carmesí —dijo, sin más, y el otro se echó a reír.

—Antes de que empiece esta reunión, quiero decirle que estoy dispuesto a ponerme a su disposición sin reservas —dijo lentamente—. Y creo que debería usted saber, Parr, que la intención del Consejo de Ministros es concederme un nombramiento oficial en este momento y ponerme al cargo de las investigaciones. Me han sondeado al respecto y les he dado una negativa rotunda. Estoy convencido de que usted es el hombre adecuado para esta tarea y no prestaré servicio bajo ningún otro jefe.

—Gracias —dijo Parr secamente—, aunque es posible que el Consejo de Ministros tenga otro punto de vista.

La reunión del Consejo de Ministros se celebró en el despacho del Secretario de Estado. Todos aquellos que habían recibido el mensaje del Círculo Carmesí estuvieron presentes desde el primer momento, pero pasó algún tiempo antes de que se requiriera la presencia de los dos investigadores. Yale fue llamado primero y, un cuarto de hora más tarde, un conserje hizo señas al inspector.

El inspector Parr conocía de vista a la mayoría de los ilustres personajes reunidos allí y no sentía ninguna simpatía por ninguno de ellos, pues era del bando político opuesto. Sintió cierto aire de hostilidad nada más entrar en la gran sala y la fría inclinación con que el barbicano Primer Ministro respondió a su reverencia no hizo más que confirmar esa impresión.

—Señor Parr —dijo el Primer Ministro fríamente—, estamos tratando la cuestión del Círculo Carmesí, que, como ya habrá notado usted, casi se ha convertido en un problema de alcance nacional[89]. Su peligroso carácter se ha visto acentuado por el memorando que esta infame organización ha enviado a varios miembros del Gobierno, y de cuyo contenido habrá tenido usted noticias por los periódicos, no me cabe duda.

—Sí, señor —dijo el inspector.

—No voy a ocultarle que estamos profundamente insatisfechos con el curso que han seguido las investigaciones de usted. Aunque se le han concedido todas las facilidades posibles, a pesar de haberle proporcionado toda clase de poderes, incluyendo… —consultó un papel que tenía delante, pero Parr lo interrumpió.

—No me gustaría que detallara a los presentes los poderes que me fueron concedidos, señor Primer Ministro —dijo firmemente—, o cuáles son los privilegios particulares que me otorgó el Secretario de Estado.

Había tomado por sorpresa al Primer Ministro.

—Muy bien —dijo—. Entonces añadiré que, aunque ha contado con privilegios y oportunidades excepcionales y estaba presente cuando se cometieron algunos de los delitos, ha fracasado a la hora de llevar a ese criminal ante la justicia.

El inspector Parr asintió.

—Nuestra intención original era poner todo este asunto en las manos del señor Derrick Yale, que siguió con notable éxito la pista de dos de los asesinatos, aunque, sin embargo, no fuera capaz de llevar ante la justicia al principal culpable. Ahora bien, el señor Yale se niega a aceptar tal nombramiento a menos que usted esté al mando, y ha expresado amablemente su disposición para servir bajo sus órdenes. Nosotros estamos de acuerdo a este respecto. Tengo entendido que la dimisión de usted está en manos de los comisarios y ya ha sido formalmente admitida. Esta aceptación queda suspendida por el momento. Y recuerde esto, señor Parr —el Primer Ministro se inclinó hacia delante y, dándole a sus palabras un tono enfático y grave, dijo—: nos resulta totalmente imposible acceder a las exigencias del Círculo Carmesí; semejante actitud sería una negación de la ley y la total rendición de la autoridad. Confiamos en usted para que brinde a todos los miembros del Gobierno que han sido amenazados la protección a que tienen derecho como ciudadanos. Es su carrera la que está en juego.

El inspector, al ver que se le estaba despidiendo, se levantó lentamente.

—Aunque el Círculo Carmesí mantenga su palabra —dijo—, garantizo que ni un solo pelo de un miembro del Gobierno será tocado en Londres. Queda por ver si lograré capturar a la persona que se refiere a sí mismo como «el Círculo Carmesí».

—Supongo —dijo el Primer Ministro— que no cabe duda sobre el asesinato de ese desafortunado caballero, Heggitt.

Fue Derrick Yale el que contestó.

—No, señor. Su cuerpo fue encontrado a primera hora de la mañana. Anoche el señor Heggitt, que vivía en Marsden, salió en tren de Londres y el crimen se cometió durante el viaje, aparentemente.

—Es deplorable, deplorable —dijo el Primer Ministro, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Una terrible orgía de crimen y muerte, y parece que no vamos a ver el final pronto.

Cuando salieron de Whitehalle, Yale y su compañero se hallaron frente a una inmensa multitud que se había congregado allí, pues se había extendido la noticia de que iba a celebrarse una reunión para discutir los pormenores de aquella nueva y extraordinaria amenaza a la que se enfrentaba el Gobierno.

A Yale, que fue reconocido, lo vitoreó la gente, pero el inspector Parr pasó desapercibido entre la multitud… con gran alivio por su parte.

Sin duda alguna, el Círculo Carmesí era la sensación del momento: algunas de las pizarras de los periódicos vespertinos mostraban el disco encarnado que imitaba la famosa insignia de la banda y en todos los lugares de reunión se discutía la posibilidad de que cumpliera su amenaza.

Thalia Drummond levantó la vista cuando se jefe hizo su aparición. Tenía delante un periódico vespertino y, con la barbilla apoyada sobre las manos entrelazadas, leía cada línea, palabra por palabra.

Derrick Yale percibió su interés, así como su momentánea confusión, cuando ella plegó el periódico y lo dejó a un lado.

—Y bien, señorita Drummond, ¿qué piensa de esta última proeza?

—Es colosal —contestó ella—. Y, en algunos aspectos, admirable.

Yale la miró gravemente.

—He de confesar que no veo mucho que admirar —dijo.

Tiene usted una visión retorcida y extraña de las cosas.

—¿De verdad? —contestó ella, con descaro—. No tiene que olvidar, señor Yale, que tengo una mente extraña y retorcida.

Yale se detuvo en el umbral de su despacho y volvió la vista para someter a un largo e intenso escrutinio a la muchacha, que le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Creo que debería estar usted complacida al saber que el señor Johnson, de Mildred Street, no vaya a recibir más sus interesantes mensajes —dijo el detective.

Ella guardó silencio.

Yale volvió a entrar poco después.

—Probablemente traslade mi despacho a la jefatura de policía —dijo— y, como me parece que la atmósfera de ese lugar no es la más indicada para usted, creo que la dejaré aquí para que se haga cargo de mis asuntos ordinarios.

—¿Va a aceptar la responsabilidad de capturar al Círculo Carmesí? —preguntó ella con firmeza.

Él negó con la cabeza.

—El inspector Parr está al mando —dijo—. Pero voy a ayudarlo.

Ella no volvió a hacer ninguna referencia a su nueva tarea y el resto de la mañana transcurrió con labores rutinarias. Yale se marchó a comer y dijo que no iba a regresar en todo el día, dándole a la chica instrucciones sobre las cartas que deseaba responder.

Acababa de marcharse cuando sonó el teléfono y, al oír la voz al otro lado, casi se le cayó al suelo el auricular.

—Sí, soy yo —dijo—. Buenos días, señor Beardmore.

—¿Esta Yale? —preguntó Jack.

—Acaba de salir y no volverá hasta mañana. Si tiene algo importante que decirle, quizás yo pueda localizarlo —dijo ella, haciendo un gran esfuerzo para serenar su voz.

—No sé si es importante o no —dijo Jack—. Pero esta mañana estaba revisando los papeles de mi padre, una tarea muy desagradable, por cierto, y encontré un fajo de papeles relativos a Marl.

—¿A Marl? —preguntó ella lentamente.

—Sí; al parecer, mi pobre padre sabía mucho más sobre Marl de lo que nosotros pensábamos. Había estado en prisión, ¿lo sabía usted?

—Me lo podía haber imaginado.

—Mi padre siempre realizaba algunas averiguaciones sobre las personas con las que mantenía relaciones comerciales —continuó Jack—, y, aparentemente, recibió mucha información sobre el pasado de Marl de una agencia francesa de detectives. Parece que Marl fue un delincuente y me extraña que mi padre pudiera tener trato con él. Un documento muy curioso es un sobre que dice «fotografía de una ejecución». La agencia francesa lo mandó lacrado y yo creo que mi padre no llegó a abrirlo porque esas cosas le repugnaban.

—¿La ha abierto usted? —preguntó ella rápidamente.

—No —respondió él, sorprendido—. ¿Por qué se ha sobresaltado de ese modo?

—¿Podría hacerme un favor, Jack?

Era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre, y casi podía ver subir el rubor a las mejillas del joven.

—Claro, claro…, desde luego, Thalia, yo haría cualquier cosa por usted —dijo Jack, a duras penas.

—No abra ese sobre —dijo ella con pasión—. Guarde todos los papeles relativos a Marl en un lugar seguro. ¿Me lo promete?

—Se lo prometo —dijo—. ¡Vaya una petición más extraña!

—¿Se lo ha contado a alguien? —preguntó ella.

—Le he enviado una nota al inspector Parr.

Oyó la exclamación de disgusto de la joven.

—¿Me promete que no le dirá nada a nadie, especialmente de la fotografía?

—Claro que sí, Thalia —contestó—. Puedo enviárselo todo, si quiere.

—No, no haga eso —dijo ella, finalizando abruptamente la conversación.

Permaneció sentada durante unos minutos, respirando aceleradamente. A continuación se puso en pie, cerró la oficina y se marchó a comer.