La jefatura de policía estaba en entredicho. La desagradable profusión de páginas que los periódicos habían dedicado a la última de las tragedias asociadas al Círculo Carmesí, los debates parlamentarios propuestos por la prensa, no menos que las conferencias a puerta cerrada que estaban teniendo lugar en la jefatura de policía y las reservas de los colegas de trabajo del señor Parr, constituían una serie de siniestras señales que el comisario no había dejado de tener en cuenta.
No había periódico que no hubiera publicado una lista completísima de los delitos imputados al Círculo Carmesí, y ninguno dejaba de mencionar directamente el hecho irrefutable de que, desde el inicio de la actividad del Círculo, el inspector Parr había estado al frente de los diversos casos.
Pidió permiso para ir a investigar a Francia, y le fue concedido. Durante los pocos días que duró su ausencia, sus superiores comenzaron a hacer los preparativos para nombrar a su sucesor. Parr sólo contaba con un amigo dentro de la jefatura, y, curiosamente, se trataba del coronel Morton, el comisario que estaba a cargo del departamento de Parr.
Morton defendió su causa, pero sabía que era una batalla perdida desde el principio. En este aspecto contaba con la ayuda de Derrick Yale, que se personó muy temprano en la jefatura de policía y dio todo tipo de detalles con objeto de exonerar[81] a su colega.
—El mero hecho de que yo estuviera presente en la casa y de que yo fuera contratado para proteger la vida del señor Froyant ya libera al señor Parr de gran parte de la responsabilidad —adujo Yale.
El comisario se recostó en su sillón y cruzó los brazos.
—No quiero herir sus sentimientos, señor Yale —dijo con franqueza—, pero usted no existe oficialmente y me temo que nada de lo que diga va a ayudar al señor Parr. Tuvo su oportunidad; a decir verdad, tuvo muchas oportunidades, pero las dejó escapar.
Justo cuando Yale se disponía a marcharse, el comisario le hizo señas para que se quedara.
—Creo que usted puede arrojar un poco de luz sobre cierto asunto, señor Yale —dijo—. Me refiero al asesinato del hombre que disparó al señor Beardmore; estoy seguro de que lo recordará: el marinero Sibly.
Yale asintió, y volvió a sentarse en el asiento que había ocupado.
—¿Quién estaba en la celda cuando ustedes le tomaban declaración?
—El señor Parr, un agente taquígrafo y yo.
—¿Era hombre o mujer? —preguntó el comisario.
—Era un hombre. Creo que formaba parte de su departamento. Eso es todo lo que sé. Bueno, el carcelero vino una vez o dos; es más, se presentó aquí cuando nosotros estábamos dentro y trajo el agua, que luego resultó estar envenenada.
El comisario abrió una carpeta y escogió un pliego de entre los muchos documentos que contenía.
—Aquí está la declaración del carcelero —dijo—. Le voy a ahorrar los preliminares, pero esto es lo que dice —prosiguió el comisario. Se puso las gafas y comenzó a leer:
«El prisionero estaba sentado en la cama. El señor Parr se sentaba frente a él y el señor Yale estaba de pie, dando la espalda a la puerta de la celda, que estaba abierta cuando yo entré. Llevaba una taza de hojalata con agua que había llenado en un grifo específicamente instalado para proveer de agua potable. Recuerdo que tuve que dejar la taza para acudir a la llamada de otro calabozo. A mi parecer, no era posible que alguien manipulara la taza, si bien es verdad que la puerta que daba al patio estaba abierta. Cuando entré en la celda, el señor Parr cogió la taza, la dejó en una repisa cercana a la puerta y me dijo que no los interrumpiera».
—¿Se da cuenta de que no hace referencia al taquígrafo? ¿Cree usted que fue contratado en aquel lugar?
—Estoy casi seguro de que pertenecía a su departamento.
—Tengo que preguntarle a Parr sobre el asunto —dijo el comisario.
El señor Parr (que ya había regresado de Francia), cuando fue interrogado por teléfono, admitió que el taquígrafo era un habitante del pueblo, a quien él mismo había elegido después de hacer algunas preguntas entre la gente de la localidad. En la confusión que siguió a la muerte de Sibly, Parr había pasado por alto descubrir la identidad de aquel individuo. Le habían proporcionado una transcripción a máquina de las declaraciones de Sibly y el inspector recordaba vagamente haberle pagado por el trabajo realizado. Aquello fue todo lo que Parr pudo decirle al comisario, cuya información sobre el asunto no fue ampliada en absoluto.
Yale esperó mientras la conversación telefónica estaba en curso y, cuando el coronel terminó, dedujo por su gesto de insatisfacción que la información de Parr no le resultaba muy valiosa.
—¿Usted no recuerda a aquel hombre?
Yale negó con la cabeza.
—Me dio la espalda la mayor parte del tiempo —dijo—. Se había sentado junto a Parr.
El comisario murmuró algo sobre aquel flagrante descuido y después dijo:
—No me sorprendería que su taquígrafo fuera un agente del Círculo Carmesí. Contratar a un hombre para realizar una labor tan importante sin que pueda dictaminarse su identidad constituye una grave negligencia que casi raya en lo penal. Sí, Parr ha fallado —suspiró—. Lo siento, por muchas razones. Yo lo aprecio mucho. Obviamente, Parr es uno de esos anticuados oficiales de policía que fingen despreciar ustedes, los brillantes detectives que no pertenecen al cuerpo, y él no tiene habilidades extraordinarias, aunque fue un detective muy notable tiempo atrás. Pero tendrá que marcharse. Es algo que ya se ha decidido. Puedo decírselo a usted porque ya se lo he dicho a Parr. Y lo lamento de todo corazón.
Aquello no constituía ninguna novedad para Yale, como tampoco para el último recluta de la jefatura de policía.
Parr, sin embargo, parecía ser la persona menos preocupada. Continuó con su rutina como si desconociera que estaba a punto de producirse un gran cambio en su posición. Incluso fue la amabilidad personificada cuando tuvo que verse con su sucesor, el cual se presentó a echar un vistazo a la oficina que ocuparía en breve.
Una tarde, se encontró casualmente con Jack en el parque y a Jack le chocó el buen ánimo del compacto hombrecillo.
—Bueno, inspector —dijo Jack—, ¿estamos más cerca del final?
Parr asintió.
—Creo que sí —dijo—. De mi final.
Aquélla fue la primera noticia definitiva que Jack recibió sobre el retiro del inspector.
—Pero ¿de verdad va a irse? Tiene usted todos los hilos en sus manos, señor Parr. Ellos no pueden estar tan locos como para deshacerse de usted en un momento tan crítico, a menos que hayan abandonado toda esperanza de capturar a ese canalla.
El señor Parr pensó que «ellos» habían perdido la esperanza hacía mucho tiempo, pero la actitud de la jefatura de policía era un tema que no estaba dispuesto a tratar.
Jack quería ir a su casa de campo. No había visitado el lugar desde la muerte de su padre y no habría ido de no ser porque había surgido la necesidad de revisar las rentas de algunas granjas. Puesto que aquel asunto no se podía solucionar desde la ciudad y había otras cuestiones que requerían su atención, decidió pasar una noche en aquel sitio que, además de la evocación de la tragedia, le traía a la mente recuerdos igual de desagradables.
—De modo que se marcha al campo —dijo Parr pensativamente—. ¿Solo?
—Sí —contestó Jack, y, adivinando los pensamientos de Parr, añadió con entusiasmo—: ¿Por qué no me acompaña en calidad de huésped? Me encantaría que viniera usted, si pudiera, pero supongo que la investigación del Círculo Carmesí lo retendrá en la ciudad.
—Creo que se las arreglarán muy bien sin mí —dijo el señor Parr con brío—. Sí, creo que me gustaría ir con usted. No he estado en la casa desde la muerte de su pobre padre, y me apetece dar un paseo por allí de nuevo.
Parr pidió un permiso adicional de dos días, y la jefatura, que gustosamente hubiera prescindido de sus servicios por el resto de su existencia, se lo concedió.
Como Jack partía aquella noche, el inspector se fue a casa, metió sus cosas en una bolsa Gladstone[82] y fue a reunirse con él a la estación.
Ni el tiempo ni las carreteras aconsejaban un viaje en coche y, finalmente, el señor Parr estuvo de acuerdo en que sería más cómodo hacer el viaje en tren.
Había dejado una nota dirigida a Yale, en la que le decía adónde iba, y al pie añadió:
«Es posible que surjan circunstancias que requieran mi presencia en la ciudad. No dude en mandarme llamar si así fuera».
Teniendo en cuenta esta posdata, el posterior comportamiento del señor Parr fue un tanto extraño.