XXIX
El «Círculo Rojo»

Froyant se jactaba de no fiarse de nadie de modo absoluto y, aunque confiaba en el abogado hasta cierto punto, sólo sus conocidas relaciones con personas de dudosa reputación ya habrían bastado para advertirlo de depositar una confianza sin reservas en su agente.

Habían pasado dos noches desde el atentado contra el inspector Parr cuando el pequeño abogado visitó a su cliente, que se hallaba en un estado de gran excitación. Había dado con la pista de uno de los billetes con serie nueva que Brabazon había entregado al Círculo Carmesí.

—Ahora estamos tras una buena pista, señor Froyant, y, si continuamos en esa dirección, no cabe duda de que encontraremos al cambista original.

Sin embargo, en ese punto el señor Froyant se mostró firme. No podía, ni quería, dejar por completo el asunto en manos de aquel hombre. Quizás la firma especializada Heggitt lo hubiera llevado hasta aquí, pero continuaría la búsqueda por medio de otra agencia. De esta forma, o con unas cuantas palabras más, se lo hizo saber al abogado.

—Lamento profundamente que no me permita continuar con esto —dijo un Heggit muy decepcionado—. Me había comprometido personalmente a hacer esta búsqueda y le puedo asegurar que en este momento sólo unos pocos pasos separan al hombre que descubrimos a través del dinero y a la persona que usted está buscando.

Froyant lo sabía tan bien como el abogado.

Jack Beardmore había dicho una gran verdad cuando indicó que aquel hombre tan miserable no quedaría satisfecho hasta que hubiera recuperado todo el dinero que había perdido. Aquello constituía para él un estímulo constante: el origen de estos pensamientos le causaba una excitación que no lo dejaba dormir por las noches y una extraña sensación de desesperanza por las mañanas.

Así, Harvey Froyant estaba muy bien equipado para proseguir las investigaciones hasta el final, ahora que ya le habían abierto el camino. Había amasado su considerable patrimonio comprando y vendiendo tierras en todos los países del mundo. Había logrado reunir una fortuna de siete cifras sin ningún capital inicial, gracias a su participación personal en los negocios. Claro que no había logrado todo esto quedándose en una oficina y confiando en subalternos: tuvo que hacer innumerable desplazamientos, investigaciones pertinaces y afanosos sondeos en la vida privada de los gestores; una particularidad que, sin saberlo, había compartido con James Beardmore.

De modo que Froyant se ocupó de su propio caso con diligencia, y no informó de sus intenciones ni a Yale ni a Parr.

Como Heggitt había dicho, resultó bastante sencillo seguir la pista del billete, al menos durante tres etapas. Las investigaciones del señor Froyant lo condujeron sucesivamente a un cambista del Strand, a una oficina de turismo y finalmente a un banco muy respetable. Allí recibió numerosas atenciones, pues era la sucursal de uno de los bancos con el que mantenía relaciones comerciales.

Durante tres días fisgoneó, preguntó, investigó en libros (incluso en los que no tenía ningún derecho a hurgar) y, lenta pero concienzudamente, llegó a una conclusión. Ni siquiera el director del banco, quien le facilitó el acceso a cuentas privadas, algo que le habría valido una reprimenda por parte de sus superiores, conocía exactamente su objetivo concreto, o contra quién estaba realizando sus indagaciones.

Al día siguiente por la mañana, Froyant partió apresuradamente hacia Francia. Estuvo sólo dos horas en París y la noche lo sorprendió de camino al Sur. Llegó a Toulouse a las nueve de la mañana siguiente; allí, la suerte se puso de su lado una vez más, ya que un importante funcionario de la ciudad había actuado como intermediario suyo en una compra realizada unos años atrás.

Monsieur Brassard le brindó una entusiasta bienvenida que el señor Froyant desdeñó, pues sabía que su antiguo agente actuaba con la esperanza de iniciar un nuevo negocio y percibir otra comisión. Éste parecía ser el caso, pues su interés se redujo cuando se enteró del objeto de la visita.

—Personalmente, no me conciernen esos asuntos —dijo, negando con la cabeza—, ya que, aunque soy abogado, mi querido señor Froyant, el ejercicio de mi actividad no me relaciona con la corte criminal —se acarició la barba, con gesto meditabundo—. En verdad, recuerdo muy bien a Marl…, a Marl y a otro hombre, un inglés, según creo.

—¿Un hombre llamado Lightman?

—Sí, así se llamaba el otro. ¡Fue muy gracioso, sí! —hizo una mueca de disgusto—. Naturalmente, es una historia corriente —continuó—. Aquellos hombres eran unos canallas. Uno le disparó al cajero y al vigilante del banco de Nimes[72] y sus nombres quedaron asociados a dos asesinatos aquí, en Toulouse. Sí, recuerdo sus nombres muy bien, ¡y el terrible incidente!

—¿Qué terrible incidente? —preguntó con curiosidad el señor Froyant.

—Ocurrió cuando estaban conduciendo a Lightman a la guillotina. Creo que nuestros verdugos estaban borrachos, puesto que la cuchilla no funcionó. Dos o tres veces cayó, pero apenas llegó a rozarle el cuello. Y cuando los horrorizados espectadores intervinieron —ya sabe que los franceses son muy impulsivos—, se habría producido un motín si no se hubieran vuelto a llevar al prisionero a la cárcel. Sí, el Círculo Rojo se escapó de la cuchilla.

—¿El qué? —dijo Froyant casi gritando.

El señor Brassard lo miró con la boca abierta.

—¡Vaya! ¿Qué le pasa, monsieur? —preguntó, mirando de reojo la alfombra manchada.

—¡El Círculo Rojo! ¿Qué quiere decir? —preguntó Froyant, trémulo de excitación.

—Se trataba de Lightman —afirmó Brassard, atónito por el efecto que sus palabras habían producido—. Era su nombre público. Pero seguramente mi recepcionista sepa más del asunto: él se interesó por el caso, al contrario que yo.

Pulsó un timbre y entró un anciano.

—¿Recuerdas el Círculo Rojo, Jules?

El anciano Jules asintió.

—Muy bien, monsieur. Estuve presente en la ejecución, ¡qué horror! —dijo, alzando las dos manos en un gesto muy expresivo.

—¿Por qué lo llamaban el Círculo Rojo? —preguntó Froyant.

—Debido a unas señales —el hombre se pasó el índice alrededor del cuello—. Alrededor de su cuello, monsieur, él tenía un círculo rojo. Eran unas manchas en la piel, y ya antes de la ejecución corría la leyenda de que ninguna cuchilla podría tocarlas jamás, puesto que aquellas marcas estaban embrujadas. Yo me inclino a pensar que era una señal de nacimiento, pero lo cierto es que, de camino a la ejecución, me encontré con muchas personas, mi amigo Thiep por ejemplo, que estaban seguras de que aquella ejecución no iba a realizarse. Creo que se habrían mostrado más razonables si hubieran tenido la misma confianza en que el verdugo y sus ayudantes estarían borrachos —añadió Jules—, y hubieran sabido que la noche anterior habían montado la cuchilla tan mal que no podría funcionar de ninguna manera.

El señor Froyant respiraba ahora aceleradamente.

Poco a poco se estaba revelando la verdad y Froyant podía ver en ese instante la trama en conjunto.

—¿Qué fue del Círculo Rojo?

—No lo sé —dijo Jules, encogiéndose de hombros—. Lo enviaron a una de las prisiones de la isla, pero Marl fue liberado por delatar a su cómplice. Hace tiempo oí que Lightman se había fugado, pero no supe cuánto de verdad habría en ello.

Como Froyant ya había supuesto, Lightman había escapado. Empleó aquel día en una febril búsqueda de cuantos documentos hubiera disponibles, hizo una visita a un fiscal y terminó aquellas doce horas tan agotadoras en el despacho del alcaide de una prisión, examinando fotografías.

Puede decirse que aquella noche el señor Harvey Froyant se fue a dormir en el hotel Anglais con una absoluta sensación de satisfacción, con el añadido placer de haber triunfado donde el policía más sagaz había fracasado. El secreto del Círculo Carmesí había dejado de ser un secreto.