La visita de Harvey Froyant a Francia no había pasado desapercibida, y tanto Derrick Yale como Parr habían sido informados de su partida; también era el caso del Círculo Carmesí, si es que el telegrama enviado por Thalia Drummond llegó a su destino.
Curiosamente, los telegramas y mensajes que Thalia enviaba fueron la excusa para que Yale se personara en la jefatura de policía, precisamente la misma tarde en que el señor Froyant regresaba triunfante de Francia.
Cuando Parr regresó a su oficina, encontró al detective sentado frente a la mesa del inspector, deleitando a una reducida pero selecta audiencia de oficiales de policía con una exhibición de sus curiosos poderes.
En este aspecto, su habilidad era asombrosa. A partir de un anillo que uno de los inspectores le había entregado, no sólo le contó al perplejo propietario su propia historia, sino que también, para mayor confusión del oyente, un pequeño secreto sobre su vida privada.
Cuando Parr entró, su ayudante le tendió un sobre sellado. Le echó un vistazo a la dirección escrita con caracteres de imprenta y luego lo puso sobre la mano que Yale tenía extendida.
—¿Y quién dice usted que lo envió? —preguntó, y Yale soltó una carcajada.
—Un hombre pequeñito con una absurda barba amarilla; tiene una voz nasal y lleva una tienda.
Poco a poco se dibujó una sonrisa en el rostro de Parr.
Yale añadió:
—Y esta vez no se trata de psicometría, porque da la casualidad de que sé que procede del señor Johnson, de Mildred Street.
Yale se rió entre dientes ante la vacía expresión del inspector Parr y, cuando se quedaron solos, le explicó:
—He podido enterarme de que usted ha descubierto el lugar al que se mandaban todos los mensajes del Círculo Carmesí. Yo, por el contrario, he estado al corriente de su existencia durante mucho tiempo, y he leído todos los mensajes enviados al Círculo Carmesí.
El señor Johnson me contó que usted estaba investigando y le pedí que le diera una detallada explicación en el sobre que usted le remitió.
—¿De modo que ha sabido de su existencia todo el tiempo? —preguntó Parr lentamente.
Derrick Yale asintió.
—Sé que los mensajes enviados al Círculo Carmesí iban dirigidos a este pequeño vendedor de periódicos y que un muchacho iba a buscarlos todos los días a primera y última hora. Para mí es humillante confesar que nunca he sido capaz de descubrir a la persona que se los roba del bolsillo.
—¿Se los roba del bolsillo? —repitió Parr, y Yale disfrutó del misterio.
—El chico tiene instrucciones de meterse las cartas en el bolsillo y de ir a la concurrida High Street[73]. En el trayecto alguien se las quita sin que él se dé cuenta.
El inspector Parr se sentó en la silla que Yale había ocupado y se frotó la barbilla.
—Es usted un hombre asombroso —dijo—. ¿Qué más ha descubierto?
—Lo que ya sospechaba desde hacía tiempo: que Thalia Drummond se comunica con el Círculo Carmesí y que le ha suministrado toda la información que ha podido reunir.
Parr movió la cabeza.
—¿Y qué piensa hacer al respecto?
—Ya le dije hace tiempo que ella nos llevaría hasta el Círculo Carmesí —dijo Yale con calma—, y estoy seguro de que más tarde o más temprano mis predicciones se harán realidad. Hace casi dos meses persuadí a nuestro amigo, el que lleva la tienda de periódicos adonde van dirigidas las cartas, de que me permitiera echar un primer vistazo a todas las misivas dirigidas a Johnson. Me costó un poco convencerlo, porque nuestro vendedor de periódicos es un hombre muy honesto, una persona muy recta, pero mi experiencia me dijo, y seguramente la suya también, que basta sugerir a alguien que está prestando su ayuda a la justicia para inducirlo a cometer las deslealtades más indignantes. Me tomé la libertad de insinuarle, sin llegar a decirlo explícitamente, que yo pertenecía al cuerpo de policía; espero que no le importe.
—A veces pienso que usted debería estar en el cuerpo —dijo Parr—. ¿De manera que Thalia Drummond está en contacto con el Círculo Carmesí?
—Voy a mantenerla a mi servicio, por supuesto —dijo Yale—. Cuanto más cerca la tenga, menos peligrosa será.
—¿Por qué se ha ido Froyant al extranjero? —preguntó Parr.
El otro se encogió de hombros.
—Tiene muchos contactos comerciales en el extranjero y probablemente esté cerrando un trato. Posee aproximadamente un tercio de los viñedos de la Champagne[74]. Supongo que ya lo sabía usted…
El inspector asintió. Por una u otra razón, se hizo un silencio entre los dos. Cada uno estaba ocupado con sus propias cavilaciones, y el señor Parr pensaba en Froyant en particular, preguntándose por qué había ido a Toulouse.
—¿Cómo se ha enterado de que Froyant ha ido a Toulouse? —preguntó Derrick Yale.
Aquélla era una pregunta tan inesperada y resultó ser una continuación tan asombrosa de sus propios pensamientos, que Parr se sobresaltó.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Puede usted leer los pensamientos?
—A veces —dijo Yale con gesto adusto—. Yo pensaba que había ido a París.
—Ha ido a Toulouse —dijo el inspector lacónicamente, sin dar explicaciones de cómo se había enterado.
Posiblemente, nada de lo que Yale había hecho antes, ninguna demostración de sus dotes que realizara, había desconcertado tanto al apacible inspector Parr como esta exposición de la transferencia de los pensamientos; se alarmó, e incluso se asustó. Aún estaba profundamente desconcertado cuando llegó una llamada telefónica de Harvey Froyant.
—¿Es usted, Parr? Quiero que venga a mi casa. Traiga con usted al señor Yale. Tengo que comunicarles algo muy importante.
El inspector Parr colgó el auricular pausadamente.
—Y ahora, ¿qué diablos es lo que sabe? —dijo, hablando para sí mismo, mientras que los ojos de Yale, que no habían dejado de observar al inspector mientras hablaba, brillaron durante un instante con un extraño destello.
* * *
Thalia Drummond ya había dado cuenta de una frugal cena y se estaba ocupando de la doméstica labor de zurcir una media. Su otra tarea, que no pertenecía al ámbito doméstico pero que resultaba mucho más apremiante, era evitar pensar en Jack Beardmore. En algunas ocasiones, su recuerdo había llegado a convertirse en una intensa agonía y, ya que los momentos de quietud y soledad como aquél eran los más proclives a ese tipo de meditaciones, Thalia abandonó su trabajo. Cuando había comenzado a buscar algo nuevo que la mantuviera distraída, sonó el timbre de la puerta.
Era el repartidor de aquel distrito, que traía un paquete rectangular muy similar a una caja de zapatos.
Aquel paquete iba dirigido a ella y tenía su dirección escrita en caracteres de imprenta. El corazón de Thalia comenzó a agitarse cuando se dio cuenta de quién lo enviaba. Regresó a su dormitorio, cortó la cinta y abrió la caja. En la parte superior había una carta que se apresuró a leer. Era del Círculo Carmesí y decía:
«Usted sabe cómo entrar en casa de Froyant. Hay una entrada en el jardín que comunica con el refugio a prueba de bombas, situado bajo su estudio. Consiga entrar, llevando consigo el contenido de la caja, y espere en la habitación subterránea hasta que yo le dé nuevas instrucciones».
Thalia sacó el contenido de la caja. El primer objeto era una amplia manopla que casi le llegaba hasta el codo. Era un guante de hombre para la mano izquierda. El otro objeto que contenía la caja era un largo cuchillo de punta muy cortante, con guarda[75] en forma de taza. Lo tocó cuidadosamente, palpando el borde, que estaba afilado como una cuchilla. Estuvo sentada durante largo tiempo, contemplando el arma y la manopla. Después se levantó, fue hasta el teléfono y marcó un número. Esperó un buen rato, hasta que el operador le dijo que no recibiría respuesta.
A la nueve en punto miró el reloj. Eran ya más de las ocho y no tenía tiempo que perder. Introdujo el cuchillo y la manopla en un gran bolso de cuero, se envolvió en una capa y salió.
Media hora después, Derrick Yale y el señor Parr subían la escalinata de la residencia de Froyant, donde fueron recibidos por un criado. La primera cosa que Yale advirtió fue que el pasillo estaba muy iluminado; todas las luces del recibidor estaban encendidas e incluso lucían todas las bombillas del rellano de la escalera. Se trataba de una situación curiosa, si se conocía la tacañería del señor Froyant. Por lo general, se contentaba con una luz tenue en el vestíbulo, permaneciendo a oscuras toda habitación de la casa que no se estuviera utilizando.
La biblioteca comunicaba con la entrada principal; la puerta estaba totalmente abierta y los visitantes observaron que estaba tan bien iluminada como el vestíbulo. Harvey Froyant estaba sentado frente a su escritorio; una sonrisa iluminaba su fatigado rostro y, pese a todo su cansancio, cada gesto y la más mínima variación en su voz expresaban su profunda autocomplacencia.
—Bien, caballeros —dijo casi jovialmente—, voy a darles una pequeña información que, en mi opinión, les sorprenderá y divertirá —se frotó las manos mientras se reía entre dientes—. Acabo de llamar al comisario jefe, Parr —dijo, escudriñando al corpulento inspector—. En casos de estas características, a uno le gusta andar sobre seguro. Les podría ocurrir cualquier cosa a ustedes dos, caballeros, al salir de esta casa, y no podemos compartir nuestro pequeño secreto con muchas personas. ¿Por qué no se quitan los abrigos? Voy a contarles una historia que nos llevará algún tiempo.
En ese momento sonó el teléfono y ambos contemplaron sin moverse cómo Froyant descolgaba el auricular.
—Sí, sí, coronel —dijo—. Tengo algo trascendental que contarle. ¿Le importa que le llame yo en un par de segundos? ¿Seguirá ahí? Bien —volvió a colgar el auricular y vieron que era presa de la indecisión, pues estaba frunciendo el ceño. Después dijo—: Si no les importa pasar a la otra habitación y cerrar la puerta, creo que voy a hablar con el coronel ahora. No quiero anticipar el ambiente que estoy creando.
—Por supuesto —dijo el señor Parr dirigiéndose a la puerta.
Derrick Yale dudaba.
—¿Se trata de algo sobre el Círculo Carmesí?
—Ya se lo diré —dijo el señor Froyant—. Concédame sólo cinco minutos y le daré una emocionante sorpresa.
Derrick Yale se echó a reír y Parr, que ya se encontraba en el recibidor, sonrió con simpatía.
—Es muy difícil sorprenderme —dijo Derrick Yale.
Salió de la biblioteca y descansó un instante con la mano puesta en el borde de la puerta.
—Y después me parece que le podré contar algo sobre su joven amiga Drummond —dijo—. Sé que ella no es precisamente su debilidad, pero este pequeño detalle puede que le interese tanto como la historia que Froyant está a punto de contarnos.
Parr vio a Yale sonreír y supuso que Froyant habría refunfuñado algo poco cortés en referencia a Thalia Drummond.
Yale cerró la puerta suavemente.
—Me preguntó qué clase de revelación está a punto de hacernos, Parr —musitó el otro pensativo—. ¿Y qué diablos tendrá que decirle a su coronel?
Los dos entraron en la sala de enfrente, que también estaba bien iluminada.
—Todo esto no es normal, ¿verdad, Steere? —dijo Derrick Yale, que ya conocía al mayordomo.
—No, señor —contestó el imponente mayordomo—. El señor Froyant no es, por lo general, tan extravagante en asuntos de iluminación. Pero me dijo que quería todas las luces encendidas esta noche y que no estaba dispuesto a correr ningún riesgo, aunque no entiendo bien lo que quería decir con ello. Yo jamás le había visto hacer nada igual. Lleva dos revólveres cargados en el bolsillo, y eso es, con diferencia, lo que más me extraña, pues el señor Froyant aborrece las armas de fuego.
—¿Cómo sabe que lleva dos revólveres? —preguntó Parr bruscamente.
—Porque yo se los cargué —replicó el mayordomo—. Yo estuve en la caballería voluntaria[76], y entiendo de armas. Uno de los revólveres es mío.
Yale silbó y miró al inspector.
—Parece como si ya supiera la identidad del Círculo Carmesí, pero esperara una visita —dijo—. Por cierto, ¿tiene algunos hombres a mano?
Parr asintió.
—Dejé a un par de detectives en la calle; les dije que estuvieran cerca por si hacían falta —dijo Parr.
No podían oír la voz del señor Froyant al teléfono, pues la casa estaba sólidamente construida y sus paredes eran muy gruesas.
Pasó media hora, y Yale comenzó a impacientarse.
—Steere, ¿sería tan amable de preguntarle si necesita vernos? —dijo, pero el mayordomo negó con la cabeza.
—No estoy autorizado a interrumpirlo, señor. Quizás uno de ustedes dos, caballeros, podría entrar. Los criados nunca entramos, a menos que se requiera nuestra presencia.
Parr ya estaba saliendo de la habitación y un instante después había abierto la puerta del estudio de Harvey Froyant. Las luces seguían encendidas y no albergaba ninguna duda de lo que había pasado un segundo después de que sus ojos cayesen sobre aquella figura, derrumbada hacia atrás en su sillón. Harvey Froyant estaba muerto. El mango de un cuchillo sobresalía de su costado izquierdo, un cuchillo con la guarda en forma de taza. Sobre el estrecho escritorio había una manopla de cuero manchada de sangre.
Fue el sobresaltado grito de Parr lo que hizo que Derrick Yale se precipitara en el interior de la biblioteca. El rostro de Parr estaba tan lívido como el de la Parca[77] mientras mantenía fija la mirada sobre la trágica figura echada sobre la silla. Ninguno de los dos pronunció palabra.
Finalmente, Parr dijo:
—Llame a mis hombres. Nadie puede abandonar esta casa. Dígale al mayordomo que reúna a todos los sirvientes en la cocina y que los mantenga allí.
Parr grabó en su mente cada detalle de la habitación. Sobre los grandes ventanales, que daban a un cuadrado de césped en la parte posterior de la casa, colgaban gruesas cortinas de terciopelo. Parr las corrió. Tras ellas estaban los postigos, con todos sus cerrojos debidamente echados.
¿Cómo habían asesinado a Harvey Froyant?
Su escritorio estaba frente a la chimenea: se trataba de un estrecho escritorio de estilo jacobino[78], que cualquier persona hubiera rechazado por su acusada estrechez; no obstante, era uno de los muebles favoritos del difunto financiero.
¿Desde dónde se había acercado el asesino? ¿Desde atrás? El cuchillo había sido hundido en el costado hacia abajo, y la hipótesis de que hubieran cogido a Froyant por sorpresa era, cuanto menos, plausible[79]. Pero ¿por qué la manopla? El inspector Parr la cogió con cautela. Era una manopla de cuero, como las que usan los conductores, y estaba desgastada por el uso.
El siguiente movimiento del inspector fue llamar al comisario de policía y, como había sospechado, el coronel estaba a la espera de recibir la llamada de Harvey Froyant.
—Entonces, ¿él no lo llamó a usted?
—No, ¿qué ha sucedido?
Parr le resumió en pocas palabras todo lo que había pasado y escuchó al otro lado de la línea las frases casi incoherentes que la furia hacía decir a su jefe. A continuación, colgó el auricular y fue al vestíbulo, donde estaban apostados sus hombres.
—Me dispongo a registrar todas las dependencias de la casa —dijo.
Esta tarea le llevó media hora; luego, volvió junto a Derrick Yale.
—¿Y bien? —preguntó Yale con impaciencia.
Parr sacudió la cabeza.
—Nada —dijo—. No hay nadie en la casa que no tenga derecho a estar aquí.
—¿Cómo entraron en la habitación? El pasillo estuvo vacío en todo momento, salvo cuando Steere nos condujo a la sala de enfrente.
—Puede que haya una trampilla en el suelo —sugirió Yale.
—No hay trampillas en los suelos de las salas de estar del West End de Londres —refunfuñó Parr.
No obstante, un nuevo registro sacó a la luz un resultado sorprendente. Retirando una de las esquinas de la alfombra, descubrieron una pequeña trampilla, y el mayordomo explicó que, durante la guerra, cuando los ataques aéreos nocturnos se convirtieron en suceso frecuente, el señor Froyant había ordenado construir un refugio de hormigón a prueba de bombas en el espacio de una antigua bodega. Se accedía a él gracias a unas escaleras que salían del estudio.
Parr bajó las escaleras con una palmatoria[80] en la mano y se encontró en un pequeño cuarto cuadrangular con aspecto de celda. Había una puerta, que estaba cerrada con llave, pero encontraron una llave maestra en los bolsillos del difunto Froyant. Tras la primera puerta había otra, de acero, que los condujo al exterior.
Las casas de la calle compartían una parcela común de césped y arbustos.
—Es perfectamente posible entrar en la casa usando la puerta que hay al fondo del jardín —dijo Yale—. Yo diría que el asesino utilizó este camino.
Comenzó a alumbrar el suelo con su lámpara eléctrica. De repente, se agachó y comenzó a examinarlo cuidadosamente.
—Aquí hay una huella reciente —dijo—, ¡y es de mujer!
Parr miró por encima del hombro de Yale.
—No cabe duda alguna al respecto —dijo—, es reciente.
Y, repentinamente, dio un paso atrás.
—¡Oh, Dios mío! —jadeó aterrorizado—. ¡Qué artimaña tan diabólica!
Yale acababa de advertir que se trataba de la huella de Thalia Drummond.