Derrick Yale se hallaba sentado, con la cabeza apoyada en las manos, releyendo el periódico. Había leído ya una docena aquella mañana y, uno por uno, los iba dejando a un lado cuando terminaba su lectura para abrir el siguiente.
—«Ante las narices de la policía» —leyó en voz alta—. «Incompetencia en la jefatura de policía» —negó con la cabeza—. La prensa de la mañana le está haciendo pasar un mal rato a nuestro pobre amigo Parr —dijo, mientras apartaba uno de los diarios—, y, no obstante, su incapacidad para impedir el crimen fue similar a la mía o a la suya, señorita Drummond.
Thalia Drummond no tenía muy buen aspecto aquella mañana: las sombras circulares que se dibujaban bajo sus ojos y el aire de apatía que la envolvía contrastaban con su habitual y alentador optimismo.
—Si uno entra en el juego, está expuesto a recibir golpes, ¿no es verdad? —dijo fríamente—. La policía no puede hacer siempre lo que le dé la gana.
Yale la miró con curiosidad.
—No es usted una admiradora entusiasta de los métodos policiales, ¿verdad, señorita Drummond?
—A decir verdad, no mucho —replicó ella, mientras dejaba ante él una pila de cartas—. No esperará que preste mi testimonio sobre la eficacia de la jefatura de policía, ¿verdad?
Yale rió con suavidad.
—Es usted una chica sorprendente —dijo—. A veces pienso que nació sin compasión alguna. Trabajó usted para Froyant, ¿no es cierto?
—Sí —dijo ella secamente.
—¿Y vivió en su casa durante algún tiempo?
Ella no contestó, pero mantuvo fijos sus ojos grises en los de Yale.
—Sí, viví en su casa durante algún tiempo —terminó por admitir—. ¿Por qué me pregunta eso?
—Me preguntaba si conocía la existencia de la habitación subterránea —dijo Derrick Yale sin mucho tacto.
—Claro que conocía la existencia de la habitación. El señor Froyant no mantenía en secreto su ingenio previsor. Me dijo una docena de veces cuánto le había costado —añadió la chica, con una leve sonrisa.
Yale reflexionó un instante.
—¿Dónde solía guardar las llaves que abrían la puerta del refugio a prueba de bombas?
—En el escritorio del señor Froyant. ¿Está sugiriendo que he tenido acceso a ellas o que estoy implicada en el asesinato de anoche?
Yale se echó a reír.
—No estoy sugiriendo nada —dijo—. Simplemente pregunto y mi curiosidad es natural, ya que usted parece saber más sobre la casa que la mayoría de sus actuales habitantes. ¿Cree usted que sería posible levantar la trampilla sin hacer ruido?
—Por supuesto —contestó ella—. La trampilla funciona mediante un sistema de contrapesos. ¿Va a contestar a alguna de esas cartas?
Yale dejó a un lado la pila de cartas.
—¿Qué hizo anoche, señorita Drummond?
Esta vez el método elegido fue más directo.
—Pasé toda la tarde en mi casa —dijo.
Thalia había cruzado las manos a la espalda, y aquella curiosa rigidez que Yale ya había advertido antes tensaba su figura.
—¿Pasó usted toda la tarde y toda la noche en casa? —preguntó el otro sin rodeos.
Ella no contestó.
—¿No es verdad que salió usted a las ocho y media, llevando un pequeño paquete?
De nuevo, Thalia no respondió.
—Uno de mis hombres la vio accidentalmente —dijo Derrick Yale—, y después la perdió de vista. ¿Dónde pasó el resto de la tarde? No regresó a casa hasta las once de la noche.
—Fui a dar un paseo —dijo Thalia Drummond con descaro—. Si me proporciona un mapa de Londres, trataré de reconstruir el recorrido que realicé.
—Suponga que una parte de ese recorrido ya se ha reconstruido…
Thalia entrecerró los ojos.
—En ese caso —dijo tranquilamente—, creo que podré ahorrarme la molestia de decirle adónde fui.
—Ahora escúcheme bien, señorita Drummond —dijo, inclinándose sobre la mesa—. Estoy totalmente seguro de que en el fondo usted no es una asesina. Es una palabra estremecedora y, en cierto sentido, fea. No obstante, hay circunstancias sospechosas sobre sus movimientos durante la última noche que aún no he revelado al señor Parr.
—Estar bajo sospecha es una condición normal en mí —dijo—. Además, como usted sabe tanto, es del todo innecesario que yo le cuente nada más.
Yale la miró, pero ella le mantuvo la mirada sin pestañear.
—Verdaderamente —concluyó Yale, encogiéndose de hombros—, pienso que no importa dónde estuvo usted anoche.
—Casi me inclino a compartir su opinión —se burló ella, y regresó a su despacho y a su máquina de escribir.
«Una personalidad extraordinaria», pensó Yale. Por lo general, las mujeres no le interesaban demasiado, pero Thalia Drummond era un caso fuera de lo normal. Su belleza no despertaba en él ningún interés especial: sabía que era preciosa, del mismo modo que sabía que la puerta de su oficina era marrón y que un sello de un penique era de color rojo.
Yale volvió a coger uno de los diarios para releer algunos de los comentarios sobre la ineficacia de la policía que aparecían en él. Poco después, tal y como esperaba, Parr entró en la estancia con cierta brusquedad, desplomándose en el sillón.
—El comisario me ha pedido que presente la dimisión —dijo con voz casi jovial, para sorpresa de Yale—. No estoy molesto, ya traté de retirarme cuando mi hermano me dejó todo su dinero.
Era el primer indicio que Derrick Yale recibía de que el señor Parr fuera relativamente rico.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó Yale.
Parr sonrió.
—En las oficinas gubernamentales, cuando a uno se le exige la dimisión, dimite —dijo secamente—. Pero mi dimisión no será efectiva hasta finales del próximo mes. Tengo que esperar y ver qué le sucede a usted, amigo mío.
—¿A mí? —preguntó el sorprendido Yale—. ¡Oh! ¿Se refiere a esa amenaza de despacharme el día cuatro? Déjeme ver, creo que sólo me quedan dos o tres días de vida —rió irónicamente, a la vez que echaba un vistazo al calendario—. No creo que tenga que esperar para eso. Bromas aparte, ¿por qué dimitir, después de todo? ¿Cree que si yo hablara con el comisario…?
—Le haría tanto caso como si oyera cantar a un coro de pulgas —dijo el señor Parr—. De hecho, no me va a apartar del caso hasta que mi dimisión sea efectiva y tengo que darle las gracias a usted por ello.
—¿A mí?
El compacto inspector se reía en silencio.
—Le dije que su vida le es tan preciada al país que yo tengo la obligación de seguir en mi puesto necesariamente hasta que haya garantizado su supervivencia, es decir, hasta la fecha fatal —dijo Parr.
En ese momento, Thalia Drummond hizo su aparición con otra pila de cartas.
—Buenos días, señorita Drummond.
El inspector alzó los ojos para mirar a la muchacha.
—He estado leyendo algunos comentarios sobre usted esta mañana —dijo Thalia con descaro—. Se está convirtiendo usted en una figura muy popular, señor Parr.
—Cualquier cosa sirve para hacer un poco de publicidad —murmuró el inspector sin resentimiento alguno—. No obstante, hace mucho que no veo su nombre en los periódicos, señorita Drummond.
La alusión a la comparecencia que Thalia tuvo que hacer ante el tribunal pareció divertirla mucho.
—Ya tendré ocasión, con el tiempo —dijo—. ¿Qué noticias tenemos sobre el Círculo Carmesí?
—La última novedad —dijo Parr con parsimonia—, es que toda la correspondencia dirigida al Círculo Carmesí a través de Mildred Street tendrá que enviarse a otra parte en el futuro.
Parr advirtió el cambio de expresión en el rostro de la muchacha. Sólo se produjo durante un instante, pero al señor Parr le produjo una honda satisfacción.
—¿Van a abrir oficinas en la ciudad? —preguntó, recuperándose con rapidez—. No veo la razón por la que no podrían hacerlo. Parece que actúan a placer, y no entiendo por qué no pueden ocupar ese elegante edificio, con ascensores y carteles luminosos… ¡No! No creo que debieran usar carteles luminosos, porque ¡la policía los vería!
—El sarcasmo en una mujer joven —dijo el señor Parr con tono severo— no sólo resulta improcedente, ¡es casi indecoroso!
Yale escuchaba encantado aquel diálogo. Si ya lo sorprendía la muchacha, había momentos en que el inspector llegaba a superarla. Aquel hombre obstinado podía esgrimir un toque de malicia singular cuando se lo proponía.
—¿Dónde estuvo ayer por la noche, señorita Drummond? —preguntó Parr, con la mirada en el suelo.
—En la cama, soñando —respondió Thalia.
—Entonces, debió de caminar en sueños cuando deambulaba por la parte posterior de la casa de Froyant sobre las nueve y media —sugirió el inspector.
—Con que se trata de eso, ¿eh? —dijo Thalia—. ¿Encontró mis delicadas pisadas en el jardín? El señor Yale ya me lo ha estado insinuando. No, inspector, fui a dar un paseo nocturno por el parque. La soledad resulta inspiradora.
Parr continuaba contemplando la alfombra con atención.
—Bueno, cuando vaya a pasear por el parque, jovencita, manténgase a cierta distancia del señor Beardmore. La última vez que lo siguió usted, ¡le dio un susto de muerte!
Esta vez Parr había hecho diana. El rostro de Thalia se volvió de color carmín y sus delicadas cejas se fruncieron.
—El señor Beardmore no se asusta fácilmente; además, además…
Repentinamente se dio la vuelta y salió de la habitación. Cuando el señor Parr, tras conversar un poco más con Yale, salió también al despacho exterior, ella levantó la mirada y frunció el entrecejo.
—¡Hay ocasiones, inspector, en que verdaderamente lo odio! —dijo con vehemencia.
—Me sorprende usted —replicó el inspector Parr.