XXII
El mensajero del Círculo

—¡Es usted un chiflado y un idiota! Pensaba que era un detective inteligente, ¡pero es usted un demente!

El señor Froyant estaba fuera de sí, y el motivo de su enfado procedía de los fajos de billetes ordenadamente dispuestos sobre su escritorio.

La visión de una cantidad tan grande de dinero escapándose de sus manos producía al miserable Harvey Froyant una inconmensurable angustia y sólo apartaba la mirada de aquella acumulación de riqueza para volver a posarla en ella, casi de manera instantánea.

Derrick Yale era un hombre difícil de ofender.

—Quizás lo sea —dijo—, pero necesito llevar mis asuntos a mi manera, señor Froyant y, si verdaderamente pienso que la chica puede conducirme al Círculo Carmesí, como en realidad pienso, me conviene tenerla a mi servicio.

—Acuérdese bien de lo que le digo —dijo Froyant, blandiendo[59] su dedo índice frente al rostro del detective—. Esa chica forma parte de la banda. ¡Descubrirá, amigo mío, que es ella el mensajero que vendrá a por los billetes!

—En ese caso, será arrestada inmediatamente —replicó Yale—. Créame, señor Froyant, no pienso perder de vista esos billetes, pero si terminan en manos del Círculo Carmesí, la responsabilidad será mía, no suya. Mi deber es salvar su vida y desviar la venganza del Círculo de usted hacia mí.

—Tiene toda la razón, toda la razón —se apresuró a admitir Froyant—, es la mejor forma de hacer frente a esta situación, Yale. Veo que no es usted tan necio como yo había pensado. Hágalo a su manera.

Froyant acarició los billetes con cariño y, tras introducirlos en un gran sobre, se los entregó, con reticencia manifiesta, al detective, que se metió el paquete en el bolsillo.

—Supongo que no hay noticias de Brabazon, ¿verdad? Ese bribón me ha estafado más de dos mil libras que yo, como un idiota, invertí en uno de los podridos negocios de Marl.

—¿Sabe algo sobre Marl? —inquirió el detective, al tiempo que abría la puerta.

—Lo único que sé es que era un canalla.

—¿Sabe algo más que no sea de dominio público? —preguntó Yale, resignado—. Sus comienzos, de dónde procede…

—Creo que venía de Francia —dijo Froyant—. En realidad, sé muy poco de él. Fue el señor Beardmore quien me lo presentó. Corrían rumores de que había estado envuelto en estafas relacionadas con fincas en Francia y de que había sido encarcelado, pero nunca tuve muy en cuenta esa clase de chismorreos. Me era útil, y obtuve grandes beneficios de la mayoría de las inversiones que hice con él.

El otro sonrió. En esas circunstancias, pensó, aquel miserable bien podría perdonarle al errado Marl las últimas pérdidas que le había ocasionado.

Cuando regresó a su oficina, encontró a Parr esperándolo en la compañía de Jack Beardmore.

No esperaba la visita del joven, pero supuso que se debía a Thalia Drummond, por cuya presencia se disculpó discretamente.

—He enviado a la señorita Drummond a casa, Parr —dijo—. No quiero tener a una chica involucrada en el asunto de esta tarde. Es posible que tengamos un poco de jaleo.

Miró fijamente a Jack Beardmore.

—Para el cual espero que esté preparado.

—Sufriré una decepción, si no lo hay —contestó Jack alegremente.

—¿Cuál es su plan? —preguntó Parr.

—Entraré en mi despacho unos minutos antes de la hora prevista para la llegada del mensajero. Cerraré con llave las dos puertas, la que lleva al pasillo y la que conduce a la oficina exterior. Respecto a esta puerta, dejaré puesta la llave por fuera, y les pediré que me encierren. Mi objetivo, obviamente, es prevenir la sorpresa. En cuanto escuche la llamada a la puerta y me oiga levantarme para abrir la puerta, sabrá que el mensajero ha llegado y, cuando vuelva a cerrarla, quiero que se sitúe fuera, en el pasillo.

Parr asintió.

—Parece simple —dijo.

Fue hasta la ventana, se asomó y agitó un pañuelo. Yale sonrió mostrando su aprobación.

—Veo que ha tomado las precauciones necesarias. ¿De cuántos hombres dispone?

—Creo que de unos ochenta —dijo Parr con calma—, y prácticamente van a rodear el lugar.

Yale asintió.

—Conviene tener en cuenta —dijo—, la posibilidad de que el Círculo Carmesí envíe un personaje corriente como mensajero. En tal caso, es necesario seguirlo. Estoy decidido a permitir que el dinero llegue hasta las manos del mismo jefe del Círculo Carmesí. Esto es esencial.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Parr—, pero tengo la impresión de que ese caballero, o quienquiera que sea, no va a venir. ¿Puedo echarle un vistazo a su oficina?

Entró e inspeccionó la estancia. Estaba iluminada por una ventana. En una de las esquinas había un armario, cuya puerta abrió. Salvo por un abrigo colgado, estaba vacío.

—Si no le importa —el inspector Parr se mostraba casi humilde—, me gustaría que se quedara en la otra habitación. Cerraré la puerta. Me pongo nervioso cuando me siento observado.

Yale abandonó el despacho sonriendo y Parr cerró la puerta tras él. Después abrió la segunda puerta y echo una ojeada al pasillo. A continuación, oyeron que la cerraba.

—Ya puede pasar —dijo—. Ya he visto todo lo que quería.

Los muebles de la habitación eran sencillos, pero confortables. Había una espaciosa chimenea en la que no ardía ningún fuego, a pesar de que hacía un día gélido.

—Espero que no entre por la chimenea —dijo Yale en tono humorístico, cuando percibió la inspección del detective—, soy uno de esos mortales de sangre caliente que jamás tienen frío.

Jack, que observaba fascinado la investigación, cogió la mortífera pistolita que descansaba sobre la mesa del detective y comenzó a examinarla cuidadosamente.

—Tenga cuidado. Ese gatillo es muy sensible.

Sacó de su bolsillo el sobre que contenía los billetes y los depositó junto al arma. Después miró su reloj.

—Ahora, para estar prevenidos, creo que deberían irse al otro despacho y cerrar la puerta —dijo Yale.

Al tiempo que decía esto último, cerró con llave la puerta que daba al pasillo.

—Es bastante emocionante —murmuró Jack, sintiendo que un susurro era el tono adecuado para una ocasión tan excitante.

—Espero que la emoción no resulte excesiva —dijo Yale.

Pasaron al despacho contiguo, encerraron a Yale en la otra estancia y se sentaron. Jack lo hizo, inconscientemente, en la silla de Thalia Drummond, un asunto en el que reparó con un sobresalto.

Se preguntó si Thalia pertenecería al Círculo Carmesí, como Parr había dado a entender en varias ocasiones. Jack apretó los dientes: no lo creería ni aunque lo percibiera con sus propios ojos y se lo dijera su sentido común; no, jamás podría creerlo. Lejos de menguar su influencia, le daba aún más impulso. Ella era un ser diferente y, si era culpable…

Levantó la vista y descubrió que Parr tenía los ojos fijos en él.

—No pretendo ser un parapsicólogo —dijo lentamente el detective—, pero creo que estaba usted pensando en Thalia Drummond.

—Así es —admitió el joven—. Señor Parr, ¿cree usted que realmente es tan mala como aparenta?

—Si lo que me está preguntando es si creo que robó el Buda de Froyant, sólo puedo decirle que no una cuestión de creer o no creer: estoy seguro.

Jack se quedó en silencio. Nunca podría convencer a aquel sólido individuo de la inocencia de la joven y, de todos modos, él mismo reconocía que era una locura defender su inocencia cuando la joven había reconocido su culpabilidad.

—Sería mejor que guardaran silencio —dijo Yale al otro lado de la puerta. Parr gruñó una respuesta.

A partir de ese momento, mantuvieron un silencio sepulcral. Podían oír a Yale moviéndose por la habitación, pero pronto permaneció callado él también, ya que se aproximaba la hora. El inspector Parr sacó su reloj del bolsillo y lo depositó sobre la mesa: las manillas señalaban las tres y media. Era la hora en la que se suponía que el mensajero debía de llegar. Parr se sentó de nuevo, con la cabeza echada hacia adelante, escuchando, pero no se percibía nada que anunciara un ataque inminente.

A continuación, se oyó un ruido en la habitación de Yale, un golpe extraño, como si Yale se hubiera sentado pesadamente.

Parr se puso en pie de un salto.

—¿Qué ha sido eso?

—Todo va bien —dijo Yale—. He tropezado con algo. Guarden silencio.

Se sentaron durante otros cinco minutos y, después Parr dijo en voz alta:

—¿Está usted bien, Yale?

No hubo respuesta.

—¡Yale! —dijo Parr, alzando más la voz—. ¿Puede oírme?

Tampoco hubo respuesta y, abalanzándose sobre la puerta y girando la llave, entró en la habitación con Jack pisándole los talones.

Lo que vieron habría podido petrificar incluso a un oficial de policía más experimentado que Parr.

Tendido en el suelo, con las muñecas esposadas, los tobillos atados por una correa y el rostro tapado por una toalla, yacía el postrado cuerpo de Derrick Yale. La ventana estaba abierta y había en la estancia un fuerte olor a cloroformo y éter. El paquete del dinero que estaba sobre la mesa había desaparecido. Tres segundos después, un cartero entrado en años abandonaba el portal del edificio, con su cartera al hombro, y los policías que vigilaban la casa lo dejaron pasar sin hacerle ninguna pregunta.