El señor Parr no le resultó a Jack muy divertido como compañero de viaje. En efecto, había llevado consigo una pila de periódicos, en cada uno de los cuales leía religiosamente cuantos comentarios había acerca del Círculo Carmesí. Su anfitrión quedó asombrado al ver que aquel hombre tan flemático[83] parecía sentir placer leyendo los poco lisonjeros comentarios hacia su persona que llenaban los diarios. Jack no pudo evitar hacérselo notar.
El inspector depositó el periódico sobre sus rodillas y se quitó sus gafas de montura de acero.
—No lo sé —dijo—. Las críticas nunca han causado daño a nadie; un hombre sólo se irrita por esas historias cuando sabe que se ha equivocado. Y, como resulta que yo sé que tengo razón, no me importa en absoluto lo que puedan decir de mí.
—¿Piensa usted que tiene razón, en realidad? ¿En qué sentido? —preguntó Jack movido por la curiosidad. No obstante, Parr no parecía inclinado a ofrecer información alguna a este respecto.
Llegaron a la pequeña estación y recorrieron en coche las tres millas que separaban la vía férrea de la sombría mansión que había hecho las delicias de James Beardmore cuando vivía.
El mayordomo de Jack, que había llegado antes para ocuparse de todo lo concerniente a la comodidad de su señor, le entregó un telegrama al señor Parr apenas habían traspasado el umbral de la puerta.
Parr contempló primero el anverso del sobre y luego el reverso.
—¿Cuándo ha llegado esto?
—Hace unos cinco minutos. Un mensajero en bicicleta lo trajo del pueblo.
El inspector rasgó el sobre y extrajo el telegrama. Lo firmaba Derrick Yale, y rezaba así:
«Regrese a Londres inmediatamente. Acontecimiento muy importante».
Parr extendió el mensaje al joven sin mediar palabra.
—Entonces tendrá que marcharse, por supuesto. Es un auténtico fastidio. No hay un tren hasta las nueve en punto —dijo Jack, desilusionado ante la perspectiva de perder a su compañero.
—No pienso irme —dijo Parr, tranquilamente—. No hay nada en el mundo capaz de forzarme a hacer otro viaje en tren esta noche. Sea lo que sea, tendrá que esperar.
La actitud de Parr hacia sus obligaciones no acababa de encajar con la percepción que Jack tenía del carácter del inspector. A decir verdad, estaba secretamente decepcionado, aunque en el fondo también se encontraba complacido de poder compartir con el señor Parr su primera noche en la casa, cuyas estancias parecían contar con su propio fantasma particular.
Parr volvió a leer el telegrama.
—Debe haberlo enviado cuando aún no hacía ni media hora que partimos de la estación —dijo—. Hay teléfono aquí, ¿verdad?
Jack asintió y Parr fue a iniciar una conferencia a larga distancia. Pasó un cuarto de hora hasta que el tintineo de una campanilla anunció que podía empezar a hablar.
Jack oyó su voz desde el vestíbulo y, a continuación, vio llegar al detective.
—Como ya había imaginado —dijo—, el telegrama era falso. Acabo de hablar con el amigo Yale.
—Entonces, ¿ya había supuesto que el telegrama era falso?
El señor Parr asintió.
—Me estoy convirtiendo en un adivino casi tan bueno como el señor Yale —dijo el detective, de muy buen humor.
Pasó toda la tarde introduciendo al joven en los misterios del piquet, juego en el que Parr era un consumado maestro. Seguramente no hay ningún otro juego de cartas para dos jugadores más fascinante que éste y para Jack fue una velada tan grata que se sorprendió, cuando miró el reloj, al reparar en que era medianoche.
La habitación que se le asignó al inspector era la que había ocupado en vida James Beardmore. Se trataba de un dormitorio amplio y espacioso que contaba con tres grandes ventanales. De noche, al igual que el resto de la casa, se iluminaba mediante un sistema de acetileno[84] que James Beardmore había mandado instalar.
—Por cierto, ¿dónde va a dormir usted? —dijo, mientras se paraba en el umbral de su puerta, tras haberle deseado buenas noches.
—En la habitación contigua —dijo Jack.
Parr asintió, cerró la puerta tras él y echó el cerrojo.
Oyó cerrarse la puerta de Jack y comenzó a quitarse parte de su indumentaria. No hizo intento alguno de desnudarse, sino que sacó de su desvencijado maletín una vieja bata, se envolvió en ella, apagó la luz y se acercó a los ventanales para descorrer las cortinas.
La noche era bastante clara: la iluminación exterior le permitió regresar hasta la cama, en la que se tumbó, cubriéndose con la colcha. Existe un método (uno de los menos conocidos) por el que aquellas personas aquejadas de los casos más graves de insomnio pueden conciliar el sueño: consiste en tratar de mantener los ojos abiertos en la oscuridad.
El señor Parr sólo consiguió dormir poniéndose de lado y mirando fijamente el ventanal más cercano, que había dejado entreabierto.
Aún no había amanecido cuando se levantó repentinamente y, sin hacer ruido, se acerco de puntillas a la ventana más próxima. Había oído un débil rechinar, un sonido similar al que hacen los automóviles cuando se deslizan suavemente por el pavimento, al que había seguido un profundo silencio. Parr se dirigió al lavabo y se lavó la cara con agua fría, secándosela después con calma. A continuación regresó a la ventana, acercó una silla y se sentó allí para poder abarcar en su totalidad la avenida que conducía a la casa.
Tuvo que esperar casi media hora para ver una oscura silueta que emergía furtivamente de las sombras de los árboles para volver a desaparecer de nuevo en la penumbra más densa. Volvió a vislumbrarla en el instante en que aquella figura escapó de su campo visual para introducirse en la sombra que proyectaba la casa. El inspector salió de su habitación sin hacer ruido y, tras cruzar el descansillo, bajó las escaleras. La puerta principal de la casa tenía echados varios cerrojos y pasó algún tiempo antes de que Parr pudiera abrirla. Cuando salió, en medio de la noche, no había nadie a la vista.
El inspector se deslizó sigilosamente a lo largo del sendero que corría paralelo a la casa, sin hallar intruso alguno. Se encontraba de nuevo en la entrada principal cuando escuchó el sonido de un motor que se desvanecía gradualmente: el visitante nocturno se marchaba. Parr volvió a cerrar la puerta principal, echó todos los cerrojos y regresó a su dormitorio. Aquella visita lo desconcertaba: estaba claro que aquel hombre, quienquiera que fuera, no había visto al señor Parr ni tampoco había sido consciente de que lo estaban observando. El visitante debió marcharse poco después de llegar.
El misterio de la visita no se desveló hasta que Parr bajó a desayunar a la mañana siguiente. Jack estaba de pie frente a la chimenea, leyendo un papel arrugado que parecía haber sido arrancado del lugar en que lo habían pegado. Su tamaño era similar al de un pequeño cartel, escrito a mano con caracteres de imprenta. Antes de saber su contenido, Parr supo que se trataba de un mensaje del Círculo Carmesí.
—¿Qué piensa de esto? —preguntó Jack, volviéndose ante la llegada del detective—. Hemos encontrado una docena de estos carteles pegados o clavados en los árboles de la avenida, ¡y éste estaba pegado bajo mi ventana!
El detective leyó:
«La deuda de su padre aún no nos ha sido pagada. La consideraremos abonada si persuade a sus amigos Yale y Parr de que cesen en sus actividades».
Debajo, escrito en caracteres más pequeños, evidentemente añadidos después, se leía lo siguiente:
«No haremos más demandas a particulares».
—De modo que estaba pegando carteles —dijo Parr, de manera abstraída—. Ya me extrañaba a mí que llegara y se fuera tan pronto.
—¿Lo vio usted? —preguntó Jack sorprendido.
—Solo alcancé a verlo fugazmente. Yo sabía que iba a aparecer, desde luego, pero esperaba consecuencias más sorprendentes —dijo el detective.
Parr desayunó sin decir palabra, salvo para contestar sucintamente a las preguntas que Jack le formulaba. Y durante el paseo que los dos dieron posteriormente por el prado, expresó lo siguiente:
—Me pregunto si saben el gran aprecio que le tiene usted a Thalia Drummond.
Jack se sofocó.
—¿Por qué me pregunta eso? —dijo, con un ápice de ansiedad—. No estará sugiriendo que pueden vengarse en Thalia, ¿verdad?
—Si eso les sirviera para sus propósitos, liquidarían a Thalia con la misma facilidad con la que yo hago esto —el inspector chasqueó los dedos.
El inspector Parr dio por terminada la conversación al detenerse y volver sobre sus pasos.
—Ya es suficiente —dijo.
—Pensaba que quería llegar hasta la puerta de la estación…, por el camino que recorrió Marl hasta la casa aquella mañana.
Parr negó con la cabeza.
—No, simplemente quería estar seguro del camino que siguió para aproximarse a la casa. ¿Podría mostrarme el lugar en que tan repentinamente se sintió indispuesto?
—Claro que sí —dijo Jack de buena gana, pero preguntándose las razones de todo aquello—. Fue mucho más cerca de la casa; en rigor, puedo mostrarle el lugar exacto, pues precisamente recuerdo que tropezó, se salió del sendero y pisó un rosal joven. Aquélla es la planta…, o la que el jardinero puso en su lugar.
Jack señaló el rosal y Parr asintió varias veces con su gran cabeza.
—Esto es muy importante —dijo, y se aproximó hasta el lugar en que el rosal había sido pisoteado—. Sabía que estaba mintiendo —dijo para sí mismo, más bien—. No se puede ver la terraza desde aquí. Marl me contó que vio a su padre en la terraza en el mismo momento en que sufrió su pequeña crisis, y mi primera impresión fue que la visión de su padre había sido la causa de su terror.
Parr le dio a Jack algunos detalles de la conversación que había tenido con Marl antes de su muerte.
—Yo podría haber corregido eso —dijo Jack—. Mi padre pasó toda la mañana en la biblioteca y no salió hasta que no comenzamos a subir las escaleras que conducen a la terraza.
Parr, cuaderno de notas en mano, dibujaba un tosco boceto. A su izquierda tenía el sólido edificio de Sedgwood House; justo enfrente de él se hallaban los jardines, rodeados de una ligera valla de metal para evitar que el ganado pudiera acceder a las flores. Esta cerca terminaba en la puerta que Marl tuvo que atravesar. A la derecha había una agrupación de arbustos, en cuyo centro destacaban los llamativos colores de una sombrilla de jardín.
—A mi padre le gustaba mucho ese conjunto de matorrales —explicó Jack—. Soplan vientos fuertes por aquí, incluso en los días más calurosos, y uno puede refugiarse en ese seto. Papá solía pasarse muchas horas leyendo allí.
Parr giraba lentamente sobre sus talones, apuntando cada detalle que veía. Finalmente asintió.
—Creo que ya he visto todo lo que había que ver —dijo.
Cuando estaban regresando a la casa, Parr retomó el tema de los carteles. Para sorpresa de Jack, dijo:
—Es el único movimiento en falso que ha dado el Círculo Carmesí, y creo que se trata de una ocurrencia tardía. Juraría que no era ésa su intención original.
Se sentó sobre los escalones de la terraza y contempló el paisaje. Jack no pudo evitar pensar en que nunca se había topado con una figura tan poco estimulante como el señor Parr: de algún modo, su baja estatura, su redondez y su plácido rostro no se correspondían con la concepción que tenía Jack de un sagaz investigador policial.
—Ahora lo entiendo —dijo al fin el señor Parr—. Mi primera impresión era correcta. En principio venía a extorsionarlo, por el dinero que su padre no pagó. Pero de camino hacia aquí se le ocurrió otra idea, tal y como da a entender la posdata del mensaje. Ha determinado dar un gran golpe, de modo que la referencia a Yale y a mí pueda ser auténtica; realmente nos quiere fuera del juego, aunque sería un idiota si de verdad pensara en la remota posibilidad de que sus deseos se cumplan. Déjeme ver ese cartel de nuevo.
Jack se lo trajo y el inspector lo extendió sobre el pavimento de la terraza.
—Sí, esto fue escrito a toda prisa, probablemente en su coche, y sustituye al que había concebido en un principio —Parr se frotó el mentón presa de la impaciencia—. Y ahora, ¿cuál será su nuevo plan?
Estaba a punto de adivinarlo, cuando el mayordomo llegó apresuradamente para anunciarles que el teléfono llevaba cinco minutos sonando en el estudio de Jack.
—Es para usted —dijo Jack, alargándole el auricular al detective.
El señor Parr cogió el aparato y reconoció inmediatamente la voz del coronel Morton.
—Regrese a Londres inmediatamente, Parr. Tiene que asistir a la reunión del Consejo de Ministros esta misma tarde.
El señor Parr colgó el auricular con una gran sonrisa.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack.
—Voy a asistir al Consejo de Ministros —dijo el señor Parr, riendo como Jack nunca antes lo había visto reír.